Sáb 01.02.2003
futuro

EL TEOREMA DE THOMAS Y LA LEY DE VICO

Profecías autocumplidas, evidencias negadas

Muchas veces, los científicos no pueden escapar a las generalidades de la ley y caen en las “trampas a la verdad” propias de las creencias en boga. En especial cuando los prejuicios hacen que se ignoren evidencias patentes y que meras ilusiones se transformen en “verdades” sólo porque mucha gente así quiere creerlo. En este número de Futuro, el filósofo argentino Pablo Capanna repasa casos paradigmáticos, como el de los canales marcianos de Lowell, y también errores en los que cayeron grandes científicos como el gran microscopista Van Leeuwenhoek, o el paleontólogo fijista Georges Cuvier, entre otros.

› Por Pablo Capanna

Es cosa sabida que cuando el médico nos pregunta cuánto hace que no nos controlamos la presión, nuestras arterias se congestionan y la presión sube.
Con las encuestas de opinión ocurre algo parecido. Aunque sepamos que han sido embellecidas para halagar al político que las encargó, el hecho es que terminan por aportarle votos, en cuanto convencen a los electores de que está ganando. La profecía autocumplida funciona del mismo modo: se persuade a la gente de que hay que comprar un libro porque es record de ventas y entonces el libro comienza a venderse.
Estas reacciones dependen de la confianza que depositamos en el médico, en la consultora o en la publicidad encubierta. El efecto inverso se produce cuando la fuente no es confiable: por ejemplo, cuando un ministro jura que no piensa devaluar, e inmediatamente todos corren a comprar dólares.
Se trata de fenómenos que responden a un principio conocido en las ciencias sociales, y especialmente en el mundo publicitario, como “teorema de Thomas”: “si la gente define tal o cual situación como real, entonces se comportará como si ella fuera real”. Inversamente, si hay consenso en considerar que algo no existe, nadie reparará en él, aunque sea relativamente fácil verificar su presencia.
Para el Guinness académico, se dice que el principio fue enunciado en 1928 por los sociólogos William Isaac Thomas y Dorothy Swaine Thomas, en el libro El niño en América. Los Thomas cometieron la ligereza de llamarlo “teorema” aunque no es una verdad matemática ni pretende serlo. Es apenas algo parecido a una máxima, como los apotegmas de Perón o los aforismos de Narosky, lo cual no impide que tenga sus aplicaciones.
Como criterio es bastante obvio, y ya era conocido por los filósofos antiguos, por lo menos desde los tiempos de Epicteto. Schopenhauer le dio incluso una forma más precisa y un alcance mayor, que hoy podemos aplicar a las grandes ficciones sociales, como el poder de las marcas o los hábitos de consumo. “Lo que nos hace felices o infelices no son las cosas tal como objetivamente son, sino lo que son para nosotros y la manera como las miramos”, escribió Schopenhauer.
Ilusiones opticas
Uno los primeros corolarios del teorema de Thomas (y ya que estamos, también del Principio de Indeterminación) indicaría que aun cuando uno se proponga ser objetivo, se tentará con ver aquello que desea ver, ya sea un fenómeno o las mediciones que espera, como fantasmas, ovnis, brujas o auras, y cosas por el estilo.
Hay una experiencia clásica de la psicología social, conocida como la “ilusión autocinética de Sherif”. Varias personas pasan por un cuarto oscuro donde sólo se distingue un punto luminoso. El foco está fijo, pero al no tener ningún marco de referencia uno tiende a verlo moverse. Lo más curioso es que si se deja que los sujetos dialoguen y compartan sus experiencias, alcanzan un consenso: todos creen que han visto al punto desplazándose con la misma velocidad y en la misma dirección, aunque sepamos que físicamente nunca se movió.De caer en esta trampa no se salvaron ni siquiera algunas grandes figuras de la ciencia, que alguna vez creyeron ver lo que no existía y negaron aquello que el prejuicio o el paradigma les impedía ver.
Entre los primeros que en el siglo XVII se asomaron al mundo microscópico hubo talentosos aficionados como el italiano Marcello Malpighi y los holandeses Jan Swammerdam y Antonie van Leeuwenhoek.
El más fervoroso fue Leeuwenhoek. Con más curiosidad que método, se lo pasó observando toda clase de tejidos y fluidos corporales, para descubrir con asombro que entre dos de sus dientes había más “animálculos” e “infusorios” que habitantes en todos los Países Bajos. En su entusiasmo, un día que estaba observando un espermatozoide a través de una lente (imaginemos que se lo habría encargado a Spinoza) creyó haber visto dentro de él un homunculus: un hombre diminuto, con cabeza, tronco y extremidades.
Por supuesto, no había nada de eso, pero el holandés creía que tenía que haberlo. Tampoco fue el único en su tiempo, por la fuerza del prejuicio aristotélico que atribuía todos los méritos de la procreación al varón. Cincuenta años después todavía seguían enfrentándose los “epigenistas”, para quienes el embrión crecía del huevo y los “preformacionistas” como Von Haller y Spallanzani, que imaginaban un hombre microscópico metido en cada gameto masculino.
Algo parecido le pasó en el siglo XIX al astrónomo Schiapparelli cuando creyó observar ciertas líneas rectas en la superficie de Marte y las describió como “canali”. Por no haber tenido un buen diccionario italiano a mano, Percival Lowell tradujo “canali” por “channels” (que implica obras de ingeniería) y se lanzó a especular sobre los marcianos y su sistema de riego. Mucho después, la NASA descubrió “canales” naturales en Marte, pero no eran los de Lowell.

