Sáb 03.01.2004
futuro

La guerra de los homúnculos

› Por Pablo Capanna

 

He conocido conservadores que juraban que las clases sociales son una abstracción tendenciosa, pero en la vida diaria no dejaban sin ejercer ningún prejuicio clasista. También hay epistemólogos que, intimidados por el relativismo de Kuhn, niegan la existencia de los paradigmas.
Puede ser que los paradigmas no existan, pero que los hay, los hay. La historia de la ciencia está llena de ellos, y también de los atolladeros teóricos en que suelen meternos en cuanto se agotan.
Un caso bastante pintoresco de inercia mental ligada a ese paradigma mecanicista que creció a la sombra de Newton y Descartes es la larga polémica que dividió a los biólogos del siglo XVIII en torno a la generación y la herencia.
Por supuesto, en toda aquella disputa en torno al embrión y los gametos jugó un papel muy importante el perfeccionamiento de los microscopios. Pero el paradigma no está en el lente ni en el ojo sino en la mente del que observa, de modo que hubo abundantes piruetas mentales destinadas a probar que los fenómenos observados eran precisamente aquellos que el modelo predisponía a ver.
A fines del siglo de las Luces la cuestión parecía insoluble tanto a nivel teórico como experimental. Las cosas comenzaron a aclararse recién en 1827, cuando Von Baer encontró el óvulo dentro del folículo. El espectáculo del espermatozoide penetrando en el óvulo, que ahora aparece hasta en los dibujos animados, fue observado por primera vez en 1875.

Activos y pasivos
Cuando ya hacía un siglo que los naturalistas contaban con el microscopio, la cuestión de la ontogenia admitía tres respuestas posibles. Para los ovistas, todo estaba en el óvulo, y la función del espermatozoide era apenas excitarlo. Para los animalculistas ocurría todo lo contrario: la semilla (no en vano llamada semen) era el gameto masculino, y el óvulo servía sólo para nutrirlo.
La naturaleza resultó ser más democrática, repartiendo las responsabilidades por partes iguales. Es curioso observar que ése había sido el planteo más antiguo, así como el heliocentrismo de los pitagóricos andaba más cerca de la verdad que la hipótesis geocéntrica que tanto costó erradicar.
En sus tiempos, Empédocles, Demócrito, Aristóteles, Paré, Bacon, Van Helmont y Descartes habían defendido la teoría de la “doble simiente”, que daba intervención a ambos sexos. Sin embargo todos reservaban el papel protagónico para el varón, amparándose en los paradigmas (y los prejuicios) de su tiempo. Para Galeno, el primero que describió los ovarios, la simiente femenina tenía un rol secundario “por ser menos cálida”. Van Helmont, por su parte, pensaba que el feto nacía de la unión de la sangre menstrual con el esperma.
En cuanto a Aristóteles, la hembra ponía la causa material y el macho la formal (hoy diríamos: el “hardware” y el “software” del embrión), conforme a su física.

Los animálculos
Los ovistas del siglo XVIII eran partidarios del “huevo” (un concepto que no coincidía exactamente con el óvulo) y los animalculistas defendían la causa masculina. Costó mucho descubrir que eran complementarios.
Los ovistas pensaban que los mamíferos debían tener un “huevo” análogo al de las aves, que crecía cuando era activado por el “fluido” masculino, que Fabrizio D’Acquapendente bautizó “aura seminalis”. El gran fisiólogo suizo Albrecht von Haller (1708-1777) lo describió como algo nauseabundo: el vapor que emitía el semen era tan penetrante que impedía comer la carne de un animal recién castrado. Esas “partículas fétidas alcalescentes” eran las que les daban fuerza y vigor a los machos. Al invadir el cuerpo femenino –aseguraba Haller– provocaban esas náuseas y vómitos tan comunes en las embarazadas. “¡Qué porquería es el glóbulo!”, hubiera comentado un alumno del maestro Firpo.
Uno de los que lograron distinguir células en el supuesto fluido fue Leeuwenhoek, el primer microscopista, quien descubrió a los espermatozoides en las poluciones nocturnas de un paciente. ¡Había tantos “animálculos” o “vermes” en esa muestra como hombres en la superficie de la Tierra! El holandés elevó un informe a la Royal Society en 1678, disculpándose por lo “repugnantes o escandalosos” que pudieran resultar sus estudios. Pero el italiano Vallisneri también los había visto y exultaba: eran veri, verissimi, archiverissimi vermi!
Hartsoeker, discípulo de Leeuwenhoek, reclamó la prioridad del descubrimiento e interesó a Huygens, quien publicó una memoria en el Journal des Savants, la gran revista científica francesa.

