› Por Pablo Capanna
He conocido conservadores que juraban que las clases sociales son una abstracción
tendenciosa, pero en la vida diaria no dejaban sin ejercer ningún prejuicio
clasista. También hay epistemólogos que, intimidados por el relativismo
de Kuhn, niegan la existencia de los paradigmas.
Puede ser que los paradigmas no existan, pero que los hay, los hay. La historia
de la ciencia está llena de ellos, y también de los atolladeros
teóricos en que suelen meternos en cuanto se agotan.
Un caso bastante pintoresco de inercia mental ligada a ese paradigma mecanicista
que creció a la sombra de Newton y Descartes es la larga polémica
que dividió a los biólogos del siglo XVIII en torno a la generación
y la herencia.
Por supuesto, en toda aquella disputa en torno al embrión y los gametos
jugó un papel muy importante el perfeccionamiento de los microscopios.
Pero el paradigma no está en el lente ni en el ojo sino en la mente del
que observa, de modo que hubo abundantes piruetas mentales destinadas a probar
que los fenómenos observados eran precisamente aquellos que el modelo
predisponía a ver.
A fines del siglo de las Luces la cuestión parecía insoluble tanto
a nivel teórico como experimental. Las cosas comenzaron a aclararse recién
en 1827, cuando Von Baer encontró el óvulo dentro del folículo.
El espectáculo del espermatozoide penetrando en el óvulo, que
ahora aparece hasta en los dibujos animados, fue observado por primera vez en
1875.
Activos y pasivos
Cuando ya hacía un siglo que los naturalistas contaban con el microscopio,
la cuestión de la ontogenia admitía tres respuestas posibles.
Para los ovistas, todo estaba en el óvulo, y la función del espermatozoide
era apenas excitarlo. Para los animalculistas ocurría todo lo contrario:
la semilla (no en vano llamada semen) era el gameto masculino, y el óvulo
servía sólo para nutrirlo.
La naturaleza resultó ser más democrática, repartiendo
las responsabilidades por partes iguales. Es curioso observar que ése
había sido el planteo más antiguo, así como el heliocentrismo
de los pitagóricos andaba más cerca de la verdad que la hipótesis
geocéntrica que tanto costó erradicar.
En sus tiempos, Empédocles, Demócrito, Aristóteles, Paré,
Bacon, Van Helmont y Descartes habían defendido la teoría de la
“doble simiente”, que daba intervención a ambos sexos. Sin
embargo todos reservaban el papel protagónico para el varón, amparándose
en los paradigmas (y los prejuicios) de su tiempo. Para Galeno, el primero que
describió los ovarios, la simiente femenina tenía un rol secundario
“por ser menos cálida”. Van Helmont, por su parte, pensaba
que el feto nacía de la unión de la sangre menstrual con el esperma.
En cuanto a Aristóteles, la hembra ponía la causa material y el
macho la formal (hoy diríamos: el “hardware” y el “software”
del embrión), conforme a su física.
Los animálculos
Los ovistas del siglo XVIII eran partidarios del “huevo” (un concepto
que no coincidía exactamente con el óvulo) y los animalculistas
defendían la causa masculina. Costó mucho descubrir que eran complementarios.
Los ovistas pensaban que los mamíferos debían tener un “huevo”
análogo al de las aves, que crecía cuando era activado por el
“fluido” masculino, que Fabrizio D’Acquapendente bautizó
“aura seminalis”. El gran fisiólogo suizo Albrecht von Haller
(1708-1777) lo describió como algo nauseabundo: el vapor que emitía
el semen era tan penetrante que impedía comer la carne de un animal recién
castrado. Esas “partículas fétidas alcalescentes”
eran las que les daban fuerza y vigor a los machos. Al invadir el cuerpo femenino
–aseguraba Haller– provocaban esas náuseas y vómitos
tan comunes en las embarazadas. “¡Qué porquería es
el glóbulo!”, hubiera comentado un alumno del maestro Firpo.
