Sáb 05.07.2003
futuro

Bichos raros

Hipsilofodóntidos, conejílopes, gigantílopes, wakkas, y rinógrados son algunas de las estrafalarias y poco conocidas criaturas que llenan enciclopedias de animales imaginarios, compiladas por toda clase de biólogos y paleontólogos con fuerte apego por la ciencia ficción. Imaginación, por cierto, no les falta: muchos de ellos se preguntaron cómo podrían haber evolucionado los dinosaurios si un asteroide no los hubiera aniquilado o cómo lucirán los animales que hoy pueblan el planeta –o los que aparezcan– dentro de 50.000 años, si el ser humano se transforma en una especie extinta. En esta edición de Futuro, el filósofo y escritor Pablo Capanna hace un recorrido por un inventario de seres fantásticos en donde el humor, la creatividad –y por qué no la extravagancia– no brillan, precisamente, por su ausencia.

Por Pablo Capanna

Se dice que el sentido del humor es una de las facultades que distinguen al hombre del animal. Cualquier cachorro puede expresar alegría o divertirse con una situación cómica. Reír es algo que las hienas, los políticos y los animadores de TV hacen habitualmente. El humor es algo más sutil, que implica la capacidad de verse a uno mismo como ridículo o atreverse a presentar las cosas desde otro ángulo.
Si es cierto que el humor está asociado con la inteligencia, tendrá que manifestarse entre los científicos. Por lo menos, más que entre los filósofos posmodernos, que son solemnes hasta para la trivialidad.
Uno de los más conocidos ejemplos de humor científico es la historia de Bourbaki. En los años ‘30, unos estudiantes anunciaron que llegaba a París el “famoso matemático polaco Nicolás Bourbaki” y engañaron a las autoridades haciéndolas esperar en vano en la estación. Pero Bourbaki sobrevivió al chiste y fue el seudónimo colectivo con el cual el grupo fundado por aquellos estudiantes realizó importantes aportes a la matemática.

Fantazoologos y parabiologos
No todas las bromas científicas son tan directas, y considerando el trabajo que cuesta montarlas, uno puede llegar a preguntarse dónde está la gracia. Montar una broma científica da tanto trabajo como amasar la bola de nieve de una seudociencia, pero es mucho más inocente. El científico que se divierte tendiendo una compleja trampa para sus colegas es explícito. No pretende ganar adeptos sino compartir la diversión. Salvo cuando se trata de un brulote que apunta a desarmar la impostura, género en el cual es maestro Alan Sokal.
De este modo, mientras hay algunos que practican una seudociencia llamada “criptozoología” y se dedican a buscar al Yeti o al monstruo del Loch Ness (nunca animales de talla inferior a los treinta centímetros, como se ha dicho), otros han sido capaces de invertir buena parte de su tiempo y sus conocimientos en la elaboración de detalladas enciclopedias de animales imaginarios. Cualquiera diría que los fines que persiguen son un tanto enigmáticos, pero el juego es así.
Algunas de estas especulaciones que Borges no llegó a incluir en su Manual de zoología fantástica, por haberse limitado a la mitología, han salido de la pluma de importantes biólogos.
Desmond Morris (quien reconoce haber intentado hacer cosas parecidas en su juventud) prologó y alabó el rigor de un vistoso tratado de zoología fantástica (Después del Hombre, 1981) elaborado por Dougal Dixon e ilustrado al mejor estilo de Audubon o los grandes naturalistas victorianos.
Haciéndole caso a Foucault, Dixon imaginaba cómo sería el mundo después de la “Muerte del Hombre”. Para el año 50.000, la humanidad se habría extinguido a causa de la superpoblación y el colapso energético: una hipótesis que apenas veinte años después resulta menos convincente.
El fantazoólogo preveía pocos cambios en el clima y la vegetación, pero sí en la distribución de las masas continentales. Desaparecido el hombre y las especies que él mismo había extinguido, las ratas y los conejos habían resultado ser más resistentes y ahora eran ellos quienes dominaban el planeta.
De este modo, por las praderas andaban conejílopes, gigantílopes y capricornios, ágiles descendientes del conejo, que eran perseguidos porlos falangos, predadores derivados de la rata. Algunas aves (los pelargónidos) se habían adaptado al medio acuático. Había pingüinos nadadores tan grandes como ballenas, sin contar los primates carnívoros, los roedores diente-de-sable y unos mamíferos zancudos con aspecto de pelícanos.
De todos ellos, mi favorito es el wakka que Dixon imaginó habitaría nuestras pampas: un bípedo sin brazos, con cuello de jirafa y cara de camello, que se parece mucho a Clemente (Clemens Caloii).
Los expertos no fueron demasiado indulgentes con la fauna de Dixon, en cuya concepción señalaron no pocas incongruencias. Quizás haya desestimado el impacto ambiental del hombre, que ya ha demostrado ser capaz de hacer desastres duraderos.

