Sábado, 1 de febrero de 2014 | Hoy
NEUROCIENCIA Y ESTRéS POSTRAUMáTICO
Por Esteban Magnani y Luis Magnani
El neurocientífico Justin Feinstein, de la Universidad de Iowa, EE.UU., ha pasado los últimos 6 años intentando, en lo que parece un juego de hermanitos, dar miedo a una mujer apodada SM. A decir verdad, puso en la causa todo su empeño: le mostró películas como El resplandor o El silencio de los inocentes; la llevó a un negocio de serpientes e insectos, donde SM estuvo a sus anchas y hasta quiso tocar una tarántula –por curiosidad–; y la hizo entrar en una “casa encantada” donde de repente aparecían figuras fantasmagóricas. Los registros mostraron que SM, de cuarenta años, permanecía imperturbable. Más aún, al verificar su domicilio, advirtió que vivía en un barrio donde abundaban las drogas y los delincuentes y que había sido asaltada dos veces, a punta de cuchillo y de pistola. Al narrar los hechos, SM afirmó que en ningún momento sintió miedo. Otra vez, le contaron sus hijos, SM recogió una serpiente enorme que corría riesgo de ser pisada al intentar cruzar una calle. Cabe aclarar que SM tiene un coeficiente intelectual en el rango normal y que se prestó voluntariamente a las experiencias.
La conclusión de Feinstein a lo largo de años de investigaciones, que publica con regularidad, fue que el deterioro de la parte inferior de su cerebro, más precisamente la amígdala, inhibía la posibilidad de detectar y evitar el peligro. Ocurre que tanto SM como dos mellizas, identificadas como AM y BG, que sufren la enfermedad de Urbach-Wiethe, han perdido el buen funcionamiento de su amígdala cerebral –un hecho poco común– y parecen incapaces de experimentar miedo o pánico. Ya existía la convicción de que esta parte del cerebro, conformada por dos estructuras parecidas a almendras, estaba relacionada con la experiencia del miedo, entre otras. Los estudios realizados sobre estas tres personas confirmaban la presunción.
Pero en febrero de 2013, Feinstein y su equipo publicaron un estudio en la revista científica Nature Neuroscience que indica que las cosas no son tan simples. Según cuentan allí, sometieron a las tres mujeres a una nueva experiencia: les pusieron una máscara que mezclaba con el aire un 35 por ciento de dióxido de carbono (CO2) capaz de dar una horrible sensación de asfixia. Y cuando las mujeres sintieron que no podían respirar, ocurrió algo sorprendente: se asustaron, jadearon, entraron en pánico, la angustia se reflejó en sus rostros e intentaron sacarse la máscara pidiendo ayuda a los gritos. El equipo de investigación quedó totalmente perplejo.
Como suele ocurrir con los sinuosos caminos de la ciencia, el equipo debió incluir la nueva información para refinar su hipótesis. Así fue que dedujeron que la amígdala no es tanto el lugar en el que se experimenta el miedo como la parte encargada de recoger datos del mundo exterior que eventualmente conducen hacia él. Por ejemplo, distintas pruebas demostraban que SM era capaz de confiar en gente que invitaba a todo lo contrario o que se sentía cómoda con distancias interpersonales mucho menores que el promedio. Justamente, la amígdala suele funcionar como alarma cuando alguien se acerca demasiado como para incomodarnos. SM tampoco miraba a los ojos, ni era capaz de reconocer expresiones faciales y detectar los estados de ánimo ajenos, sobre todo cuando se le daba tiempo para analizarlos (no así cuando eran demasiado breves como para percibir las expresiones conscientemente). Sobre esta base, los científicos supusieron que existe una serie de alarmas inconscientes acerca del peligro, que la amígdala procesa de forma consciente. Este último paso es el que parece faltar a estas mujeres.
Con estos datos, Feinstein comenzó a intuir que la amígdala se limita a recoger información sobre las amenazas externas, en tanto que problemas como la asfixia despiertan otro tipo de alarmas. Incluso, la reacción de las tres pacientes al respirar el CO2 fue más dramática que la de sujetos con la amígdala sana. Feinstein atribuyó esto a que, justamente, ellos habían podido incluir en su miedo la certeza de que nadie los dejaría morir en un laboratorio, mientras que esta información sobre el contexto no había podido ser recogida ni por SM ni por las mellizas. Es más, cuando se invitó a las pacientes a repetir el experimento, no tuvieron ninguna reacción negativa y se acercaron sin percibir que vivirían nuevamente una experiencia capaz de aterrorizarlas.
Feinstein, el investigador, tiene un interés práctico para avanzar con sus investigaciones sobre el miedo: es mucha la gente que sufre del trastorno de estrés postraumático (TEPT). Este tipo de patología se produce en gente que vivió desde desastres naturales como una inundación o un incendio, hasta asaltos, violencia doméstica, violaciones, etc. Los síntomas pueden aparecer enseguida o hasta décadas más tarde del hecho y pueden ser, entre otros, pesadillas, alucinaciones, ansiedad, pérdida de interés o palpitaciones, debido al recuerdo involuntario del trauma.
Pero el TPET (o PTSD, por posttraumatic stress disorder, expresión que apareció a mediados de los ’70 gracias a los activistas que se oponían a la guerra de Vietnam) es particularmente grave en los EE.UU., un país que entra en guerra con asiduidad, lo que deja a miles de veteranos en estado de constante sufrimiento. El tratamiento es a largo plazo y combina fármacos (ansiolíticos y antidepresivos son los más usados) con psicoterapia. En consecuencia, es comprensible la inquietud de Feinstein, que busca la posibilidad de operar mejor y directamente sobre la amígdala o los sectores del cerebro donde se procesa el miedo.
En cualquier caso, el lugar o los lugares en los que se refugia el miedo parecen cercanos a ser revelados.
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