Uno de los que lograron distinguir células en el supuesto fluido fue
Leeuwenhoek, el primer microscopista, quien descubrió a los espermatozoides
en las poluciones nocturnas de un paciente. ¡Había tantos “animálculos”
o “vermes” en esa muestra como hombres en la superficie de la Tierra!
El holandés elevó un informe a la Royal Society en 1678, disculpándose
por lo “repugnantes o escandalosos” que pudieran resultar sus estudios.
Pero el italiano Vallisneri también los había visto y exultaba:
eran veri, verissimi, archiverissimi vermi!
Hartsoeker, discípulo de Leeuwenhoek, reclamó la prioridad del
descubrimiento e interesó a Huygens, quien publicó una memoria
en el Journal des Savants, la gran revista científica francesa.
Sin embargo, los animálculos resultaban bastante incómodos para
la teoría del fluido, especialmente por su enigmática cola. Algunos
aseguraron que eran simplemente corpúsculos destinados a agitar el licor
seminal para que no se espesara.
El gran Buffon (1707-1788), el naturalista que no se atrevió a admitir
la evolución, también le restó importancia al flagelo,
y trató de encontrar el semen femenino.
Al comienzo anduvo bien encaminado, argumentando que si el masculino sale del
testículo, el femenino tiene que nacer en el ovario. Pero lo imaginó
como “un humor semejante a la clara del huevo” que era “eyaculado
en el acto venéreo”. No se atrevió a examinar el “licor
femenino”, alegando que “hay experiencias que no están permitidas
ni siquiera a los filósofos”. En cambio, observó el humor
del cuerpo amarillo de una perra y aseguró haber visto cuerpos flagelados
parecidos a los espermatozoides. Pero cuando Needham y Daubeton repitieron la
experiencia llegaron a la conclusión de que no solo parecían:
eran espermatozoides.
El huevo y los ovistas
En la segunda mitad del siglo, la polémica entre ovistas y animalculistas
recrudeció; ambos pensaban que el embrión estaba miniaturizado
en uno de los gametos.
Harvey, el descubridor de la circulación de la sangre, se había
ocupado del tema. Siendo médico de Carlos I, Harvey cazaba ciervos en
el coto real, pero aprovechaba para estudiarlos en la sala de disección
y pudo observar el desarrollo embrionario. También Malpighi había
visto en 1669 empollar un huevo expuesto al sol mediterráneo. En realidad,
ya Aristóteles (o uno de sus colaboradores del Liceo) había observado
latir un corazón de pollo al cuarto día de incubación y
distinguió al quinto la masa encefálica.
Harvey identificó el corion y el saco amniótico, reconociendo
la validez de lo observado por el griego, pero se equivocó al no relacionar
el ovario con la fecundación. Para un ovista como él, el “huevo”
tenía que nacer en el útero. El ovario ya había sido estudiado
por Nicolás Stenon (1638-1687), quien lo había señalado
como el “testículo femenino”, pero sus trabajos se publicaron
mucho más tarde. El primero que propuso llamarlo “ovario”
fue Regnier de Graaf (1641-1673). Sus estudios fueron decisivos (el “folículo
de Graaf” lleva su nombre) pero se enredó en otro enojoso pleito
con Swammerdam acerca de la prioridad del descubrimiento y murió de amargura.
Llevados por la analogía con las aves, los ovistas seguían buscando
el “huevo”, pero no se les ocurrió buscarlo en el ovario.
Para ser justos con ellos, no partían de un dogma teórico, sino
de hipótesis fundadas en las experiencias de Malpighi, Spallanzani y
Haller.
Fue entonces cuando la partenogénesis pareció venir en su apoyo.
La reproducción sin fecundación es un fenómeno corroborado
en animales y plantas de escasa complejidad, que ahora comprendemos mejor. Pero
en ese tiempo venía de maravillas para descalificar a los escurridizos
“animálculos.”
