INVENTOR DE LA LAMPARITA Y LA SILLA ELECTRICA
Thomas Alva Edison (1847-1931) es una leyenda norteamericana y, como buen mito, es funcional a la historia del inventor romántico que suelen contar sus compatriotas. Sin dudas es cierto que el prolífico Edison patentó más de mil ingenios (entre otros: el fonógrafo, la lamparita, un contador eléctrico de votos y el kinetoscopio). Pero el Edison “verdadero” no siempre coincide con el mitológico, y es el que también les vendió a los marines torpedos con carga de dinamita, desarrolló la silla eléctrica, electrocutó animales e ideó armas defensivas para un ataque que vendría de Sudamérica. En esta edición de Futuro, el escritor y filósofo Pablo Capanna se sumerge en la vida del último de los inventores empíricos, que buscó hasta el último de sus días un “arma final” tan devastadora que hiciera imposible la guerra.
› Por Pablo Capanna
Cuando yo iba a la escuela
quede claro que los dinosaurios ya estaban en vías de extinción,
todavía no se veían demasiados televisores. Los chicos despiertos
se veían obligados a leer: empezaban por las historietas, se familiarizaban
con las novelas de aventuras y hasta se animaban con algún libro de divulgación.
Por esos años la esposa del jefe que tenía mi padre en la fábrica
pensó que lo mejor que podía pasarle al hijo de un obrero era
estudiar ingeniería. Entonces no era tan difícil, y hasta se podía
aspirar a conseguir trabajo. Fue así como me prestó algunos libros
destinados a despertar mi vocación por los fierros, cosas al estilo de
las Vidas de grandes ingenieros de Samuel Smiles.
De esos libros apenas recuerdo una biografía de Edison. Allí se
contaba que a los quince años, cuando vendía diarios y bocadillos,
el genio de Menlo Park se las había arreglado para imprimir, con el tren
en marcha, un rudimentario periódico destinado a los pasajeros.
No hice caso a los consejos de la filantrópica señora, quien murió
sin tener el disgusto de verme estudiar filosofía. Pero a la distancia
reparo en que el invento que más me había impresionado
entonces tenía que ver con el texto impreso, un tema que iba a merodear
desde entonces.
También recuerdo que me llamó la atención que esa Vida
de Edison se parecía demasiado a las vidas de santos y a las historias
de Julio Verne que ofrecía la biblioteca parroquial. Edison era el santo
laico que nos había dado la lamparita, los discos y el cine. Un hombre
quizá de escasa cultura, pero un profundo amante de la paz y el progreso.
Las biografías adultas que me tocó leer más
tarde no se apartaban de esta línea argumental, aunque por ahí
descubrí que Edison también había inventado cosas como
la silla eléctrica. Al parecer, los inventos que rescataba la historia
eran no sólo los exitosos; también eran los más presentables.
La fAbrica de patentes
Thomas Alva Edison (1847-1931) fue el último de los inventores empíricos,
pero al mismo tiempo el primer fabricante de tecnología, uno de los hombres
que pusieron en marcha la Segunda Revolución Industrial. Su asombrosa
performance como productor de patentes probablemente nunca será igualada,
desde que la investigación y el desarrollo se convirtieron en actividades
planificadas, precisamente a partir de la generalización de su exitoso
modelo.
Edison fue un autodidacta genial que incursionó en todos los campos de
la industria, desde la telefonía, la electricidad, la radiología,
la grabación de sonidos y el cine, hasta la siderurgia y las casas prefabricadas.
Fue el primero en contratar a investigadores científicos para los proyectos
de ciencia industrial que desarrollaba en sus legendarios laboratorios
de Menlo Park y West Orange. Por quince dólares, siempre puedo
conseguir alguien que sepa álgebra, decía, con bastante
cinismo.
Gracias a sus patentes, a fines del siglo XIX Edison se había convertido
en un gran industrial que empleaba a más de tres mil personas en empresas
como Edison Lamp y Edison General Electric. Sólo Henry Ford, que comenzó
su carrera siendo uno de sus empleados, logró superarlo.