Sin embargo, los animálculos resultaban bastante incómodos para la teoría del fluido, especialmente por su enigmática cola. Algunos aseguraron que eran simplemente corpúsculos destinados a agitar el licor seminal para que no se espesara.
El gran Buffon (1707-1788), el naturalista que no se atrevió a admitir la evolución, también le restó importancia al flagelo, y trató de encontrar el semen femenino.
Al comienzo anduvo bien encaminado, argumentando que si el masculino sale del testículo, el femenino tiene que nacer en el ovario. Pero lo imaginó como “un humor semejante a la clara del huevo” que era “eyaculado en el acto venéreo”. No se atrevió a examinar el “licor femenino”, alegando que “hay experiencias que no están permitidas ni siquiera a los filósofos”. En cambio, observó el humor del cuerpo amarillo de una perra y aseguró haber visto cuerpos flagelados parecidos a los espermatozoides. Pero cuando Needham y Daubeton repitieron la experiencia llegaron a la conclusión de que no solo parecían: eran espermatozoides.

El huevo y los ovistas
En la segunda mitad del siglo, la polémica entre ovistas y animalculistas recrudeció; ambos pensaban que el embrión estaba miniaturizado en uno de los gametos.
Harvey, el descubridor de la circulación de la sangre, se había ocupado del tema. Siendo médico de Carlos I, Harvey cazaba ciervos en el coto real, pero aprovechaba para estudiarlos en la sala de disección y pudo observar el desarrollo embrionario. También Malpighi había visto en 1669 empollar un huevo expuesto al sol mediterráneo. En realidad, ya Aristóteles (o uno de sus colaboradores del Liceo) había observado latir un corazón de pollo al cuarto día de incubación y distinguió al quinto la masa encefálica.
Harvey identificó el corion y el saco amniótico, reconociendo la validez de lo observado por el griego, pero se equivocó al no relacionar el ovario con la fecundación. Para un ovista como él, el “huevo” tenía que nacer en el útero. El ovario ya había sido estudiado por Nicolás Stenon (1638-1687), quien lo había señalado como el “testículo femenino”, pero sus trabajos se publicaron mucho más tarde. El primero que propuso llamarlo “ovario” fue Regnier de Graaf (1641-1673). Sus estudios fueron decisivos (el “folículo de Graaf” lleva su nombre) pero se enredó en otro enojoso pleito con Swammerdam acerca de la prioridad del descubrimiento y murió de amargura.
Llevados por la analogía con las aves, los ovistas seguían buscando el “huevo”, pero no se les ocurrió buscarlo en el ovario. Para ser justos con ellos, no partían de un dogma teórico, sino de hipótesis fundadas en las experiencias de Malpighi, Spallanzani y Haller.
Fue entonces cuando la partenogénesis pareció venir en su apoyo. La reproducción sin fecundación es un fenómeno corroborado en animales y plantas de escasa complejidad, que ahora comprendemos mejor. Pero en ese tiempo venía de maravillas para descalificar a los escurridizos “animálculos.”
Leeuwenhoek había observado cómo los pulgones se reproducían “sin cópula ni macho”. En 1745 Charles Bonnet recurrió al experimento. Aisló a un pulgón bajo una campana de vidrio y vio con satisfacción cómo daba a luz una serie de 95 crías. Hasta llegó a encariñarse con “la querida Pouceronne”, que había visto crecer bajo sus ojos, y lloró su desaparición.
La partenogénesis parecía demostrar que el embrión estaba en el huevo. El semen era apenas un solvente que con su “sutileza y actividad” lo hacía crecer.
Mucho más tarde, la partenogénesis inspiró a la escritora feminista Charlotte Perkins Gillman, cuyo fuerte no era la biología. En su utopía, Herland (1915) imaginó a una comunidad de mujeres –obviamente, en Amazonia– que habían aprendido a reproducirse solas, al morir los hombres de la región.
Quien estuvo más cerca de la verdad fue Spallanzani, en sus estudios sobre la fecundación de las ranas. Usando tela, algodón y papel, logró filtrar el “licor seminal” y observó que perdía su poder fecundante. De no haber sido ovista, Spallanzani tendría que haberse interesado por el espermatozoide, pero ni se le ocurrió.

