› Por Rodolfo Petriz
El oro. Ubicado en el grupo 11 de la tabla periódica y con el número atómico 79, mientras que su sola mención hace brillar las pupilas de los codiciosos, la utilización adjetivada de su nombre –áureo– remite a la perfección, a la pureza y a la belleza.
Excavaciones arqueológicas realizadas en los Balcanes indican que el oro comenzó a usarse ya en el cuarto milenio antes de Cristo para fabricar artesanías y joyas. Posteriormente, gracias a su relativa escasez en la naturaleza y a presentar una gran estabilidad química que lo vuelve especialmente resistente a la corrosión, comenzó a utilizarse como medida de cambio. Las primeras monedas de que existe registro fehaciente fueron acuñadas en una aleación natural de oro y plata en Asia Menor durante el siglo VII antes de Cristo.
Ese fue el inicio de un derrotero que llevaría al oro a convertirse en la base del sistema financiero internacional durante el siglo XIX con la implantación del patrón oro, sistema que asigna el valor de la unidad monetaria en función de una determinada cantidad de ese metal. Aunque a partir de la Segunda Guerra Mundial y tras los acuerdos de Bretton Woods el dólar comenzó a reemplazarlo como base del sistema monetario internacional, el oro aún sigue siendo un resguardo para inversores y capitales especulativos.
Pero el oro no es sólo material para joyas o refugio de acaparadores. Su alta conductividad eléctrica, resistencia a la oxidación y otras particularidades químicas hacen que se lo utilice en dispositivos tecnológicos de alto rendimiento.
Los alquimistas medievales y renacentistas intentaron trasmutar plomo en oro mediante procedimientos esotéricos y oscurantistas, sin ningún tipo de éxito, como ya todos sabemos. Por ello, en su afán por extraer oro de la naturaleza, el ser humano excava minas, dinamita montañas, remueve el lecho de arroyos y ríos como hacen los buscadores de oro del Amazonas –los garimpeiros–, y utiliza cianuro para separar el metal de las rocas que lo contienen.
Además, también intenta extraer oro del más abundante de los elementos de la superficie terrestre, el agua de los mares y océanos.
Las lluvias que caen sobre montañas y praderas arrastran hacia los ríos todo tipo de metales que inexorablemente terminan siendo volcados en los mares del mundo. El agua de los océanos constituye una inmensa reserva de riqueza mineral esperando por el desarrollo de métodos económicamente rentables que permitan su explotación.
La rentabilidad o no de los procedimientos para la extracción de un mineral depende en gran medida de la cantidad de material que se encuentre en disolución. El magnesio es el tercer elemento más abundante diluido en agua de mar y el primero que se extrajo a escala comercial hace casi un siglo.
En 1872, el químico inglés Edward Sonstadt estableció definitivamente que las saladas aguas de mar tienen oro en suspensión coloidal. A partir de ese momento, lápiz en mano, comenzó a fantasearse con su posible aprovechamiento. Para ello era necesario determinar fehacientemente su grado de disolución, lo cual fue motivo de debate entre los químicos de la época, ya que la cantidad es variable y depende tanto de la ubicación geográfica del mar como de la profundidad de la que se extrae la muestra.
Algunos afirmaban que no pasaba de una parte por mil millones, mientras que otros aventuraban que a esa cifra había que multiplicarla por diez o por cien, con lo cual la actividad se presentaba extremadamente provechosa.
Tras la fiebre del oro en California, que entre 1848 y 1855 había motivado a centenares de miles de aventureros de todo el mundo a tentar suerte en el nuevo El Dorado cercano a San Francisco, en esta ocasión la codicia áurea se apoderó de la mente de científicos y de capitalistas inescrupulosos. También, como no podía ser de otro modo considerando que había oro de por medio, aguzó el ingenio de los infaltables estafadores.
En 1896 el reverendo Prescott Jernegan, pastor de una iglesia baptista de Middletown, EE.UU., afirmó haber tenido una visión divina. En ella le habría sido revelada (alabado sea Dios) la técnica para fabricar un aparato para extraer oro del agua de mar, al que denominó el Acumulador de Oro.
El celestial dispositivo constaba de una caja de madera con orificios que permitían el ingreso de agua. Adentro llevaba un recipiente en el que se depositaba un ingrediente secreto mezclado con un metal que ya había sido profusamente utilizado por los alquimistas medievales y renacentistas, el mercurio. Para desencadenar el proceso de extracción se hacía circular una corriente eléctrica que provenía de una batería.
Jernegan ofreció el invento a un joyero llamado Arthur Ryan, quien lo testeó junto con un grupo de colegas. Tras sumergir el dispositivo durante varios días en aguas de Rhode Island, el grupo encontró oro dentro del recipiente, no mucho, pero oro al fin.
Oro que, como los lectores más sagaces ya habrán imaginado, había sido colocado a escondidas por un tal Charles Fisher, un buceador profesional contratado por el reverendo.
Inmediatamente Jernegan y Ryan juntaron a un grupo de inversores y fundaron la Electrolytic Marine Salts Company. El objetivo era fabricar más de mil acumuladores y así multiplicar la producción. Parte del capital inicial aportado por los socios fue destinado por el reverendo para comprar en secreto oro en otros lugares, el cual era enviado semanalmente a la casa central que la firma había establecido en Boston como una muestra de las bondades del dispositivo y de la rentabilidad que presentaba la inversión.
