Sáb 15.02.2014
futuro

El arqueólogo diletante

“A toda prisa he desenterrado el tesoro con un cuchillo grande, lo cual me ha costado muchos esfuerzos y hasta correr un peligro serio, pues el muro que estaba socavando amenazaba a cada momento con derrumbarse y enterrarme entre sus escombros. Pero la contemplación de tantos objetos, todos ellos de valor incalculable, me prestaba una audacia loca y no pensaba en el peligro.”

Así relató Heinrich Schliemann en su diario de excavación el momento que lo consagraría como el arqueólogo más famoso del siglo XIX. La fecha: 14 de junio de 1873; el lugar: Hissarlik, una colina de unos 230 metros de longitud y 160 de ancho que se levanta en medio de una planicie cercana a la costa del mar Egeo, en Turquía.

A unos ocho metros de profundidad, entre las piedras y el barro de la fosa, el brillo del oro resplandecía bajo el sol de la mañana. Schliemann no dudó, estaba completamente convencido de que ante su vista se encontraba el tesoro del legendario Príamo, rey de los troyanos asesinado por el hijo de Aquiles durante el saqueo e incendio de la mítica ciudad de Troya.

Luego de tres temporadas de trabajo de-safiando al calor y la malaria, y un día antes de detener definitivamente las excavaciones con las cuales había demostrado a los arqueólogos más relevantes de la época que su hipótesis sobre la localización de las ruinas de Troya era correcta, Schliemann logró desenterrar el tesoro más fabuloso en la historia de la arqueología hasta ese momento: un total de 8833 piezas de oro y plata entre las cuales había diademas, brazaletes, cadenas, broches, botones y numerosos objetos de diminuto tamaño.

La carrera abierta al talento

En La era de la revolución (1789-1848), primer tomo de su monumental historia contemporánea, el historiador inglés Eric Hobsbawm afirma que: “El resultado más importante de las dos revoluciones (la francesa y la industrial) fue, por tanto, que se abrieran carreras al talento, o por lo menos a la energía, la capacidad de trabajo y la ambición”.

Heinrich Schliemann, nacido en 1822 en Neubukov, un pequeño pueblo de la región de Mecklenburg, Prusia, reunía en su persona cada una de las características que detalla Hobsbawm y encarnaba en versión germana el prototipo del self made man del siglo XIX.

Hijo de un pastor protestante de dudosa reputación, a los 19 años y luego de trabajar como aprendiz en un almacén de pueblo, el joven Schliemann se instaló en Hamburgo decidido a hacer fortuna. Obsesivo, avaro y meticuloso, tras pasar por diferentes empleos relacionados con el comercio internacional logró independizarse e instalar su propia casa comercial. A partir de ese momento desarrolló una vida de negocios que lo llevó de Rusia a Estados Unidos y que lo convirtió en multimillonario antes de cumplir los cuarenta años.

Además de habilidad para los negocios y ambición, Schliemann contaba con un talento muy especial que le sería de gran utilidad tanto para el comercio como para la arqueología: la facilidad para aprender idiomas de manera autodidacta.

Cuarenta años después de la muerte de Schliemann, su viuda contrató a Emil Ludwig, famoso por sus obras sobre Chopin, Napoleón y Beethoven, para escribir la biografía del arqueólogo. Cuando Ludwig se puso a revisar los papeles y documentos que había dejado Schliemann encontró que estaban escritos en veinte idiomas distintos, entre ellos, griego antiguo: Schliemann tenía la costumbre de redactar sus diarios de viaje en la lengua del país en donde se encontraba.

A los 42 años, en la cumbre del éxito como comerciante, decidió liquidar sus negocios, vivir de rentas y dedicarse a conseguir algo que su fortuna no le había dado todavía: estudios superiores y reconocimiento en los ambientes de la alta cultura. Schliemann se instaló en París y comenzó a estudiar en la Universidad de La Sorbona literatura y filosofía.

Nace un arqueólogo

¿Por qué una persona enormemente rica decide ponerse a buscar a los 46 años los restos de una ciudad desaparecida milenios atrás? En su autobiografía, escrita poco antes de morir, se puede leer: “Por fin me fue posible hacer realidad el sueño de mi vida: visitar con el ocio requerido el escenario de los acontecimientos que despertaron en mí tan profundo interés, la patria de los héroes cuyas aventuras embelesaron y consolaron mi infancia”.

Según su propio testimonio, cuando era niño Schliemann escuchó los relatos sobre los héroes homéricos de boca de su padre y, extasiado por esas historias, dedicó toda su carrera como comerciante a obtener los medios para lanzarse a cumplir con los sueños de su niñez.

¿Cuánto hay de verdad en esas declaraciones? Muy poco, según biógrafos posteriores. Como forma de emular a otras personalidades importantes del siglo XIX, Schliemann sólo habría querido mostrarse ante los demás como un gran hombre que siempre conoció cuál era el destino de su vida y que gracias al talento y al esfuerzo personal consiguió hacerlo realidad.

