› Por Mariano Ribas
Como ya es tradicional, nuestra última edición del año es una gran galería cósmica, donde presentamos una colección de fotos astronómicas especialmente significativas. Por su valor científico, por su rareza o por dar cuenta de fenómenos y acontecimientos mundialmente resonantes. O incluso, simplemente, por su impactante belleza. Aquí están las diez elegidas de 2013. Y también una “yapa” (ver nota aparte) que, teniendo en cuenta a su famoso y malogrado protagonista, no podíamos dejar afuera. Todas van acompañadas por sus historias y sus detalles más jugosos. Son postales del cielo que encendieron nuestro asombro, nuestro deleite y nuestra más picante curiosidad.
La astronomía tiene objetos “clásicos”. Esos que aparecen en todos los libros, enciclopedias, revistas especializadas y páginas web de todo el mundo. Y la famosa “Nebulosa Cabeza de Caballo” es uno de ellos. Es una inmensa y oscura nube de gas y polvo, situada a unos 1500 años luz del Sistema Solar. Una suerte de escultura natural, tallada por la poderosa acción de los “vientos” y la radiación de soles vecinos. Y su particular forma y belleza la han convertido en uno de los objetos de “cielo profundo” más elegidos por los astrofotógrafos profesionales y amateurs. Incluso por la propia NASA: la impresionante imagen que ocupa la tapa de Futuro fue tomada por el Telescopio Espacial Hubble, a fines de 2012. Y la agencia espacial estadounidense la publicó en abril de este año, para celebrar, justamente, los 23 años en órbita del telescopio más famoso del mundo. Pero no es una foto en luz visible sino en luz infrarroja. Y no por casualidad: en esas longitudes de onda es posible ver mucho mejor las estructuras de polvo y gases fríos que forman esta maravilla celestial. Nunca antes la habíamos visto así.
El 15 de febrero de este año, una roca espacial de casi 20 metros de diámetro, y 8 mil toneladas de peso, penetró la atmósfera terrestre a una velocidad de más de 70 mil km/hora. Y segundos más tarde, tras sufrir una tremenda fricción, desaceleración y calentamiento, estalló a 25 kilómetros de altura, por encima de la ciudad rusa de Chelyabinsk. Eran las 9.20 de la mañana, hora local. Fue un flash tremendo. Cegador. Más brillante que el propio Sol. La explosión generó un trueno que se escuchó a decenas de kilómetros a la redonda. Y su onda expansiva destruyó casi todos los vidrios de la ciudad, y hasta derribó varias paredes. Afortunadamente no hubo muertos, pero más de mil personas resultaron heridas (casi todas por fragmentos de vidrios que volaron por el aire). Sin que jamás lo hubiese sospechado, el fotógrafo ruso Marat Ametvaleev fue uno de los aterrorizados testigos del fenómeno. Y quizá quien mejor lo registró: aquí está la imagen, casi surrealista, del estallido del pequeño asteroide, que ese día cruzó su camino con el de la Tierra. Y al lado, la monstruosa estela de vapor y polvo que dejó la explosión. Gracias a este impresionante registro fotográfico, y a otras imágenes capturadas por cámaras callejeras y particulares, los científicos pudieron determinar la órbita original del malogrado invasor: originalmente, el “meteoro de Chelyabinsk” era uno de los tantos asteroides “Apolo”, una de las familias de rocas espaciales que, de tanto en tanto, cruzan la órbita terrestre. Y algunos de sus restos han sido encontrados en las cercanías de la ciudad rusa. Se estima que episodios de este calibre ocurren una vez por siglo en nuestro planeta. De hecho, éste fue el caso más importante desde el legendario (y mucho más devastador) episodio ocurrido en la boscosa zona del río Tunguska, Siberia, en 1908.
No todos los años traen bajo el brazo dos cometas lo suficientemente brillantes como para verlos a ojo desnudo. Y menos aún dos al mismo tiempo, compartiendo una misma zona del cielo. Y bien, eso pasó a fines de febrero y comienzos de marzo, cuando los cometas Lemmon (C/2012 F6) y PanSTARRS (C/2011 L4) brillaron juntos en los anocheceres del Hemisferio Sur. El PanSTARRS fue el más notable de los dos: alcanzó una magnitud de 1,5 (equiparable a las estrellas más brillantes del cielo). Al punto tal que se observó a simple vista en ciudades como Buenos Aires. Lógicamente, las mejores plateas para disfrutar del doblete cometario no estuvieron en las grandes urbes (envueltas de “contaminación lumínica) sino en las zonas rurales, desérticas y montañosas: esta imagen fue tomada por el astrofotógrafo Yuri Beletsky –del Observatorio Europeo Austral (ESO)– en el Desierto de Atacama, Chile. La región con los cielos más oscuros, secos y transparentes del planeta. El cometa Lemmon aparece arriba y a la izquierda, y el PanSTARRS, abajo y a la derecha (apenas sobre el horizonte). Una postal para el recuerdo.