Para entonces ya era el gran héroe americano, el granjero pragmático
que con ingenio y trabajo duro era capaz de resolver cualquier problema; su
popularidad rayaba con la mitología. Escandalizaba a los europeos con
sus opiniones sobre la pintura y aseguraba que en Estados Unidos recién
habría tiempo para el arte dentro de dos o tres siglos. Pero
nadie ponía en duda sus intenciones filantrópicas. La verdad,
como suele ocurrir, era un poco más compleja.
En las biografías oficiales, Edison suele ser presentado como un filántropo.
Es costumbre destacar algunos de sus pronunciamientos pacifistas, soslayando
pudorosamente el rol que cumplió como ideólogo del complejo militar-industrial
y del arma definitiva.
Entre sus muchas empresas estaba la Sims-Edison Torpedo Co., que en 1890 le
vendió a la Marina varias partidas de torpedos con carga de dinamita.
En una entrevista concedida a la revista Scientific American, el mismo Edison
los definía como bonitos y destructivos juguetes.
Aunque cueste creerlo, los torpedos eléctricos de Edison recibían
la corriente por un largo cable que traía energía desde la costa
o de una nave de guerra. Eran tan poco prácticos que la Marina dejó
de encargarlos, a pesar de que el folleto de Sims-Edison no dejaba de señalar
como ventaja que su torpedo era el único que recibía
electricidad desde una fuente externa.
De hecho, la única guerra en la cual intervino Edison fue la guerra
de las corrientes, un conflicto que no por haber sido de carácter
netamente comercial fue menos cruento.
En 1886 el gran negocio prometía ser la distribución de electricidad.
Edison era un ardiente defensor de la corriente continua, aunque el sistema
que iba a imponerse sería el de Nikola Tesla, el genio de Westinghouse,
quien había optado por la corriente alterna.
Para demostrar que la corriente que distribuía la competencia era peligrosa,
Edison mandó comprar tres generadores Westinghouse, y por un tiempo se
dedicó a electrocutar perros, gatos y hasta un caballo antes que las
sociedades protectoras de animales lo detuvieran. Entonces, los agentes de Edison
vendieron los generadores y su flamante invento, la silla eléctrica,
al estado de Nueva York, que la adoptó en 1888 para mitigar
la pena de muerte. En agosto de 1890 la silla cobró su primera víctima,
aunque la ejecución de William Kembler resultó mucho más
cruel de lo que se había prometido. Sin embargo, como no había
demasiadas organizaciones defensoras del hombre que lo objetaran, el sistema
quedó instaurado por muchos años.
¡Chile ataca!
En 1891, el
Congreso y la Marina de Chile se sublevaron cuando el presidente Balmaceda (el
protector de Rubén Darío) quiso imponer el presupuesto por decreto.
Balmaceda renunció meses después, se refugió en la embajada
argentina y acabó suicidándose. Como los chilenos sospechaban
que el embajador norteamericano Egan lo había apoyado, una turba opositora
atacó a la tripulación del crucero Baltimore que estaba
de licencia en Valparaíso y mató a dos marines.
Estados Unidos exigió explicaciones y no quedó conforme con la
tajante respuesta de la Cancillería chilena. El presidente Harrison montó
en cólera y, a pesar de que el gobierno chileno ya había cambiado
de ministro y se disponía a negociar, les mandó un ultimátum
y remitió al Congreso el proyecto de una declaración de guerra
contra Chile.
Por fin, Chile aceptó pagar una indemnización y no hubo enfrentamiento
armado. Pero lo curioso es que este hecho alcanzó a desatar cierta psicosis
bélica en Estados Unidos, donde se llegó a temer no sólo
la guerra sino también una invasión chilena por el Pacífico.
Y ahora, ¿quién podría defender América?
Por supuesto, el Mago de Menlo Park, hacia quien se volvieron los diarios y
la opinión pública. A comienzos de 1892 Scientific American reprodujo
una entrevista a Edison que llevaba un título un tanto largo: Edison
puede derrotar a Chile o a cualquier país que pretenda amenazar a esta
hermosa tierra. ¡Edison puede hacerlo usando una manguera cargada con
20.000 voltios!.