Debates aparte, lo cierto es que tras pasar por Itaca, la patria de Ulises, en 1868 Schliemann se encontraba cerca del estrecho de los Dardanelos, en Turquía, decidido a encontrar los restos de las murallas y los palacios troyanos.

Una de las claves del éxito de Schliemann, un advenedizo en temas arqueológicos, fue su confianza ciega en Homero. La mayoría de los hombres de ciencia de la época negaban cualquier tipo de valor documental a los versos homéricos. En cambio, Schliemann estaba totalmente convencido de que La Ilíada, más allá de las fabulosas acciones que héroes como Aquiles y Héctor realizan en sus páginas, o de la participación de los dioses en los destinos de la guerra que Homero describe, no era sólo un mito, sino la trasmisión ficcional de sucesos históricos reales.

Si bien ya a principios del siglo XIX algunos investigadores sostenían que en la colina de Hissarlik se hallaban los restos de Troya, entre los arqueólogos existía el consenso generalizado de que en verdad la mítica ciudad se encontraba en otra elevación cercana a la aldea de Bunarbashi.

Schliemann primero se dirigió a Bunarbashi. Con La Ilíada en sus manos, comenzó a relevar la zona comparando lo que veían sus ojos con la descripción del terreno que brindan los versos homéricos. La primera discrepancia que notó es que en La Ilíada Homero afirma que al pie de la colina donde se hallaba Troya había sólo dos manantiales, uno de agua fría y otro de agua caliente; sin embargo, en los alrededores de Bunarbashi Schliemann encontró treinta y cuatro fuentes en un radio de quinientos metros y ninguna de agua caliente.

Siempre siguiendo a Homero, Schliemann también confeccionó una cronología de la batalla de Troya para sacar conclusiones sobre la topografía y las distancias entre los distintos lugares en que se desarrollaron las acciones. Al aprendiz de arqueólogo le llamaron la atención los catorce kilómetros que median entre Bunarbashi y la costa del mar Egeo, lugar en donde según Homero se encontraban el fondeadero de las naves y el campamento de los griegos.

En La Ilíada se sostiene que durante el primer día de batalla algunos de los soldados griegos recorrieron seis veces la distancia entre el fondeadero y la ciudad. “La distancia del campamento griego a Troya debió ser entonces muy pequeña, menos de cinco kilómetros. Bunarbashi está a catorce kilómetros del promontorio Sigeo. Si Troya hubiese estado emplazada en sus colinas, por lo menos habrían tenido que recorrer ochenta y cuatro kilómetros”, reflexionó Schliemann, para luego concluir: “Es incomprensible que se hayan podido considerar las elevaciones de Bunarbashi como el emplazamiento de Troya. No se puede explicar sino suponiendo que vinieron aquí viajeros con una opinión preconcebida que, por así decir, los encegueció, pues con una mirada clara e imparcial es imposible conciliar la posición de estas elevaciones con los datos aportados por La Ilíada”.

Luego de desechar Bunarbashi como el sitio en donde excavar en busca de los restos de la legendaria ciudad, Schliemann se dirigió a la colina de Hissarlik. Frank Calvert, cónsul estadounidense y arqueólogo de tiempo parcial, había sostenido algunos años antes la osada hipótesis de que la Troya homérica se encontraba allí. Incluso Calvert había comprado parte de la colina y había comenzado algunas excavaciones con recursos propios.

Si bien en sus inmediaciones no había manantiales como los descriptos por Homero, a juicio de Schliemann la topografía de Hissarlik se ajustaba de buen modo al paisaje de La Ilíada. El mar se encontraba relativamente cerca y las dimensiones de la colina no contrariaban hechos centrales de la guerra, como las tres vueltas a la ciudad que dieron Aquiles y Héctor en su combate personal. Además, con muy poco esfuerzo podían encontrarse restos de sillares y bloques de mármol diseminados por la zona.

Schliemann se fue de Turquía convencido de que Hissarlik era el lugar correcto e intentó convencer a los arqueólogos más prestigiosos sobre la validez de su teoría. Sin embargo no tuvo éxito en su empeño y fue desdeñosamente tratado como un iluso que creía vanamente en relatos fabulosos. Por otra parte, ante los ojos de los doctos, no tenía los suficientes méritos académicos como para emprender una tarea de semejante magnitud.

Por lo tanto, comenzó con los trabajos a título personal, invirtiendo parte de su fortuna y con muy poco apoyo del mundo de la arqueología.

La primera etapa de las excavaciones, que finalizó con el descubrimiento del tesoro, se desarrolló durante tres temporadas, entre 1871 y 1873. Durante este período descubrió muros y construcciones superpuestas que correspondían a sucesivas fases de ocupación, lo cual llevó a Schliemann a dividir las ruinas en siete estratos, cada uno de ellos correspondiente a una etapa histórica distinta.