Más zoologia fantástica
Al parecer, Dixon le tomó el gusto a la fantazoología, porque pronto volvió a la carga con otro ecosistema, esta vez alternativo al nuestro, con su libro Los nuevos dinosaurios (1988). Allí imaginó cuál podría haber sido la evolución de los dinosaurios si un asteroide (o lo que fuere) no hubiera acabado con ellos, dándoles una oportunidad a los mamíferos. Inventó toda una gama de adaptaciones de los lagartos a distintos medios, como el lanudo balaclay, que vive en las montañas, o el hipsilofodóntido, parecido a la foca. En este escenario, aparecía un pequeño dinosaurio carpintero, de pico puntiagudo, con dos extremidades superiores y dos inferiores, que recuerda al Pájaro Loco (Dryocopus Lantzi). La imaginación tiene sus límites, como debía saberlo Walt Disney.
En su último engendro (El hombre después del hombre, 1990) Dixon trató de imaginar al hombre del futuro remodelado por la biotecnología y adaptado a otros planetas. El libro llevaba un prólogo de Brian Aldiss, y fue descalificado por los biólogos como ciencia ficción. Desde entonces, Dixon no ha vuelto a reincidir.
Pero donde no se había atrevido Dixon, que nunca pensó en dinosaurios inteligentes, llegaron los biólogos Dale Russell y R. Séguin en un paper de 1982. Extrapolaron muy seriamente cuál podía haber sido la evolución del troodon, un pequeño dino carnívoro y hasta construyeron un modelo de tamaño natural del hipotético hombre-saurio.
Imaginaron un bípedo de voluminosa cabeza y ojos saltones, sin nariz, orejas ni dientes, con tres dedos en cada extremidad, órganos sexuales internos e inteligencia humana. El espécimen, que fue muy ponderado entre los paleontólogos como una extrapolación inteligente y válida, no deja de recordar la imagen de tantos extraterrestres que se ven por ahí.

Trompudos y narigones
Me he reservado para el final la obra que se ha ganado con justicia el título de paradigma de la zoología humorística: el tratado Los Rinógrados, atribuido al profesor alemán Harald Stümpke.
Los “criptozoólogos” suelen ser terriblemente serios, empeñados como están en encontrar dinosaurios vivos u homínidos peludos que vagan por el Himalaya. Tan serios, que algunos han conseguido subsidios de serias instituciones para perseguir sus quimeras y hasta han llegado a gestionar para ellas una nomenclatura binomial.
Los parabiólogos lo son un poco menos, aunque no logran ocultar sus intenciones didácticas: la defensa e ilustración del neodarwinismo.
En cambio, los que crearon y enriquecieron la leyenda de los rinógrados son verdaderos humoristas de la ciencia, y su grandioso chiste ha perdurado y crecido a lo largo de cuarenta años. Claro está que se tratade un chiste alemán, lo cual, como sabrá cualquier lector de Freud, no es exactamente algo para morirse de risa.
Quienes pergeñaron esta historia dejaron bien en claro que no proponían engañar a nadie, lo cual no impidió que más de uno cayera en la trampa, por culpa del supersticioso respeto que inspiran las grandes editoriales.
El autor del chiste original fue un profesor de Heidelberg llamado Gerolf Steiner. Como suele ocurrir con los descubrimientos importantes, Le canard enchainé se lo atribuye a Pierre P. Grassé, de la Sorbona, que por esos años era uno de los más importantes zoólogos europeos. Pero Grassé apenas escribió el prólogo de la edición francesa.
El libro, atribuido al legendario doctor Harald Stümpke, vio la luz en Stuttgart (Bau und Leben der Rhinogradentia, Fischer Verlag 1961), con un epílogo firmado por Steiner que lo explicaba todo. Al año siguiente ya había sido traducido al francés (Anatomie et biologie des Rhinogrades, 1962) y publicado bajo el prestigioso sello editorial Masson. Años después apareció la versión inglesa (The Snouters, The Natural History Press 1967). Todas las ediciones tenían taxonomías, árboles evolutivos, láminas y una elaborada bibliografía, que con el tiempo no ha dejado de crecer.
La sofisticada broma de Steiner imaginaba la evolución de los organismos en un hábitat cerrado, haciendo hincapié en los mecanismos de adaptación al medio y desarrollando infinitas variaciones de un solo órgano. Para el caso, la nariz.
Así como el hombre y el oso son “plantígrados” porque caminan apoyando la planta del pie, los nasinos o rinógrados habían desarrollado el nasarium como apéndice locomotor o versátil herramienta. Caminaban, trepaban, saltaban y volaban valiéndose de la nariz.

