Sábado, 17 de mayo de 2014 | Hoy
Por Marcelo Rodríguez
El inicio del film 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (1968), es por sí sólo un clásico en la iconografía moderna. Allí el director, basado en la novela homónima de Arthur C. Clarke, se la juega al recrear en forma simbólica nada menos que el origen de la humanidad. Bajo el signo de un extraño monolito negro con la forma de un paralelepípedo perfecto, una horda de simios descubre que manipular objetos los vuelve capaces de matar enemigos e incluso animales más fuertes. Festejando su triunfo sobre los huesos de un rival muerto, el macho alfa de la horda lanza hacia lo alto un largo hueso que vuela por los aires y, tras una elipsis de más de 4 millones de años, el fálico símbolo se transforma en una nave cilíndrica que surca el espacio exterior al compás de “Danubio azul”, de Johann Strauss.
Lo que en la novela de Clarke aparece explícito (y en la película no tanto) es que es el objeto el que controla a sus supuestos poseedores, y no al revés. Ese extraño, bello y regular monolito negro procede de una civilización cuyos seres, otrora vivos y sujetos a las leyes biológicas de algún planeta lejano, tomaron una decisión radical. Han delegado su corporalidad en las máquinas. No viajan en naves espaciales. Son naves espaciales. Su subjetividad ya no anida en ningún cuerpo, si es que alguna vez ha estado allí. Sus almas deben ser apenas información alojada en su geometría.
La obra maestra del ingeniero mecánico y economista Frederick Christian Winslow Taylor, nacido en 1856 y fallecido en 1915 en Filadelfia, Pennsylvania, fue la cadena de montaje automotriz que Ford Motor puso en marcha a partir de 1908. Con la invención de la producción en serie, Taylor demostró que usando la cabeza se podía mejorar la productividad de los obreros sin tener que apelar al látigo.
Su invento consistía en descomponer el proceso de fabricación de un objeto en cada uno de sus movimientos necesarios, en el orden necesario, para luego diseñar un mecanismo que lo haga más rápido, con el menor costo posible y eliminando todo lo que estuviera de más.
La línea de producción de Ford ya estaba conformada indistintamente por dispositivos, herramientas y seres humanos, todos funcionando como piezas intercambiables entre sí. Cada operario debía dominar los movimientos precisos requeridos en su puesto, según el punto de la cadena en que se encontraba. A poco más que eso se reducían las capacidades intelectuales que ponían en juego los trabajadores de la línea de montaje.
No obstante, el modo de organización basado en la cadena de montaje supuso una enorme incorporación del componente intelectual en el mundo del trabajo. Con el trabajo industrial organizado así, la autoridad de los mandos gerenciales dejó de residir sólo en la capacidad de presión sobre la fuerza de trabajo. Los ingenieros debían hacer pie en un saber técnico que les posibilitara llevar adelante eficientemente la producción. Debían diseñar un esquema de trabajo (programar) y transmitir las consignas a cada obrero, que a su vez debía traducirla en movimientos y acciones mecánicas: encajar piezas, soldar o ajustar tuercas, como en Tiempos modernos (1936), donde el personaje de Charles Chaplin sale de la fábrica a la calle y, con la cabeza quemada tras la jornada laboral, tiene problemas con los transeúntes por querer “ajustarles las tuercas” con su llave inglesa.
Esa manera de organización industrial (el fordismo) se exportó a todo el mundo y fue el gran modelo de organización de la producción hasta entrada la década de 1970.
Otro fenómeno determinante del crecimiento del componente intelectual en el mercado de trabajo fue la migración masiva del campo a la ciudad en los países industrializados. En El Capital Intelectual (1997), el periodista y economista Thomas Stewart cuenta que en 1869, al final de la Guerra de Secesión, el 40 por ciento de la economía estadounidense era agrícola; medio siglo después, el campo representaba sólo el 14 por ciento del PBI; y sobre el cierre del segundo milenio, el 1,4 por ciento, producido por el 2,8 por ciento de la fuerza laboral. Eso supuso enormes cambios en el modo de vida y en las competencias necesarias para subsistir y prosperar. En 1965, las empresas norteamericanas ya gastaban en papelería, imprenta, calculadoras, máquinas de escribir y otras TIC (las que disponían en aquel momento) el 31 por ciento de sus activos, pero en menos de 20 años, esa proporción ascendió al 80 por ciento.
El capital intelectual de las empresas, cuya fuerza accionaba ese cambio y les permitía enriquecerse, no era ya “un puñado de lumbreras con título encerrados en un laboratorio”, ni tampoco eran las patentes y derechos de autor (“propiedad intelectual”), decía Stewart: era la capacidad de manejar información: “Los bienes de capital necesarios para crear riqueza ya no son tierras, trabajo físico, máquinas herramientas ni fábricas, sino bienes intelectuales”. Era el auge del neoliberalismo. El caso es que las capacidades humanas también se redujeron en buena medida, desde el punto de vista de la necesidad del mercado, a la capacidad de manejar información.
