› Por Pablo Capanna
Cualquiera diría que no es fácil encontrar un hilo conductor que pueda atravesar la crítica de arte, el psicoanálisis y la novela policial, y a la vez logre vincular a los que las practican con los adivinos, los rastreadores y hasta los ficheros policiales, para descubrir la compleja trama de filiaciones que une a todos esos elementos. Una de las pocas personas que estuvieron en condiciones de hacerlo fue el historiador italiano Carlo Ginzburg, el promotor de la microhistoria, que muchos conocerán por su brillante ensayo El queso y los gusanos.
Mucha gente parece creer que existe un solo método científico (esto es, el experimental) y que es posible aprenderlo con un par de clases de epistemología. Lo único que alcanzan a explicarnos es por qué entonces no podemos ser todos como Galileo o Einstein. A esa gente, Stephen Jay Gould les hacía saber que la biología evolutiva no hace experiencias, como tampoco las hacen la astronomía y la cosmología, que están entre las ciencias más antiguas. Eso, para no hablar de la matemática y de la lógica, que ni siquiera se ocupan de hechos. A los que no se dieron cuenta, habría que recomendarles la lectura de Morelli, Freud y Sherlock Holmes, un trabajo de Ginzburg donde se muestra precisamente que las cosas son mucho más complejas de lo que parecen y hasta pueden estar sujetas a factores imponderables.
Ginzburg comienza por recordarnos que Freud admitía que, a la hora de trazar los lineamientos de su metodología psicoanalítica, se había inspirado en la obra de un crítico de arte ruso llamado Iván Lermolieff, a quien otros conocían con el nombre de Johannes Schwarze. Cuando Freud se enteró de que ambos nombres eran seudónimos del médico italiano Giovanni Morelli (que también podía haberse puesto Juan Moreno, porque todos esos nombres significaban lo mismo) tuvo a quién agradecerle.
Morelli se había hecho famoso por denunciar algunas falsificaciones que pasaban por ser obras de pintores célebres y por haber descubierto quién era el autor de otras que tradicionalmente les eran atribuidas. El método que seguía el italiano no dejaba de encontrar cierta resistencia entre los críticos profesionales, que lo tildaban de “positivista”. Morelli se basaba en la observación y el análisis de los pequeños detalles. Cada pintor tenía una manera única de dibujar una oreja, una nariz o el pliegue de un vestido. Eso era algo así como su firma o huella digital, que el falsificador no atinaba a reconocer por más que se empeñara en imitar su estilo.
Gracias a esos indicios se podía reconocer a un autor. La suma de todos ellos le permitía a Morelli construir una suerte de identikit de cada pintor, de la misma manera que el detective traza el perfil del presunto criminal no sólo en base a datos objetivos como las impresiones digitales, sino prestando atención a los mínimos vestigios de su presencia.
Lo primero que nos viene a la mente cuando hablamos de estas cosas son las famosas “deducciones” de Sherlock Holmes. El detective de Conan Doyle era capaz de inferir, partiendo de una manga gastada o de un botón flojo, cuál era la profesión de un sujeto y hasta cuál era su plato favorito. De hecho, a la hora de diseñar a su infalible Sherlock, Conan Doyle había tomado como modelo al doctor Joseph Bell, su profesor en la escuela de medicina, que le había enseñado a diagnosticar tomando en cuenta aun los indicios más insignificantes.
Lo que ocurría era que los tres personajes (Morelli, Freud y Conan Doyle) habían tenido formación como médicos. Su metodología reflejaba la herencia de toda una tradición de diagnóstico, que se remonta a Hipócrates. Había sido precisamente el padre de la medicina quien pusiera en primer plano la “autopsia”, un término que entonces significaba mirar con los propios ojos y no dejarse llevar por los prejuicios. El hecho es que todavía hablamos de la facies hipocrática para describir el semblante de un moribundo.
Pero Ginzburg se animaba a dar un salto más largo, y nos remontaba a esos arcaicos rastreadores y cazadores que eran capaces de interpretar huellas imperceptibles para cualquier otro, sin perder jamás el rastro de la presa. Si a ellos se les atribuía un “sexto sentido”, también era costumbre celebrar el “ojo clínico” de los buenos diagnosticadores. Sin embargo, la habilidad de unos y otros era esencialmente lógica. Lo que hacían era inferir a partir de hechos poco evidentes y formular hipótesis acerca de sus causas.
Una leyenda que circuló durante siglos por todo el Cercano Oriente nos hablaba de los tres príncipes de Serendip (Ceylán), que habían sido capaces de encontrar el botín de un robo observando detalles como las briznas de pasto pisoteadas o la huella despareja de unas ruedas. Cuando Horace Walpole se hizo eco de esa historia, creó la palabra serendipia. Pero el significado que acabó por tener el término (descubrimiento casual y afortunado) no hace justicia a las habilidades que la leyenda atribuía a los príncipes. Voltaire también se apropió de ella, y Thomas Huxley la citó para elogiar a Darwin.
Por si faltaba algo, Ginzburg establecía otra comparación audaz que le permitía encontrarse con el mismo paradigma conjetural en las fichas antropométricas de Bertillon (diseñadas con principios análogos a los de Morelli) y las huellas digitales, de fama universal. En este repertorio de recursos policiales sólo faltaría añadir el ADN.
Los buscadores de fósiles sin duda están entre los responsables de que hayamos ido reconstruyendo cada vez mejor el árbol evolutivo. Se trata de personajes de una categoría ambigua, que oscilan entre el sabio de laboratorio y el baqueano de campo. Algunos les niegan status de científicos, porque generalmente carecen de diplomas, hacen pocos cursos y raramente publican papers. Pero los científicos dependen de ellos y de su pericia para encontrar, a veces de manera inesperada pero casi nunca casual, ese fósil que puede quemarles los papeles a todos los teóricos.