Un descubrimiento irrefutable
¿Qué hubiera ocurrido si las Galápagos se hubieran hundido en el mar poco antes de que el “Beagle” naufragara, llevándose consigo todas las colecciones de Darwin? Quizá la selección natural hubiera tenido que esperar unos años.
El creador de los rinógrados imaginó una catástrofe parecida. Sus bichos vivían en un archipiélago de los Mares del Sur llamado Hi-Iay (pronúnciese “Uyuy”) y fueron descubiertos en 1941 por el ingeniero sueco Einar Petterson-Skämkvist, quien llegó a las islas en una balsa, huyendo de un campo de prisioneros japonés.
El sueco fue el primero en observar y estudiar la enorme variedad de rinógrados que poblaban la isla, y hasta probó su carne en los jugosos asados que solían cocinar los lugareños. Pero al poco tiempo se quedó solo, porque los 700 nativos (los Huach-hatchís) perecieron por culpa de la epidemia de resfrío que el sueco propagó entre ellos.
En 1948 una fundación norteamericana se hizo cargo de las despobladas islas y fundó el Instituto Darwin. Dotado de zoológico, museo, biblioteca y laboratorios, el Instituto se dedicó a estudiar esa extraña fauna que, al haber quedado aislada del mundo desde el Cretácico, había optado por arreglárselas con el hocico.
En el primer congreso convocado por el Darwin participaron eminencias internacionales como el andaluz J. Bromeante, el francés J. Bouffon o los italianos M. Combinatore y Tassino di Campotassi. Pero justo cuando estaban a punto de publicarse los 53 volúmenes de trabajos del instituto, sobrevino la tragedia.
En 1956, una explosión atómica secreta efectuada a 200 kilómetros de las islas sacudió el subsuelo y hundió al archipiélago en el mar, como otra Atlántida. De todos los estudios realizados sólo se salvó la monografía de Stümpke, quien a la sazón estaba en Europa. Para entonces, una vasta conspiración de silencio orquestada por los agentes de inteligencia de las grandes potencias ya había ocultado toda la historia. Intimidados por los Hombres de Negro, muchos de los científicos negaron conocer la existencia de los rinógrados ni haber estado vinculados con ninguno de los científicos desaparecidos. La única “prueba” era el texto de Stümpke, que él mismo había modestamente editado en 1957, y el poema dadaísta “Nasobem” de Christian Morgenstern (1871-1914), en el que muchos creían ver una alusión a la fauna extinguida.