El avance tecnológico era una fenomenal maquinaria de producir nuevos ámbitos a los cuales adaptarse, paisajes y contextos capaces de llenar de contenido la vida social. Con las mismas palabras, los intelectuales del sistema crearon un lenguaje para pocos. “Economía de la información”, “sociedad del conocimiento”, “organizaciones de aprendizaje”, “era posindustrial”. Generar y sostener nuevos discursos pasó a ser la nueva prioridad en los niveles gerenciales del cada vez más numeroso sector terciario, la parte de la economía que no es industria ni produce materias primas.
Las máquinas procesan datos y dan instrucciones de manera mucho más precisa de lo que pueden hacerlo los seres humanos, con lo que los nuevos mandos gerenciales se vieron relevados de esa responsabilidad, que era la condición de su autoridad en el modelo fordista. Los subalternos, muchas veces, estaban más capacitados que sus jefes en las destrezas del trabajo. De lo que carecían era de “liderazgo”, esa nueva capacidad que pasó a ser tan buscada en las nuevas organizaciones, y que aparentemente las máquinas no podían ejercer. El toyotismo, esa nueva forma de organización del trabajo en equipos, había producido el “milagro japonés” y el surgimiento de los Tigres del Sudeste asiático, y en Occidente se estaba cargando a la cadena de montaje como modelo dominante.
Al compás de estos cambios creció la tercerización de servicios. Entre 1979 y 1994, las grandes firmas de la industria norteamericana redujeron su planta casi en un 30 por ciento. Las empresas jóvenes más exitosas, según Stewart, producían casi sin activos y sobre la base de la construcción de marca.
El relato de la tecnocracia asegura que la materia desprovista de inteligencia perdió valor: James Quinn, economista de la Universidad de Dartmouth (Hannover, EE.UU.), calculó que la “información” generaba en los ‘90 las tres cuartas partes del valor agregado en la industria manufacturera estadounidense.
Un microchip está hecho poco más que de un grano de arena; el valor de ese producto en el mercado, sin embargo, está dado por el trabajo necesario para diseñarlo y producirlo. Y eso era todo un símbolo. Stewart sostenía que en la era del microchip, en que los máximos valores estarían puestos –-decía– en la inteligencia y la capacidad, desaparece ese carácter de “alienación” que poco más de un siglo antes denunciaba Marx cuando hablaba del mundo laboral. El capataz de una línea de montaje en el sistema fordista controlaba al obrero movimiento por movimiento para indicarle cómo trabajar más ajustadamente, sin tiempos muertos, mientras que las consultoras de la era digital, argumentaba, observan al trabajador frente a su computadora para adaptar a ésta la forma de trabajar del hombre.
Desde esta perspectiva, en la creciente integración entre humanidad y tecnología que se da en el actual sistema de producción, habría ganado el hombre.
Los trabajos del psiquiatra francés Christophe Dejours, director del Laboratorio de Psicología del Trabajo en el Conservatorio Nacional de Artes y Oficios en París, parecen dar algún tipo de indicio de lo contrario. Dejours sostiene que las grandes transformaciones que se han dado en el mundo del trabajo durante el neoliberalismo merecerían que pensemos en elaborar una teoría del trabajo (que hasta ahora, según su juicio, no existe), porque la mayoría de los intelectuales y psicólogos a lo que se han dedicado es a generar teoría para adaptar al hombre al sistema. Y los efectos de eso no han sido gratuitos.
En el centro de su interés ha estado el fenómeno de los suicidios en el lugar de trabajo, que se han dado en empresas europeas durante los últimos años, con la curiosa característica de que quienes los han protagonizado han sido trabajadores altamente calificados, exitosos y con altos ingresos.
En una planta automotriz de Billencourt, cerca de París, cada ingeniero tenía la responsabilidad sobre la producción de una pieza, desde la misma concepción hasta la fabricación, y el aprovisionamiento en los lugares donde se ensamblaban los autos. Eso implicaba dirigir procesos en Rumania, Corea y Brasil simultáneamente, hablar con gente en diferentes partes del mundo –desfasaje horario mediante– y una dedicación 24x24. En ese contexto, sobrepasado por las responsabilidades y la permanente evaluación personal, uno de los ingenieros de la planta se arrojó desde un quinto piso a la salida de una discusión en la oficina de su jefa, que pretendía agregarle una nueva responsabilidad que incluía su traslado a Brasil para trabajar desde allí, aprovechando su dominio del idioma portugués. Este fenómeno –el de los suicidios en lugares de trabajo, que se han dado en otras empresas y en otras partes del mundo también– indudablemente no es la regla dentro del modo de producción actual, pero es un síntoma. Nuestra capacidad de adaptación tiene límites que los sistemas de producción, en busca de la eficiencia y la rentabilidad, no tienen manera de tener en cuenta si no tienen en cuenta la subjetividad de quien trabaja.