¡Este animal no existe!
Según otro corolario del teorema de Thomas, cuando la opinión autorizada afirma que algo no sólo no existe, sino que ni siquiera puede existir, la presión social será tan alta que cualquiera que tropiece con pruebas objetivas, tenderá a ignorarlas.
Hubo autoridades científicas que afirmaron que los meteoritos no caían del cielo porque en el cielo no hay piedras, y durante mucho tiempo se tendió a ignorarlos. Análogamente, en la última década hubo prestigiosos economistas que negaban la desocupación. Daban como prueba la afluencia de trabajadores peruanos y bolivianos, lo cual no era más que un efecto secundario de la convertibilidad.
Víctimas del efecto Thomas (en su forma negativa) fueron dos de los mayores científicos del siglo XIX: Liebig (quien había fundado en Giessen el primer laboratorio de química industrial) y Wöhler, el químico que logró sintetizar la urea.
Llevados por su desprecio hacia la química orgánica, se burlaron de quienes explicaban la fermentación alcohólica por la acción de las levaduras. Según Liebig y Wöhler esos microorganismos eran una fantasía parecida al homunculus de otros tiempos y no valía la pena considerarlos. Hasta se tomaron el trabajo de publicar en 1839 una parodia en la prestigiosa revista Annalen der Chemie. La ilustraron con prolijos grabados que representaban a pequeños robots destiladores que se alimentaban de azúcar y excretaban alcohol y anhídrido carbónico por conductos separados. Con el tiempo, ese chiste alemán les terminó costando caro, porque Arthur Koestler lo rescató en uno de sus libros.