La fauna nasal
Como buen informe científico, el tratado está ilustrado con unas treinta láminas que son un prodigio de la parodia, y una abundante bibliografía.
Los rinógrados o mamíferos nasales se agrupaban en 15 familias y 138 especies, que habían desarrollado toda una gama de narices, napias, trompas, hocicos y probóscides. Por su reducido tamaño (el más grande sólo alcanzaba a tener un metro de cola) nunca hubieran llamado la atención de los cazadores de monstruos. En general eran insectívoros, pero algunos se nutrían de fruta y uno era carnívoro. Siendo sus movimientos lentísimos, resultaba muy fácil cazarlos. Los apetitosos Nasobemas, que al ser apresados se ponían a llorar a moco tendido, sólo se habían salvado de la extinción gracias a los tabúes alimentarios de los indígenas.
Los nasobemas usaban el apéndice nasal para desplazarse. Entre ellos se destacaba el honátata (Nasobema lyricum), inmortalizado por Morgenstern. Dotado de una larga cola, tenía las extremidades anteriores atrofiadas, y su predador natural era el nasobema de presa (Tyrannonasus imperator). Algunas especies, como la Dulcicauda griseaurella, se habían vuelto sedentarias y reposaban con la ñata contra el suelo. El polinaso (Eledonopsis suavis) contaba con ocho probóscides que sólo desplegaba para cazar a la luz de la Luna, dando certeros nariguetazos. El milnaso llegaba a tener 18 pares de cánulas que emitían sonidos nasales: el sueco había logrado amaestrarlo, adaptando para él varias partituras organísticas.
Había familias enteras que empleaban sus narices para impulsarse y saltar hacia atrás, como el saltonaso o nariz de lúpulo (Hopsorrhinus), o la oreja voladora (Otopteryx volitans) que efectuaba cortos vuelos agitando las orejas.
Otras especies, como el nariz en flor (Ranunculonasus pulcher) y el corbulonaso, de trompa refulgente, habían explorado todas las posibilidades del mimetismo. Sedentarios, se confundían con las flores del campo para atrapar insectos entre sus pétalos nasales como si fueran plantas carnívoras.
Algunos rinógrados habían logrado ingeniosas adaptaciones a los medios más inhóspitos, como el narizado velloso (Mammontops ursulus), un oso rinógrado que pastoreaba en los valles alpinos de las isla mayor, caminando sobre sus cuatro narices y usando las dos restantes para desenterrar tubérculos.
No faltaban especies menos presentables, como el falonaso (Rhinotalpa phallonasus), tan exhibicionista como su nombre lo indica.

La leyenda continúa
Las cosas hubieran quedado ahí, de no ser por todos aquellos que través de los años han seguido enriqueciendo la leyenda de los rinógrados. Después de todo, si todavía existen los patafísicos, bien puede haber un lugar para los patabiólogos.
Una breve búsqueda por los vericuetos de la Web nos revela las últimas novedades. Desde los tiempos de Stümpke, han aparecido restos fósiles de rinógrados en Eslovenia, Croacia e Italia, gracias a la labor de lospaleontólogos italianos Rossi y Bianchi, Gialli, Grigi, Verdi, Neri y Bruni. Por primera vez, en 1995 el francés Jean-Pierre Debris habría hallado un fósil completo de Oreja voladora (Otopterix) en una cantera de la zona del Havre. La importancia del hallazgo en yacimientos del Jurásico no sólo revela que los rinógrados habían convivido con los dinosaurios; también aporta pruebas de su difusión en todo el continente de Laurasia.
Los rinógrados ya tienen su monumento en un parque de juegos de la plaza Europa, en Toulouse, allí donde quizá tendría que estar la efigie de Gardel. Se trata de un artístico Otopterix (la especie que parece haber desplazado en popularidad el Honátata) realizado hace unos años por el escultor Gérard Pujol.
El último capítulo de la saga, hasta el momento, es la reedición del tratado de Stümpke que ha hecho la prestigiosa editorial Dunod de París en el año 2000.

Sonria, no sea animal
Cuando Pierre P. Grassé, de reconocida autoridad en el campo de la zoología, escribió un prólogo para Los rinógrados, hizo el elogio de la parabiología, “que invita al hombre de ciencia a reflexionar sobre las causas de la diversificación de los seres vivos sobre nuestro planeta”. Grassé concluía: “Amigo biólogo, acuérdate que los hechos que están mejor descritos no siempre son los más ciertos”.
Algunos considerarán estos juegos y experimentos mentales como un lujo inadmisible. Nuestros investigadores, siempre al borde de la extinción, no dejarán de envidiar el ocio de quienes los practican.
Por supuesto, existen investigaciones mucho más “serias”, como diseñar armas para imponer “serios” intereses o apuntalar prósperas carreras con papers irrelevantes. Pero el humor sigue estando entre las cosas que justifican a la especie, y sin ocio, humor y algo de juego no hay creatividad.

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