Nos vamos mucho más lejos: la preciosa galaxia NGC 4725 está situada a 41 millones de años luz de la Vía Láctea. O lo que es lo mismo: su luz tardó 41 millones de años en llegar hasta aquí. Mide unos 100 mil años luz de diámetro (un poco menos que la nuestra), y a primera vista podría parecernos una típica galaxia espiral. Sin embargo, no lo es: a diferencia de la mayoría de las de su clase, NGC 4725 es una galaxia espiral de un solo brazo. Y ese brazo –formado por miles de millones de estrellas, y masas de gas y polvo– nace de su amarillento núcleo (donde predominan poblaciones estelares más viejas), y lo envuelve varias veces, cual si fuera una serpiente abrazada a un tronco. Aquí vemos a NGC 4725 en toda su gloria, fotografiada por el súper telescopio japonés Subaru (ubicado en la cima de un volcán, en Hawaii), con cierta ayudita del Hubble. En la imagen, publicada en mayo, también aparece otra galaxia: es una espiral convencional y mucho más lejana.
Volvemos a nuestra galaxia. Y volvemos a otro clásico del cielo: la Nebulosa del Anillo. Está a unos 2300 años luz de aquí. Y vista con telescopios, parece un circulito de humo gris, flotando entre las estrellas. Sus colores y detalles más finos sólo son visibles en fotografías telescópicas de larga exposición. Esta nebulosa, también conocida como M 57, no es otra cosa que el cadáver de una estrella que, alguna vez, fue parecida al Sol. Una cáscara, más o menos esférica, de gases en expansión, en cuyo centro se esconde una “enana blanca”: el remanente, denso y caliente, del antiguo núcleo de la estrella. Tan caliente que ioniza los gases circundantes, haciéndolos brillar en distintas longitudes de onda. Los colores hablan químicamente: el azul es helio ionizado; el cian, hidrógeno y oxígeno; y el rojo, nitrógeno y azufre. La Nebulosa del Anillo ha sido fotografiada incontables veces. Pero esta imagen del Hubble, publicada en mayo, es la mejor de todas.
Esta foto es tan bonita, como curiosa y juguetona. Y si bien algunos prefieren llamarla –informalmente, claro está– la “marsopa”, nosotros preferimos su otro nombre popular: “el pingüino y el huevo”. En realidad, esta simpática figura esconde un drama de proporciones galácticas. Una danza cósmica en la que uno de sus protagonistas ha sufrido una impresionante y gradual deformación gravitatoria. El “pingüino” es la muy distorsionada galaxia espiral NGC 2936. Y el “huevo” es su vecina: la elíptica NGC 2937. Un par situado a 326 millones de años luz de la Vía Láctea. Veamos algunos detalles interesantes: el azulado “pico” del pingüino muestra “estallidos” de formación estelar, resultantes de la violenta compresión de nubes de gas y polvo. El “ojo” es el núcleo de la galaxia. Y esa especie de “venas” rojizas, que contrastan contra el brillo estelar de fondo, son masas de polvo oscuro, arrancadas del plano principal de NGC 2936. Esta postal, tomada por el Hubble y publicada el pasado 20 de junio, es apenas un fotograma suelto de un dramático largometraje de cientos y cientos de millones de años de duración. La única escena de la que seremos testigos en nuestras vidas. Dentro de mil millones de años, “el pingüino y el huevo” se habrán fundido en una única galaxia. Y sus momentáneas siluetas quedarán perdidas en algún rincón de la memoria del cosmos.
El viernes 19 de junio, y por primera vez en la historia, la Tierra fue fotografiada, casi al mismo tiempo, desde dos planetas del Sistema Solar. La sonda Cassini (NASA/ESA) la fotografió desde Saturno, mientras que la Messenger lo hizo desde Mercurio. A decir verdad, la primera imagen fue tomada con absoluta programación y cuidado. De hecho, aquel día, la NASA organizó una simpática campaña llamada “Saluda a Saturno” (en la que mucha gente, especialmente en Estados Unidos, miró al cielo –diurno– y “saludó” en el momento estimado en que Cassini apuntaba su cámara hacia aquí). Pero la otra vista de la Tierra (y de la Luna, junto a ella) fue bastante casual: fue parte de un relevamiento fotográfico realizado por Messenger, destinado a detectar eventuales lunitas en torno de Mercurio (un planeta que, hasta ahora, no parece tener ninguna). Así nos veíamos desde Saturno y Mercurio, aquel 19 de junio, cuando estábamos a 1440 y 98 millones de kilómetros, respectivamente, de nuestros lejanísimos “fotógrafos”.
