Un siglo de ADN
Por Leonardo Moledo y Federico Kukso
Muchas son las siglas que el ciudadano común y corriente está acostumbrado a identificar y decodificar: FMI, BID, DGI, IVA, CER (debido a los avatares socieconómicos del país); otras parecen existir desde siempre (aunque desde ya, no es así): EE.UU., ONU, OTAN, UK, OEA, y en fin, algunas desaparecieron: URSS. Pero hay una en particular, vaciada de cualquier connotación política, cuya estructura en forma de doble hélice se volvió, desde la década del ‘50 para acá, un icono no sólo científico sino también cultural: el ADN (ácido desoxirribonucleico).
A decir verdad, el ADN y su estructura en forma de doble hélice siempre existieron (mejor dicho, siempre desde que existe lo que se considera “vida”), aunque lo que se desconocía hace cincuenta años era la precisa disposición espacial de la cadena de las nucleótidos (azúcares y bases) y fosfatos que la componen. En verdad, el interés por encontrar este Santo Grial de la biología no se saciaba sólo con el descubrimiento de la forma del ADN per se, sino con encontrar las respuestas a los interrogantes que esta misma forma encierra: cómo se guarda la información genética y cómo se transmiten estos datos de padres a hijos.
En realidad, el misterio de la herencia fue una persecución que duró casi cien años, desde Mendel (ver recuadro) pasando por las décadas en que se pensó que residía en las proteínas, hasta el 25 de abril de 1953 cuando el físico inglés Francis Crick (devenido biólogo) y el bioquímico estadounidense James Watson dieron a conocer al mundo la estructura del ADN en un breve y lacónico paper –apenas novecientas palabras, muchas de las cuales pueden leerse en la contratapa de esta entrega de Futuro– publicado en la revista Nature. El ADN de Watson y Crick, que estaban persiguiendo varios laboratorios del mundo, tenía la forma de una doble hélice, como una escalera enrollada sobre su eje de la que cuelgan en forma de escalones los nucleótidos (que sólo hay cuatro: adenina –A–, guanina –G–, timina –T– y citosina –C–, cuatro letras químicas que encierran el código de la vida, de todos los seres vivos, desde las bacterias hasta los elefantes).
El trabajo de Watson y Crick puso en marcha una revolución en la biología (y otras áreas del conocimiento) cuyos muy diversos frutos, desde la utilización del código genético para identificar a los hijos de los desaparecidos en la Argentina, hasta el Proyecto Genoma Humano, o los debates sobre la clonación, su ética y sus implicancias, están muy lejos de haberse cerrado. Y es que descifrar la estructura del ADN significa haber alcanzado un umbral básico y un nivel de generalidad que ponen en cuestión (y en muchos casos obligan a redefinir) conceptos tan estructurales como los de “vida” y ser “humano”. Watson y Crick tomaron al toro por las hélices y establecieron un nuevo peldaño a partir del cual se construye toda la biología.
Historia de dos helices
Como cualquier historia, la del ADN tiene sus vueltas helicoidales. En la tarde del sábado 28 de febrero de 1953, un grupo de parroquianos del bar The Eagle, de Cambridge (Reino Unido), asistieron al anuncio de una primicia mundial: “Hemos encontrado el secreto de la vida”, gritó Francis Crick mientras entraba al establecimiento. De entre todos los presentes, Watson era el único que comprendía la magnitud de tal declaración. Los demás siguieron bebiendo su cerveza, cuyas levaduras, casi cien años atrás, habían dado una de las primeras pistas sobre la existencia de la gran molécula de la vida, que tiene la notable capacidad de replicarse.
Para dar con ese “secreto” (muy bien guardado, por cierto), Watson y Crick habían luchado durante dos años con formas diversas y estructuras posibles del ADN. Que si era una hélice, que si tres, que si dos, que si las bases estaban en el medio o en la periferia, que si se apareaban bases iguales o complementarias... Ambos científicos se habían conocido en 1951 cuando Watson, recién doctorado en Zoología, pasó de ser un aficionado de la observación de aves a interesarse por la genética y de la Universidad de Indiana al Laboratorio Cavendish de Cambridge (el glorioso laboratorio de Rutherford). Allí se encontraron. Uno (Watson) tenía 24 años y el otro 35 (Crick) y sus chispazos de imaginación encajaron tan bien como lo harían después las tiras complementarias del ADN.