El todo y las partes
Como suele ocurrir en las polémicas académicas –para no hablar de las políticas– los dos bandos iniciales se dividieron transversalmente en cuatro. Más allá de que se originara en el “huevo” o en los “animálculos”, ¿qué era el embrión? ¿Un conjunto de partes o una totalidad? ¿Qué venía primero: el órgano o el organismo?
El mecanicismo cartesiano ofrecía una respuesta, que Buffon enunció bajo el nombre de “epigenismo”. Un escultor, escribió, tiene dos alternativas: tallar un bloque de mármol o apilar trozos de arcilla. La naturaleza obraba de este último modo, concluyó, contradiciendo la experiencia de cualquiera que hubiera visto brotar una semilla.
Para Buffon, el organismo se construye ensamblando moléculas que abundan en la naturaleza. Cada órgano actúa como un “molde” que filtra las moléculas que le son afines y envía el sobrante al testículo. Los animálculos no son pues organismos sino componentes, que se ensamblan en el útero como en la fábrica de Ford. Para su desgracia, Buffon ignoraba que, por lo general, es sólo uno el espermatozoide que fecunda.
Todavía había que pasar, como decían en las universidades medievales, por “el puente del asno”. En este caso, del mulo.
¿Por qué la cruza de asno y yegua engendra al mulo, que es estéril? Ahora fue Bonnet quien se enredó y propuso una enrevesada hipótesis ad hoc. Bonnet explicó que en el testículo había vasos que filtraban las moléculas. En el semen del burro había moléculas (¿genes?) correspondientes a las orejas y laringe asnales, y en el del caballo estaban las equinas. El mulo era estéril porque el semen del asno no permitía abrir los canales correspondientes a los genitales del caballo. Bastante complicado, se diría.
Pero lo que dejó definitivamente perplejo a Bonnet fue el caso de un campesino llamado Gratio Kalleia, que tenía seis dedos en cada mano. Tuvo varios hijos, pero sólo uno con seis dedos, y lo mismo ocurrió entre sus nietos. ¿Cómo hacía su cuerpo para filtrar las moléculas? Hoy diríamos que la polidactilia de Kalleia dependía de un gen recesivo, pero para eso había que meterse con otro misterio (el de la herencia) y Mendel todavía no había nacido.
La gran pregunta la planteó Maupertuis en 1745: ¿si el feto es apenas un gusanillo que nada en el líquido seminal del padre, por qué habría de parecerse a la madre? Y si no fuera más que el huevo, ¿por qué tendría que tener rasgos del padre?