El hombre antediluviano
A comienzos del siglo XIX, la idea de la evolución se estaba abriendo paso en distintos lugares de Europa, y ya se había exhumado una respetable cantidad de fósiles de animales extinguidos, incluyendo algunos humanos.
Georges Cuvier, el padre de la paleontología, defendía a rajatabla el “fijismo” de las especies, pero Geoffroy de Saint-Hilaire era partidario de la evolución. En 1839 (quince años antes de la irrupción de Darwin) ambos se enfrentaron en un célebre debate que Goethe consideró “más importante que la Revolución Francesa”. Quizá, si pensamos en todas las ideologías que más tarde pedirían apoyo a la idea evolucionista, desde el racismo hasta la lucha de clases, se diría que no exageró demasiado.
Cuvier, que fue el ocasional ganador del debate, creía que la Naturaleza había creado todas las especies de una única vez. Los restos de animales desconocidos eran simplemente producto de otra creación anterior al Diluvio, es decir, “antediluvianos”. Bien pronto Cuvier, que a pesar de todo era paleontólogo, se encontró con que no le alcanzaba con el Diluvio bíblico y tuvo que proponer otras tres catástrofes previas. Sus discípulos Brongniart y D’Orbigny llegaron a postular nada menos que 27 catástrofes, de la misma manera que los seguidores de Tolomeo se habían pasado siglos inventando epiciclos y ecuantes con tal de no desplazar a la Tierra del centro del cosmos.
Pero entonces comenzaron a encontrarse fósiles humanos, en estratos reconocidos como “antediluvianos”. Cuando Boué le envió un esqueleto completo a Cuvier en 1823, el irascible maestro tiró los huesos por la ventana, gritando que nunca hubieran tenido que sacarlos del cementerio.
En la misma época se descubrieron armas y herramientas de sílex en terrenos antediluvianos. En el Museo Británico, desde 1715 había unas hachas de piedra encontradas junto al esqueleto de un elefante, pero estuvieron allí cien años sin que nadie reparara en ellas. A principios del siglo XIX hubo descubrimientos similares en Inglaterra y Francia, pero la Sociedad Geológica de Londres se negó a publicarlos.

El hombre que creia
en los Picapiedras
Durante más de treinta años, el único que defendió empecinadamente la existencia del hombre “antediluviano” fue un inspector de Aduanas francés, un brillante aficionado que se definía como “bohemio de la ciencia.”
La historia de Boucher de Perthes es la mejor prueba del teorema de Thomas: si la gente cree que algo no es real, hará todo lo posible para ignorar cualquier prueba que se le presente. Como decía el Rey Ubú: ¡este animal no existe!
Jacques Boucher de Crèvecoeur de Perthes se pasó su vida coleccionando pruebas de la Edad de Piedra, sin conseguir que el mundo científico se dignara a examinarlas. No era un académico (fue poeta, músico y autor de comedias) y dirigía la aduana de Abbeville, en la desembocadura del río Somme, al norte de Francia. Si pensamos en otro aduanero, el pintor Rousseau, se diría que la Aduana es pródiga en talentos, aunque ciertos ejemplos argentinos no autorizan a generalizar tanto.
Fue en 1826 cuando, explorando ese valle del Somme que mucho más tarde la primera guerra mundial sembraría de huesos modernos, Boucher comenzó a desenterrar y coleccionar pedernales tallados y hachas de sílex. Era esa piedra que en inglés se llama “flint” la que habría de darle apellido a los Flint Stones, más conocidos como Picapiedras. Las hachas estaban en yacimientos del Pleistoceno, definidos como “antediluvianos”, es decir anteriores a la más reciente de las “catástrofes” de Cuvier.
La opinión dominante decía que no podían estar allí, porque el hombre había aparecido después. No se trataba de un prejuicio de origen religioso, ya que después de todo Noé y su gente eran hombres”antediluvianos”, según la Biblia. Era un caso de inercia cognitiva, de resistencia a revisar el paradigma vigente.