Aquí, nuestro planeta se ve mucho mejor. Claro, esta maravillosa vista de la Tierra fue obtenida por el satélite meteorológico ruso Elektro-L, desde una órbita geoestacionaria. A tan sólo 36 mil kilómetros de distancia, Elektro-L saca fotos del planeta cada media hora. Pero ésta es sumamente especial: fue tomada el 22 de septiembre, durante el último equinoccio. Sólo durante los dos equinoccios del año (cuando el eje de rotación terrestre no está inclinado ni hacia delante, ni hacia atrás, en dirección al Sol), nuestro planeta recibe luz solar de polo a polo. Por eso esta imagen nos muestra a la Tierra completa. O mejor dicho, a la mitad (diurna) –polos incluidos– que miraba hacia el Sol en el momento en que el satélite de Roscosmos (la agencia espacial rusa) lograba esta foto de colección.
De la Tierra vista de cerca pasamos a Saturno visto desde “arriba”: el 10 de octubre, la sonda espacial Cassini tomó esta foto (que, en realidad, es un mosaico de 12 tomas individuales ensambladas) desde una perspectiva polar (Norte, en este caso). Una vista imposible de obtener desde la Tierra. No sólo por una obvia cuestión de distancias (que impiden lograr semejante nivel de detalles, aun con los telescopios más grandes) sino también porque desde aquí resulta imposible ver el lado nocturno de Saturno. Los expertos y las publicaciones especializadas coinciden: ésta no sólo es una de las fotos astronómicas del año sino, también, una de las más impresionantes, jamás obtenidas, del sexto planeta del Sistema Solar.
Y para cerrar esta colección de las 10 imágenes astronómicas del año (sin contar la “yapa”, que va aparte), compartimos esta histórica foto, que da cuenta de uno de los sucesos más importantes de la astronáutica contemporánea: la llegada de la nave china Chang’e 3 –no tripulada– a la superficie de la Luna. Una hazaña científica extraordinaria, que sube al coloso asiático al exclusivo podio de naciones que han logrado hacer pie en nuestro satélite (las otras dos, obviamente, son Estados Unidos y la ex Unión Soviética). Chang’e 3 despegó el 1º de diciembre, a bordo de un cohete Larga Marcha 2, desde la base espacial de Xichang, al sudoeste de China. Y el 14 de diciembre, a las 10.11 de la mañana (hora argentina), alunizó en la llanura volcánica de Sinus Iridum, la “Bahía del Arco Iris” (un antiquísimo y enorme cráter, que se inundó de lava hace 4 mil millones de años). Fue el primer alunizaje “suave” desde 1976, cuando la Unión Soviética puso a la nave Luna 24 en suelo selenita.
No era poco. Pero había más: Chang’e 3 llevaba a bordo a Yutu, un vehículo de seis ruedas del tamaño de una heladera y 120 kilogramos de peso. Y aquí lo vemos ya en suelo lunar, tras haber descendido por una doble rampa desde su nave madre. Así, Yutu se convirtió en el primer rover que se pasea por la Luna en cuarenta años: su antecesor fue el soviético Lunokhod 2, en 1973. Su nombre fue elegido en una encuesta por Internet en la que participaron 3 millones de personas. Y proviene de un antiguo mito chino: Yutu es el conejo que acompaña a la diosa lunar Chang’e. Y bien, desde hace varios días, este explorador robot viene estudiando la superficie lunar con cámaras y espectrómetros, para obtener datos químicos y geológicos. Incluso lleva un radar para hacer sondeos del subsuelo selenita. Según parece, su misión primaria durará 3 meses (recorriendo hasta 200 metros por hora). Y la de su nave madre, todo un año. Así, China suma un nuevo hito a su programa espacial, que ya tiene en su haber varias misiones tripuladas en la órbita terrestre, y a la Estación Espacial Tiangong 1 (que aparece en la exitosa película Gravity). Y todo indica que va por más, incluyendo una misión tripulada a la Luna, hacia 2025.
Hemos recorrido el año de punta a punta. Desde el tremendo meteoro de Chelyabinsk hasta la llegada de China a la Luna, pasando por cometas, planetas, nebulosas y galaxias. Nos queda la prometida “yapa”. Otra imagen y otra historia. Y luego, sí, ya cerramos las puertas de nuestro “Universo 2013”. Quién sabe qué maravillas astronómicas estaremos compartiendo, en estas mismas páginas, dentro de un año...
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