Sábado, 12 de julio de 2014 | Hoy
LIBROS Y PUBLICACIONES: ADELANTO
A continuación, en adelanto especial para Futuro, un anticipo del libro Historia de las ideas científicas. De Tales de Mileto a la Máquina de Dios, de Leonardo Moledo y Nicolás Olszevicki, de reciente publicación por Editorial Planeta.
El trabajo surge como el corolario casi inevitable de los fascículos que fueron publicados en este diario entre el 10 de octubre de 2012 y el 24 de julio de 2013. Dado que elegir algún pasaje específico del libro no daría cuenta de sus intenciones, elegimos transcribir íntegramente la introducción, que esboza los principales objetivos y sugiere algunos, sólo algunos, de los caminos por los que se interna.
Vamos a contar una historia. Una historia que en realidad comienza hace muchísimo tiempo, cuando el hombre logró dominar el fuego mediante el golpe inteligente de dos piedras de sílex, y termina..., no termina nunca. Es el relato de cómo nuestra especie se abrió paso pesadamente desde la profundidad de las sabanas africanas hacia el resto del planeta, fundó ciudades y las pobló de aparatos, estudió y logró comprender algunos fenómenos celestes y terrestres, indagó en las profundidades de la materia, llegó a atisbar la enormidad del universo y la insólita complejidad de lo pequeño, tuvo que admitir, con valentía y cierta decepción, que su lugar en el escenario total es insignificante. Y, así y todo, no se amedrentó y continuó explicando, explicando y explicando.
La que sigue no es una historia de grandes héroes y de grandes descubrimientos, o por lo menos no es sólo eso. Es, más bien, la de los múltiples intentos y las líneas de pensamiento que pretendieron alcanzar una explicación medianamente satisfactoria de esa cosa incomprensible que –por no tener una mejor palabra– llamamos realidad. Es la narración de una enorme cadena de malentendidos, de confusiones, de errores y rectificaciones, una cadena que, sin embargo, con idas y vueltas, condujo improbablemente a nuestro conocimiento actual.
En esta historia es inevitable percibir hilos o linajes de pensamiento que se arrastran a lo largo de los siglos, ya inclinándose hacia un lado, ya hacia el otro, muchas veces eclipsándose por un tiempo y resurgiendo sorpresivamente después: por poner sólo un ejemplo, el atomismo que triunfa en el siglo XIX reconoce trazas que se remontan a los griegos Demócrito y Leucipo, tan denostados por el viejo Aristóteles. No quiere esto decir que en el siglo V a.C. los filósofos de la naturaleza, como se llamaba a los científicos por entonces, hubieran alcanzado a explicar la estructura de la materia tal como luego lo hizo el cuarteto Dalton-Thomson-Rutherford-Bohr, pero sí que a lo largo de su trayecto el intelecto humano –a veces por cuestiones empíricas, a veces por cuestiones teóricas, a veces por necesidad de completar un sistema– va y vuelve sobre las mismas ideas. Lo que se verifica en el siglo XVII se pudo pensar con claridad en el XI; una intuición perdida de un medieval resuelve lo que algún moderno no puede explicar; un sistema astronómico de la Antigüedad clásica sobrevive intocable durante trece siglos y se derrumba con un genial golpe de intuición.
Aunque la visión que tenemos hoy en día de la ciencia se remonte a la que heredamos de los siglos XVI y XVII, de esa gigantesca epopeya intelectual que se extiende aproximadamente entre Copérnico y Newton, nuestro relato comienza antes, mucho antes. Esto se debe a que, si bien la idea de progreso científico es relativamente nueva en la historia de la humanidad, la ciencia no empezó allí: los griegos, hace más de 2500 años, hicieron buena ciencia, tuvieron muy en claro lo que puede lograr la conjunción de la observación y la teoría y llegaron a resultados asombrosos, que motivaron el surgimiento, en Alejandría, de las ciencias particulares.
También, contra lo que se suele pensar, hubo una rica ciencia medieval. En la segunda parte de la Edad Media, después del siglo XI, se pensaba (y mucho) acerca de la estructura del mundo y, sobre todo, acerca de la naturaleza del movimiento, que sería el problema sobre el cual se sostendría la Revolución Científica. Se discutía, había distintas escuelas y había, sobre todo, un brillo intelectual impresionante. Roger Bacon imaginaba máquinas voladoras y submarinos antes que Leonardo, Guillermo de Ockham cortó los hilos entre razón y fe y Bernardo de Chartres, con una avanzada idea del carácter dialógico del progreso intelectual, decía: “Si vemos más lejos es porque estamos subidos en hombros de gigantes”. Frase que, dicho sea de paso, popularizó luego Newton en una escandalosa polémica que tuvo con Robert Hooke y que define bastante bien el modo en que avanza el pensamiento científico y la manera en que se fue desenvolviendo desde las primitivas tortugas que nadaban en el agua que sostenía al mundo hasta el modelo estándar de partículas que se quiere comprobar en el Superacelerador de Hadrones, llamado también, con evidentes fines publicitarios, la Máquina de Dios (aunque nada tenga que ver con ningún dios).
Hoy sabemos más –mucho más– de astronomía que Ptolomeo o Kepler, de física que Newton (e incluso que Einstein), de medicina que Hipócrates, de química que Lavoisier. Tenemos en nuestras manos piedras lunares. Hay aparatos explorando Saturno, Júpiter y Marte. Nuestra medida del universo es más exacta que la de Copérnico. A pesar de lo que no sabemos y de lo que no nos imaginamos que no sabemos, podemos decir que el acervo de conocimientos que tenemos es mayor –objetivamente mayor– que el que tenían los griegos, o el que se tenía hace dos siglos.
Si lo pensamos así, no podemos sino preguntarnos cómo es que llegamos desde las luminosas intuiciones de Tales de Mileto hasta nuestra multiforme realidad contemporánea. Todo esto tiene evidentemente ribetes de una aventura inigualable: es la historia del esfuerzo intelectual del hombre por comprender el mundo en el que le tocó vivir. Allá vamos.
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