Muchos intelectuales piensan que el continuo proceso de “perfeccionamiento” en la integración del hombre con la máquina, de maximización de las capacidades de unos y de otras, culmina en una instancia diferente a la que hoy consideramos humana, y hablan de “transhumanidad”. En la sociedad “transhumana”, la vida humana –el hecho de que el ser humano tenga como condición de existencia un cuerpo sometido a las leyes biológicas– no sería más que un instrumento para dotar de voluntad propia a los dispositivos tecnológicos.
El paleontólogo y antropólogo español Edouard Carbonell sostiene que “nos encontramos en un proceso exponencial de socialización por la tecnología”, y que “si queremos resistir este proceso tendremos que modificarnos endosomáticamente para que nuestro cerebro esté preparado para estos efectos exponenciales”. Lo paradójico sería que esa resistencia (esa “modificación endosómica”, como él la llama) debería darse justamente a través de la ciencia y la tecnología, y el modelo que imagina es justamente el de esa civilización que ha delegado su propia corporalidad en las máquinas en 2001: Odisea del espacio.
En una conferencia dada este año en México, según lo contó en su momento un cable de la agencia española EFE, Carbonell nos tranquilizaba diciendo que ese cambio todavía está lejano. Habla de “siglos”. Ese salto hacia la transhumanidad, hacia la modificación tecnológica del propio cuerpo, asegura, “no se puede dar en una estructura social como la nuestra, que es anticuada”.
Sin embargo, el avance tecnológico no se pregunta por la condición humana. ¿Por qué habría de esperar, entonces, la aparición de una nueva estructura social más propicia? ¿No ha comenzado ya la modificación tecnológica del organismo? ¿No forma parte de la tecnología la revolución farmacológica que alargó drásticamente la expectativa de vida de gran parte de la población del planeta? ¿No forma parte de ese proceso la medicina estética, capaz de modificar el cuerpo más allá de los límites de la salud y aún más, corriendo permanentemente hacia adelante esos límites? ¿No está permanentemente llevándonos la técnica a replantearnos los conceptos sobre lo que es vida y lo que no, desde el uso de un respirador artificial hasta la polémica por la experimentación con embriones humanos?
La subjetividad, de algún modo, se va a adaptando a esos cambios. Y sin embargo, cuando se habla de nuestra relación con las máquinas siempre aparece latente esa fantasía distópica, esa amenaza de que no seremos capaces de resistir su avance. Y en ese juego algo paranoico reside buena parte del encanto de hacer futurología: sabemos que ellas son más eficientes y que fallan menos.
“El trabajador se convierte en una mercancía tanto más barata cuantas más mercancías produce. La desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas.” La cita no corresponde a un analista de la sociedad posmoderna: lo escribió Karl Marx en 1844 en sus Manuscritos económico-filosóficos.
David Bourne, científico de sistemas del Instituto de Robótica de la Universidad Carnegie Mellon, escribió en un reciente artículo en la revista Scientific American que ante la posibilidad de conflictos laborales entre hombres y robots en las nuevas fábricas, “una mejor manera de progresar sería que robots y humanos colaborasen en equipos en los que cada uno llevase a cabo la tarea más adecuada a sus capacidades”. Bourne reconoce que no es sencillo definir qué es un robot ni qué significa exactamente convivir con ellos, porque desde hace décadas los trabajadores conviven en sus ámbitos de trabajo con máquinas que realizan tareas de forma autónoma una vez que han sido programadas.
Como definición tentativa ensaya la respuesta de que un robot es una máquina que realiza sin intervención humana la principal de sus funciones. Un auto que se maneja a sí mismo sería un robot, por ejemplo. Y cuenta que actualmente los desafíos de los desarrolladores de robots industriales pasan por crear máquinas capaces de desplazarse libremente por el lugar de trabajo, realizando sus tareas pero, por ejemplo, con la suficiente sensibilidad para interrumpirla enseguida si es que, por ejemplo, un ser humano se interpone en su camino. Porque el mayor problema de los robots actuales es que, en su obstinada eficiencia, se llevan a las personas por delante, físicamente y sin metáforas.
Para esto, planificadores de las industrias del futuro, está claro que serán las máquinas, más eficientes que los trabajadores de carne y hueso, las que darán las órdenes. Lo que en ese esquema no aparece por ninguna parte es dónde estará la responsabilidad, así como en esas naves-seres pergeñadas por Clarke el enigma es dónde está la subjetividad, sin la cual sólo podríamos pensarlas como tumbas.
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