El supuesto éxito del negocio provocó que el valor de las acciones de la empresa se incrementara rápidamente, pasando su precio de 33 a 150 dólares. Una vez más, el brillo del oro encandilaba las pupilas de los ilusos. Poco tiempo después Jernegan y su asistente buceador desaparecieron con cerca de 200.000 dólares cada uno.
La historia volvía a repetirse. Indudablemente los inspiradores del reverendo fueron los alquimistas que 400 años atrás recorrían las ciudades europeas, muchos de ellos charlatanes y embaucadores que a cambio de una pequeña inversión inicial ofrecían sus servicios y sus atanores a los incautos interesados.
Dejando las estafas de lado, el intento más serio y sistemático por extraer oro del mar fue casi con seguridad el que emprendieron los germanos a principios de la década de 1920. Tras perder la Primera Guerra Mundial Alemania debía pagar las cuantiosas indemnizaciones a las que había sido obligada por el Tratado de Versalles. El oro de los mares podía ser la salvación económica para un país sofocado por el peso de la deuda.
Fritz Haber, reconocido químico alemán ganador del Premio Nobel de 1918, fue quien tuvo a su cargo el desarrollo del proyecto. Las invenciones anteriores de Haber habían sido utilizadas provechosamente por su país, para bien y para mal de la humanidad.
Junto con Carl Bosch, Haber había desarrollado la síntesis del amoníaco y de productos nitrogenados como fertilizantes y explosivos, lo cual le permitió a Alemania prescindir del nitrato de sodio natural procedente de los yacimientos ubicados en el norte de Chile. Esto fue de vital importancia para los intereses germanos, ya que esos depósitos eran explotados principalmente por compañías británicas y al estallar la Primera Guerra Mundial Inglaterra había bloqueado el comercio con Alemania.
El otro servicio de gran relevancia que había prestado Haber a su país tuvo características más macabras: fue uno de los responsables de la fabricación y perfeccionamiento de las armas químicas que los alemanes usaron durante el conflicto.
Nuevamente la ciencia podía acudir en defensa de los intereses nacionales. El gobierno germano pidió a los oficiales de los barcos mercantes que le trajeran muestras de agua de los siete mares. A su vez, el propio Haber hacía lo mismo mientras recorría en su propio barco-laboratorio el Atlántico Sur.
Haber analizó más de 5000 muestras de agua, hasta que llegó a la conclusión de que el proyecto estaba destinado al fracaso por la baja concentración de oro que encontró en todas y cada una de ellas.
Durante la década del 30 la Dow Chemical Company intentó aprovechar parte del proceso mediante el que extraía comercialmente bromo y magnesio del mar para obtener también oro. A cargo del mismo estaba Thomas Midgley, ingeniero mecánico devenido químico que desarrolló dos de las sustancias más perjudiciales para la atmósfera que haya creado el ser humano en toda su historia: el tetraetilo de plomo, sustancia que se usaba como aditivo en la nafta, y los clorofluorocarbonos que tanto afectan la capa de ozono. En el año 1934 Midgley predijo que algún día el oro se iba a poder extraer de forma rentable de los océanos, pero sus intentos también terminaron fracasando.
En los años posteriores las lucubraciones bajaron de intensidad pero no se detuvieron, siempre con el foco puesto sobre la cantidad de oro que se encuentra en suspensión y si las cifras brindadas por Haber eran correctas.
A mediados de los ’80 algunos investigadores descubrieron que el metabolismo de algunas bacterias solidifica el oro en suspensión coloidal provocando su precipitado, con lo cual algunos optimistas comenzaron a especular con la posibilidad de aprovechar este mecanismo biológico para desarrollar el esquivo método.
En los últimos años los anuncios acerca de bacterias que pueden sobrevivir en las tóxicas soluciones de oro y que además producen partículas de ese metal se multiplicaron. En el año 2009 científicos de Australia reportaron que habían logrado comprender el proceso bioquímico mediante el que la Cupriavidus metallidurans, bacteria presente en yacimientos de oro de ese país, podía acumular nanopartículas de oro en el interior de sus células, anulando la toxicidad del compuesto original. Poco tiempo después, un grupo de investigadores de Ontario indicaron que otra bacteria, la Delftia acidovorans, actúa de manera análoga, pero en lugar de metabolizar el oro en su interior, crea estructuras sólidas que recubren sus células.
Sin embargo, en estos casos, el interés que persiguen estas investigaciones pasa por elaborar un método que, además de purificar las aguas residuales producidas en la minería del oro, permita recuperar parte del metal que se pierde en el proceso extractivo.
Volviendo a las profundidades oceánicas, Hugh Aldersey-Williams afirma en el libro La tabla periódica que los mares del mundo podrían albergar unos 400 billones de euros en oro a valores actuales. Pero más allá de lo gigantesco de la cifra, el costo de extracción todavía es demasiado grande para que pueda implementarse.
Ajeno a estas especulaciones, Poseidón sigue disfrutando en exclusividad, rodeado de las ninfas acuáticas, del tesoro áureo de su reinoF
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