Sin embargo, y más allá de lo fabuloso del tesoro descubierto, inmediatamente surgieron dudas entre los eruditos sobre las conclusiones que había sacado Schliemann, quien no dudaba de que el tesoro había pertenecido a Príamo y que el recinto donde lo había hallado eran los restos de su palacio. Para despejar dudas, Schliemann realizó nuevas excavaciones entre 1882 y 1884, en las cuales contó con la colaboración de Wilhem Dörpfel, un joven arquitecto que había realizado excavaciones en las ruinas de Olimpia. Luego de estos trabajos, y gracias a los conocimientos de Dörpfel, Schliemann admitió que estaba equivocado y que las ruinas y el tesoro que había atribuido a la etapa homérica en verdad pertenecían a otro período histórico.

En la actualidad, la tesis que tiene mayor consenso entre los arqueólogos es que en Troya se encuentran diez capas superpuestas de ruinas, lo cual indica diez fases sucesivas de ocupación. La más antigua es Troya I, habitada entre el 2920 y el 2600 a. C., mientras que Troya X, la más moderna, fue habitada entre los siglos XII y XIV de nuestra era.

La autenticidad o no de la guerra de Troya aún genera controversias. Aquellos que sostienen que en verdad hubo un conflicto que llevó a la destrucción de la ciudad postulan que éste ocurrió en los tiempos de Troya VII, unos 1250 años antes de Cristo. En cambio, el tesoro descubierto por Schliemann está datado en torno del 2600 a. C., correspondiente a Troya II.

Las peripecias de un tesoro

El saqueo que realizaron las potencias europeas durante el expansionismo colonial no estuvo limitado sólo a la explotación de los recursos naturales de vastas regiones del mundo. Dejando de lado el debate acerca de si fue gracias al accionar de los investigadores europeos que se pudieron preservar valiosos tesoros arqueológicos que de otra forma hubieran sido destruidos, lo cierto es que la mayor parte de los museos del Viejo Continente están abarrotados de piezas de gran valor histórico que fueron extraídas de forma espuria de los territorios sometidos al poder europeo.

El tesoro de Príamo no fue la excepción. En principio Schliemann ocultó el hallazgo del tesoro y lo llevó de forma clandestina a Grecia. Sólo cuando se halló a salvo de las autoridades turcas dio a conocer al mundo la gran noticia. No obstante, y para evitar un conflicto diplomático, años después Schliemann pagó al gobierno turco una indemnización por las joyas.

En principio Schliemann proyectó edificar un gran museo en Atenas para exhibir el tesoro, sin embargo varias desavenencias con el gobierno griego le hicieron cambiar de idea. Luego de varios años de exposición en Londres, el arqueólogo diletante decidió congraciarse con la patria que lo vio nacer y donó el tesoro al pueblo alemán.

El tesoro permaneció en el Museo Nacional de Prehistoria e Historia Antigua de Berlín hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando el director del museo lo embaló en tres cajones de madera para su protección. Pocos días antes de la caída del Tercer Reich, los cajones fueron alojados en un bunker a prueba de bombas cercano al zoológico. En medio del caos que reinaba en Berlín mientras el ejército soviético tomaba el control de la ciudad, los cajones se perdieron sin dejar rastro alguno. Así, el tesoro de Príamo desaparecía por segunda vez.

Durante medio siglo se creyó que las piezas de oro y plata habían sido destruidas en algún bombardeo o que habían sido fundidas y convertidas en lingotes, hasta que en el año 1993 Boris Yeltsin, el primer presidente de la Federación Rusa tras el desmembramiento de la Unión Soviética, reconoció que el tesoro se encontraba en las bóvedas del Museo Pushkin de Moscú.

Heinrich Schliemann murió en Nápoles el 26 de diciembre de 1890. El hallazgo de las ruinas de Troya y del tesoro de Príamo lo hicieron inmensamente famoso y su figura pasó a formar parte de las portadas de los periódicos de la época, tanto para alabarlo como para criticarlo.

Pero ese descubrimiento no fue más que el primero de una serie de grandes sucesos que acompañaron su vida de excavador. Para mayor envidia de sus detractores, científicos de carrera que en principio minimizaron sus hallazgos y luego los atribuyeron sólo a la diosa fortuna, Schliemann realizó nuevos descubrimientos tanto o más valiosos que las ruinas de Troya. Siempre con los poemas homéricos como guía, encontró otro fabuloso tesoro de oro en las tumbas reales de Micenas y excavó las ruinas de Tirinto, lo cual permitió a los arqueólogos empezar a delinear la imagen de las culturas que dominaron el Mediterráneo durante el segundo milenio antes de Cristo. Pero ésa es otra historia.

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