Tuvieron suerte, genio, y además fueron rápidos: no eran los únicos que andaban tras el rastro helicoidal: del otro lado del Atlántico, en el Instituto de Tecnología de California (Estados Unidos), el químico Linus Pauling corría detrás de la misma presa. Fue un verdadero maratón, o mejor dicho, cien metros llanos: todos sabían que el primero que diese con la verdadera forma en que fosfatos, azúcares y bases se enganchan unos con otros para darnos genes, herencia, proteínas y vida, se llevaría toda la gloria y ocuparía un lugar en la panoplia donde ya militaban gigantes como Linneo, Darwin, Mendel o Pasteur.
Juntando las piezas
Watson y Crick se montaron a hombros de quienes había dado cada uno de los pasos previos y armaron el rompecabezas: Alexander Todd había establecido la composición química del ADN; Erwin Chargaff había demostrado que en la molécula la cantidad total de purinas (adenina y guanina) es siempre igual a la de pirimidinas (citosina y timina); Rosalind Franklin (una verdadera heroína de esta historia) y Maurice Wilkins –en el King’s College de Londres– habían desarrollado y afinado la técnica de cristalografía de rayos X, algo así como una radiografía de moléculas, con la que se consiguió imágenes increíbles del ADN.
Watson y Crick pusieron manos a la obra. Literalmente, pues entonces no había grandes computadoras para calcular y probar distintas formas posibles del ADN (resulta raro hoy imaginarse un gran laboratorio sin computadoras, como resulta raro imaginarse un mundo sin ADN). Lo que había en cambio era lápiz, papel, tiza, pizarrón, trozos de cartón y metal, y varillas, con las que probaron una y otra vez cómo combinar fosfatos-azúcares-bases del código genético en diferentes formas y modelos que luego comparaban con las radiografías de Rosalind Franklin.
Esa mujer y la fotografia 51
Radiografías, radiografías del anhelado ADN. Una en especial llamó la atención del jefe de Franklin, Maurice Wilkins (con el que Franklin no se llevaba nada bien): la “Fotografía 51”, que mostraba un patrón de dispersión en forma de X. Sin el consentimiento de la fisicoquímica, Wilkins le mostró la imagen a Watson cuando éste visitó el laboratorio. Y ahí, cuenta Watson en su libro La doble hélice (ver Libros y publicaciones) cayó la moneda: la Fotografía 51 era la pieza faltante que completaba el rompecabezas. Dos semanas más tarde James Watson y Francis Crick construyeron su celebrado modelo de doble hélice del ADN. Había empezado una nueva época y nacía la biología molecular.
Diez años después, como era natural, Watson, Crick y Wilkins recibieron el Premio Nobel de Medicina y Fisiología “por sus descubrimientos concernientes a la estructura molecular de los ácidos nucleicos y su significación en la transferencia de la información en los seres vivos”, en 1962. Rosalind Franklin, que había pispeado la doble hélice y que jugó un papel crucial en el descubrimiento, no pudo saborear la gloria. Franklin había muerto cuatro años antes de cáncer ovárico, a los 37 años. Dicho sea de paso, en el histórico paper, el nombre de Franklin no aparece en un lugar prominente (aunque sí es mencionada en la parte de agradecimientos, una injusticia que evoca la cometida con Lise Meitner en relación con la fisión nuclear).
ADN, Watson y Crick, Crick y Watson. Al fin y al cabo, tal vez seaexagerado decir que la sigla no tiene connotaciones políticas: el impacto en el imaginario colectivo, las posibilidades de manipulación genética, las esperanzas de terapéuticas nuevas basadas en el código de la herencia, los dilemas éticos que se avizoran, enraízan en las novecientas palabras de aquel trabajo (y en el siglo de acumulación anterior, desde ya). Fue hace exactamente 50 años y un día. Porque Futuro no sale los viernes.
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