En busca del homúnculo
Mientras tanto los animalculistas andaban buscando al germen que suponían “preformado” en el espermatozoide. Inspirado quizá por los alquimistas, Hartsoeker escribió en 1694 que “si fuera posible verlo, descubriríamos que en el espermatozoide hay un ‘homunculus’, un hombrecito microscópico de gran cabeza encogido como un feto”.
Como el holandés incluyó un dibujo del imaginario homúnculo, muchos llegaron a creer que realmente lo había observado. El más fantasioso fue François de Plantade, que era nada menos que el secretario de la Sociedad Real de Montpellier. Oculto bajo un seudónimo, en 1699 dio a conocer sus pretendidas observaciones. Había visto al homúnculo: era “un espectáculo admirable e increíble”. Aseguraba haber visto brazos, piernas y torso del hombrecito, aunque por desgracia no los genitales, debido a su reducido tamaño.
El homúnculo solo existía en la imaginación de los preformacionistas, de modo que nunca más fue visto.

Las muñecas rusas
El último, y el más curioso de los embrollos en el cual terminaron por meterse ambos bandos, fue el encapsulamiento (emboîtement) de los gérmenes.
La mayoría de los biólogos de entonces creía que el organismo estaba preformado, con todos sus órganos en miniatura, en alguno de los dos gametos.
Pero esto significaba admitir, como Buffon, que no sólo nuestros antepasados sino también toda nuestra descendencia estaban contenidos en un solo germen, de Adán o de Eva según unos u otros.
En ese caso, ¿qué tamaño podía llegar a tener el primer homúnculo de la serie? Si el huevo contiene un organismo en miniatura, éste tendrá su ovario, y éste a su vez otro. Era una cuestión de escala: los gametos serían cada vez más pequeños, como las cajas chinas o las muñecas rusas.
Haciendo un cálculo estimativo, Hartsoeker concluyó que en solo sesenta mil años, el germen tendría el tamaño equivalente a 10-30000 veces la estatura de un adulto. Esto es, un insignificante uno precedido por treinta mil ceros.
Buffon quiso ser más preciso. Estimó que si el tamaño del espermatozoide es un 10-10 del cuerpo, el del abuelo del sujeto debería haber sido 10-55. En sólo seis generaciones, la relación germen-cuerpo llegaría a ser la misma que existe entre el átomo y el universo. Aun considerando que las estimaciones del siglo XVIII para el tamaño del universo eran más modestas que las actuales, el argumento por el absurdo resultaba contundente.
El problema parecía no tener solución (dentro del paradigma vigente) y el filósofo Malebranche se resignaba a postularlo como un misterio insoluble. Heller y Bonnet también desesperaban de resolverlo y concluían que los dos sexos intervenían en la generación, aunque era difícil saber cómo.
Las limitaciones del paradigma mecanicista no permitían imaginar lo que hoy sabemos. Es decir, que lo que se miniaturiza no es el organismo sino la información codificada en el ADN. De hecho, señala el biólogo Richard Lewontin, ganaron los partidarios del homúnculo, que ahora se llama “genoma”.
Todo el problema de las cajas chinas se diluyó en cuanto comenzamos a reconocer los cromosomas, los genes y los tripletes.
No fue tan fácil llegar a estas conclusiones, si tenemos en cuenta que en pleno siglo XX todavía había escritores de ciencia ficción (incluyendo algunos con formación científica) que imaginaban hombres microscópicos luchando a brazo partido con los microbios, cuando no los hacían habitar en las moléculas y los átomos, como si estuviesen hechos de otra clase de materia.
Todas las especulaciones de los biólogos del siglo XVIII habían servido para llevar al paradigma mecanicista hasta sus límites, poniendo en evidencia su inadecuación para comprender procesos que requerían de otras categorías teóricas.
Pero estos tanteos no fueron un simple juego de errores. En cada uno de estos tanteos se descubrieron pistas del camino que llevaría a la biología molecular, que hoy permite explicar todo aquello que entonces era un misterio. En la compleja maquinaria del ADN, el ARN y los ribosomas encontramos algo de lo que vislumbraban los científicos de entonces: una suerte de fábrica para el ensamblaje de moléculas.
Y sin embargo, ya estamos dudando de que también este paradigma, que tiene medio siglo a cuestas y con el cual nos hemos lanzado alegremente a inventar clones y transgénicos, puede resultar tan risible como aquellas cajas chinas dentro de doscientos años.

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