Un solo soldado americano provisto de una manguera de alta presión explicaba
Edison rociaría con agua electrizada las tropas del Mal o simplemente
aturdiría a los enemigos para desarmarlos; el único problema a
resolver era el alcance del chorro. La idea era un tanto loca, como pensará
cualquier electricista de barrio, y un diario norteamericano se la tomó
en solfa, cuando imaginó a los combatientes del futuro provistos de galochas,
paraguas, gorras y pilotos de goma.
Pero Edison ya estaba pensando en rodear las fortificaciones costeras con cableado
eléctrico que incinerara al enemigo que se atreviese a sitiarlas. La
paranoia estaba en imaginar armas defensivas para un ataque sudamericano, tan
improbable como una invasión marciana. Pero Edison también había
pensado en eso.
¡Edison invade
Marte!
Mucho antes
de Superman, Edison gozó el privilegio de ser un mito nacional norteamericano,
al punto de que llegó a protagonizar todo un género de novelas
fantásticas. Luego los críticos las llamarían edisonadas
por analogía con las robinsonadas, esas populares historias
de náufragos del Siglo de las Luces.
En la ficción, Edison protagonizó El fin de New York, de Park
Benjamin (1881); La guerra imperdonable, de James Barnes (1904), y La conquista
de América (1916), de Cleveland Moffett.
Pero sin duda su mayor epopeya fue Edison conquista Marte de Garrett Serviss,
que comenzó a publicarse en 1898, apenas un mes después de que
apareciera la última entrega de La guerra de los mundos de H. G. Wells.
Como es sabido, la novela de Wells encerraba una dura crítica al etnocentrismo
y al colonialismo; mostraba a los europeos humillados por una tecnología
superior y los mostraba como nativos inermes cuando los marcianos
aniquilaban a la caballería británica con su rayo calórico.
La edisonada de Serviss era su antípoda ideológica.
Se publicó cuando el Maine zarpaba hacia Cuba y los Estados
Unidos hacían su debut como imperialistas. ¿Qué mejor que
cantarles al poderío tecnológico y a las armas absolutas con las
cuales el genio de Edison haría invencible a la Unión?
La novela de Serviss comienza en el punto donde termina la de Wells. Dispuesto
a darle su merecido al Eje del Mal marciano, Edison anuncia desde Orange que
acaba de inventar una nave antigravitatoria equipada con rayos desintegradores,
con la cual atacará Marte. Es un día de orgullo para América,
proclama el héroe.
Una flota de naves edisonianas, a bordo de las cuales van los mayores científicos
de la Tierra, se precipita sobre Marte. Los terrestres se abren paso con sus
rayos desintegradores y aniquilan a millones de aliens, como en una novela de
Heinlein. El momento estelar se alcanza cuando Edison, frente a un tablero de
mandos marciano, ordena ¡No toquen nada hasta encontrar la palanca
adecuada!. Por supuesto, es él quien la encuentra. Con sólo
accionar la palanca correcta abre las esclusas de los canales marcianos, inunda
las ciudades y ahoga a los sobrevivientes.
Mark Twain, que era amigo y admirador de Tesla, también hizo de las suyas
en Un yanqui en la corte del rey Arturo, donde imaginó terribles escenas
de destrucción provocadas por la corriente alterna. Aquí, el arma
final era usada para aniquilar las fuerzas del feudalismo e imponer la
modernidad, aunque el contexto era totalmente irónico y estaba más
cerca del espíritu de Wells.
El complejo militar-industrial
Esa alianza
entre la Defensa, los fabricantes de armamento y la investigación académica
que es conocida como complejo militar-industrialfue denunciada por
Eisenhower, que había hecho mucho por instaurarla, en su mensaje de despedida
al Congreso.
Su fruto fue la carrera armamentista, uno de los mayores despilfarros del siglo
XX, que creció al calor de la Guerra Fría y culminó con
el faraónico proyecto Star Wars, que aún hoy George W. no se resigna
a enterrar.
Pero la idea de una superarma y una estrategia disuasiva capaz de
poner fin a todas las guerras mediante el poder de destrucción absoluto
no había nacido con la bomba atómica. Entre sus primeros ideólogos
estuvo Edison.