Los primeros dinosaurios, como el iguanodonte de Gideon y Mary Ann Mantell (1820) y el megalosaurio de Buckland (1824), aparecieron en Inglaterra. Cuando Richard Owen les puso nombre, la dinomanía dio sus primeros pasos. Para la Feria Mundial de Londres (1851), el príncipe Alberto mandó hacer unas esculturas (por cierto bastante fantasiosas) para que los grandes saurios se incorporaran a la fauna británica. El principal atractivo que ejercían sobre el público era su capacidad para evocar a los dragones de los cuentos de hadas.
El interés por los dinosaurios pronto llegó a las nuevas universidades norteamericanas, que aspiraban a darles prestigio a sus museos y disponían de generosos presupuestos. Hacia 1860, en Estados Unidos ya había algunos buscadores de huesos que se hacían ricos surtiendo de fósiles a las universidades.
El más famoso fue Barnum Brown, que murió en 1963, después de cumplir cien años. Le habían puesto por nombre Barnum en homenaje al creador del circo Barnum. Había abandonado el doctorado para dedicarse a buscar restos fósiles, y su fama era tal que le atribuían poderes misteriosos. En la primera década del siglo XX, Brown encontró nada menos que tres ejemplares de Tyrannosaurus Rex, uno de los dinosaurios más raros.
Luego, el tiranosaurio dejó de ser el rey desde que el argentino Giganotosaurus Carolini le ganó por un metro, pero nadie le quita el prestigio que tuvo en las películas de Hollywood anteriores a Jurassic Park. Allí solía vérselo empeñado en monstruosa lucha con el triceratops bajo la atenta mirada de unos cavernícolas, que lamentablemente sólo aparecerían unos millones de años después.
Después de los tres tiranosaurios incompletos que encontró Brown, aparecieron fragmentos de diez más, pero hubo que esperar hasta 1990 para descubrir un esqueleto prácticamente completo en Dakota del Sur. Dada la rareza de los tiranosaurios, de tardía aparición en el proceso evolutivo, era un acontecimiento tan notable como hubiera sido encontrarse con una mina de diamantes.
Como el esqueleto parecía ser de una hembra, en el mismo yacimiento había huesos de tres cachorros y su descubridora se llamaba Susan Hendrickson, lo bautizaron Tyrannosaurus Sue. Pero cuando comenzaron las negociaciones para vendérselo a un museo, la comunidad sioux (dueña de esas tierras) le hizo un juicio al Black Hills Institute, para quien trabajaba Susan. Peter Larson, su titular, estuvo a punto de ir a la cárcel, pero quedó libre tras pagar una jugosa multa.
Susan Hendrickson, por su parte, se hizo famosa y no faltó quien la comparara con Indiana Jones, el arqueólogo de las películas, de quien se decía haber sido inspirado por Barnum Brown. Pero si Indiana Jones podía ser tanto aventurero como una eminencia académica, Susan pertenecía a la especie de los baqueanos y rastreadores, y a Ginzburg le habría encantado ponerla de ejemplo.
Susan había sido una lectora infatigable pero una estudiante rebelde, que abandonó la escuela a los 17 años. Vivió un tiempo en Florida, donde ella y su pareja se ganaban la vida pintando botes, cazando langostinos o juntando especímenes para el museo oceanográfico. A lo largo de su carrera, Susan buceó en distintos mares, buscando fósiles de cetáceos en Perú, piezas de ámbar en Santo Domingo, los tesoros de un galeón español en Filipinas y los de un barco romano en Egipto. A pesar de que no tenía el menor currículum académico, le dieron un doctorado honoris causa en el año 2000. Habiendo gente que acumula toneladas de papers pero no es capaz de tener una sola idea, reconocer los méritos de un empírico exitoso no está de más, sobre todo cuando lo que hace es tan útil.
Encontrar los huesos de un tiranosaurio entero puede ser un golpe de suerte. Los restos de esa antigüedad han estado expuestos durante millones de años a toda clase de peligros, comenzando por los predadores que mastican o pulverizan los huesos de sus presas, y acabando con los factores sísmicos o climáticos que destruyen al yacimiento. Hacer lo que hizo Sue aquel día de calor agobiante en medio de un páramo requiere cierta capacidad de observación que los legos no tenemos. También significa contar con cierto bagaje de estudios: Sue era una de esas personas que aprenden todo acerca de lo que les interesa y no parecen sentir mucha curiosidad por el resto.
Fue así como observó al pie de un barranco algunos fragmentos de huesos que se habían desprendido de la pared rocosa y pensó que podría haber más, sin sospechar aún a qué especie pertenecían. La zona era propicia para encontrar restos de dinosaurios, pero lo que a Sue le llamó la atención fue que los huesos estuvieran huecos como los de un ave. Sabía que ésa era una característica que distinguía a los tiranosaurios.
Así empezó la paciente tarea de fijar y liberar los restos, que demandó los esfuerzos de un equipo de 6 personas a lo largo de 17 días. Sue confesó que al hacerlo se había sentido como una escultora que iba sacando a la luz las formas encerradas en la roca arenosa.
Algo de eso había, porque la naturaleza de su tarea oscilaba entre la artesanía y el arte. Quizá no supiera que Rodin había dicho alguna vez que la tarea del escultor era precisamente ésa: tomar un bloque de mármol y quitar todo lo que sobraba, hasta dejar El beso o la Victoria de Samotracia. Tan fácil como encontrar un tiranosaurio y sacarlo entero.
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