Huesos y pedernales
A partir de aquel momento Boucher comenzó pacientemente a coleccionar piezas de sílex “antediluvianas” y reunió las primeras evidencias de que el hombre había existido en la edad glacial. Trató infructuosamente de que alguien se interesara en ellas, y comenzaron a llamarlo “el loco de las hachas”.
Boucher era un hombre de cierta fortuna, y se gastó sus ahorros en ordenar el material y publicar a partir de 1846 una serie de prolijos informes titulados Antigüedades celtas y antediluvianas. Como nadie los leía, generalmente terminaba por vender como rezago los ejemplares sobrantes a las cartonerías.
De hecho, tampoco había sido el primero en encontrar fósiles humanos: en el mismo año que emprendió su colección de hachas, asociadas con restos humanos y de animales extinguidos, Tournel y Christol habían descubierto fósiles similares en Francia y Schmerling en Alemania.
Las pruebas decisivas recién aparecerían en 1865, cuando se encontró un colmillo de mamut donde una mano humana había grabado precisamente la silueta de un mamut, y en 1857, cuando Fuhlrott descubrió el Hombre de Neanderthal, el primer homínido extinguido y obviamente “antediluviano”.
En 1837, Boucher hizo un último esfuerzo y envió toda una colección de hachas a la Academia de Ciencias, entonces presidida por el geólogo Élie de Beaumont, pero los sabios ni siquiera acusaron recibo. Boucher insistió para que una comisión de la Academia fuera a Abbeville a ver sus piedras y dictaminara sobre ellas. Ante su insistencia, se designó un comité, pero por motivos burocráticos sus miembros nunca se movieron de París.
Boucher ya tenía setenta años cuando se presentó ante un congreso de anticuarios y fue abucheado en cuanto dio comienzo a su exposición.
En 1853 surgieron las primeras muestras de interés por su trabajo, pero fue en Inglaterra, donde algunos científicos se habían tomado el trabajo de leer las Antigüedades celtas y antediluvianas. Aprovechando un viaje al continente, el paleontólogo Falconer pasó por Abbeville. Se convenció de que Boucher tenía razón en cuanto pudo ver, entre otras piezas, los molares de un Elephas primigenius encontradas en compañía de hachas de sílex.
Falconer dio parte a la Royal Society, la misma que antaño no se había interesado por los fósiles ingleses. Por fin, una comisión británica integrada nada menos que por el geólogo Charles Lyell, amigo y colaborador de Darwin, el arqueólogo Evans y el estratígrafo Prestwich fue al Somme en 1859. Inicialmente escépticos, los ingleses se encontraron con setenta puntas de lanza, cuchillos, mazas y otros útiles que eran indiscutiblemente tallados a mano, y se pusieron del lado de Boucher.
En 1859, la Royal Society reconoció la autenticidad de los descubrimientos del francés. No es casual que fuera el mismo año en que aparecía El origen de las especies, de Darwin.
El viejo Boucher, que ya andaba por los setenta y dos, tuvo su enésimo fracaso, cuando fue invitado a otro congreso en Dunkerque, y a pesar del reconocimiento británico, volvieron a reírse de él. La Academia de Ciencias francesa no experimentó mayores sobresaltos; sólo Gaudy y De Quatrefages fueron capaces de reconocer el error y disculparse.
Boucher murió en 1868, no demasiado feliz.

La Ley de Vico
Se diría que el infortunado Boucher no sólo fue víctima del teorema de Thomas, sino también de ese otro principio según el cual “nadie es profeta en su tierra”. La frase está en la Biblia, pero fue el filósofo Giambattista Vico quien la generalizó en un pasaje de su Ciencia Nueva (1725): “La fama crece con la distancia y disminuye con la presencia”. Como suele ocurrir, la fórmula no era suya sino de Claudio Claudiano, un olvidado historiador romano que Vico citaba de memoria.
Si existe un teorema de Thomas, bien podría haber una ley de Vico, y hasta podríamos llegar a darle una formulación casi newtoniana: “La credibilidad crece en forma inversamente proporcional a la distancia”, donde la “distancia” es ante todo social, aunque bien puede ser geográfica.
¿Quién no ha dudado alguna vez de que el tipo que vive acá a la vuelta sea realmente talentoso? Pero basta que el hijo de un vecino trabaje en la NASA para que todos crean que es un genio, aunque atienda la cafetería.
Los medievales se complacían en creer que Aristóteles había estado sometido a su ama de llaves. Muchos todavía se consuelan con la leyenda de que Einstein fue bochado en matemáticas, igual que el nene, o que Newton era tan paranoico como el cuñado de uno. Así funcionan las “biografías no autorizadas”, para regocijo de los mediocres.
Para apreciar la importancia de las innovaciones conceptuales que algunos fueron capaces de darnos, a pesar de Thomas, de Vico y de todas las limitaciones humanas, no basta con atribuirlo todo al “genio”. Por el contrario, cuando se comprende el alcance de aquellas obras uno comienza a asombrarse de que hayan salido de cerebros no demasiado distintos del nuestro.

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