Al comenzar la Primera Guerra Mundial, la prensa presentaba a Edison como un
convencido pacifista y un duro crítico del imperialismo europeo. Tras
visitar un astillero en 1914, declaró al New York Times que inventar
cosas para matar gente es algo que no va con mi carácter.
Pero al año siguiente, cuando los submarinos alemanes hundieron el Lusitania
y los dirigibles germanos bombardearon Londres, cambió de opinión.
Edison declaró entonces que esa guerra nos había enseñado
que matar gente es una propuesta científica y que la ciencia
no sólo puede hacer de este mundo un lugar mejor donde vivir; también
puede servir para empeorarlo.
Edison imaginaba que en las guerras del futuro no lucharían hombres sino
máquinas, y pensaba que en eso estaba el poder de América, un
país de máquinas y mecánicos. La tecnología,
puesta al servicio del ciudadano en armas, ofrecía una gran oportunidad
para la democracia. El alistamiento para la defensa requería de nuevas
tecnologías, como ser máquinas para abrir trincheras, submarinos,
torpedos, armas químicas y eléctricas. Su propuesta más
ambiciosa era que el Estado creara un gran laboratorio de investigación
dedicado al diseño de nuevas armas.
Conmovido por tan patriótica propuesta, el secretario de Marina Josephus
Daniels lo invitó a presidir un Consejo Consultor de las fuerzas armadas,
alabándolo como el único hombre que era capaz de hacer realidad
los sueños. Tras encabezar un desfile militar, el septuagenario
Edison aceptó, y designó un consejo integrado por representantes
de empresas (General Electric, Westinghouse, Rand, Sprague, Baekeland) y científicos
como De Forest, Compton y Millikan. Todos posaron para la foto con el entonces
secretario de Estado Roosevelt.
Los 45 inventos que Edison produjo para la Marina en esos años no fueron
demasiado espectaculares: lubricante para submarinos, redes para atrapar torpedos,
métodos para volar periscopios con ametralladoras o extinguir incendios
en las carboneras. Incluso se cree que muchos de ellos fueron apropiados
por los agentes de Edison de la masa de propuestas espontáneas que los
aficionados acercaban a las oficinas del gobierno.
El mito de la superarma
Para 1921, Edison
propuso un nuevo objetivo: inventar un arma apocalíptica, que hiciera
definitivamente imposible la guerra. Estaba convencido de que no existían
límites para las posibilidades de las armas futuras y sostenía
que por más terribles que fueran, los gobiernos estaban obligados a seguir
experimentándolas, de manera inexorable. Llegará un día
aseguró en que cualquier combatiente preferirá la
tortura o la muerte antes que seguir luchando. Para entonces, se habrá
creado el arma final, aquella que hará imposibles las guerras. En la
misma entrevista, anunciaba que en cuanto realizara unos pocos experimentos
más, pronto estaría en condiciones de matar a toda la población
de una gran ciudad en apenas cinco minutos.
Ya conocemos las Armas Finales que vinieron después: la bomba de Hiroshima,
la de hidrógeno, la estrategia de Destrucción Mutua Asegurada,
los misiles inteligentes y la red satelital de Star Wars. La historia continúa...
En una muestra de soberbia que sólo cabía esperar de un filósofo
alemán, Max Scheler, un convencido belicista que estaba en el bando opuesto
al de Edison, escribió por aquellos años una frase escandalosa,
que por las dudas puso en una nota al pie de página de El puesto del
hombre en el cosmos: Entre la inteligencia de un chimpancé despierto
y la de Edison apenas hay una diferencia de grado, aunque sea muy grande,
sentenció Scheler.
Ha pasado mucho tiempo, y cualquiera diría que después de Darwin
y aunque los documentales de TV por cable todavía irriten a los literatos,
aquello de simio ha dejado de ser un insulto. Se diría que
Scheler no sólo fue arbitrario al despreciar el pensamiento técnico
desde las alturas del idealismo. Si realmente hubiera tenido ganas de ensañarse
con los aspectos más siniestros del mago de la electricidad, tendría
que haberlo calificado de mono con picana.
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