Leeuwenhoek había observado cómo los pulgones se reproducían
“sin cópula ni macho”. En 1745 Charles Bonnet recurrió
al experimento. Aisló a un pulgón bajo una campana de vidrio y
vio con satisfacción cómo daba a luz una serie de 95 crías.
Hasta llegó a encariñarse con “la querida Pouceronne”,
que había visto crecer bajo sus ojos, y lloró su desaparición.
La partenogénesis parecía demostrar que el embrión estaba
en el huevo. El semen era apenas un solvente que con su “sutileza y actividad”
lo hacía crecer.
Mucho más tarde, la partenogénesis inspiró a la escritora
feminista Charlotte Perkins Gillman, cuyo fuerte no era la biología.
En su utopía, Herland (1915) imaginó a una comunidad de mujeres
–obviamente, en Amazonia– que habían aprendido a reproducirse
solas, al morir los hombres de la región.
Quien estuvo más cerca de la verdad fue Spallanzani, en sus estudios
sobre la fecundación de las ranas. Usando tela, algodón y papel,
logró filtrar el “licor seminal” y observó que perdía
su poder fecundante. De no haber sido ovista, Spallanzani tendría que
haberse interesado por el espermatozoide, pero ni se le ocurrió.
El todo y las partes
Como suele ocurrir en las polémicas académicas –para no
hablar de las políticas– los dos bandos iniciales se dividieron
transversalmente en cuatro. Más allá de que se originara en el
“huevo” o en los “animálculos”, ¿qué
era el embrión? ¿Un conjunto de partes o una totalidad? ¿Qué
venía primero: el órgano o el organismo?
El mecanicismo cartesiano ofrecía una respuesta, que Buffon enunció
bajo el nombre de “epigenismo”. Un escultor, escribió, tiene
dos alternativas: tallar un bloque de mármol o apilar trozos de arcilla.
La naturaleza obraba de este último modo, concluyó, contradiciendo
la experiencia de cualquiera que hubiera visto brotar una semilla.
Para Buffon, el organismo se construye ensamblando moléculas que abundan
en la naturaleza. Cada órgano actúa como un “molde”
que filtra las moléculas que le son afines y envía el sobrante
al testículo. Los animálculos no son pues organismos sino componentes,
que se ensamblan en el útero como en la fábrica de Ford. Para
su desgracia, Buffon ignoraba que, por lo general, es sólo uno el espermatozoide
que fecunda.
Todavía había que pasar, como decían en las universidades
medievales, por “el puente del asno”. En este caso, del mulo.
¿Por qué la cruza de asno y yegua engendra al mulo, que es estéril?
Ahora fue Bonnet quien se enredó y propuso una enrevesada hipótesis
ad hoc. Bonnet explicó que en el testículo había vasos
que filtraban las moléculas. En el semen del burro había moléculas
(¿genes?) correspondientes a las orejas y laringe asnales, y en el del
caballo estaban las equinas. El mulo era estéril porque el semen del
asno no permitía abrir los canales correspondientes a los genitales del
caballo. Bastante complicado, se diría.
Pero lo que dejó definitivamente perplejo a Bonnet fue el caso de un
campesino llamado Gratio Kalleia, que tenía seis dedos en cada mano.
Tuvo varios hijos, pero sólo uno con seis dedos, y lo mismo ocurrió
entre sus nietos. ¿Cómo hacía su cuerpo para filtrar las
moléculas? Hoy diríamos que la polidactilia de Kalleia dependía
de un gen recesivo, pero para eso había que meterse con otro misterio
(el de la herencia) y Mendel todavía no había nacido.
La gran pregunta la planteó Maupertuis en 1745: ¿si el feto es
apenas un gusanillo que nada en el líquido seminal del padre, por qué
habría de parecerse a la madre? Y si no fuera más que el huevo,
¿por qué tendría que tener rasgos del padre?
En busca del homúnculo
Mientras tanto los animalculistas andaban buscando al germen que suponían
“preformado” en el espermatozoide. Inspirado quizá por los
alquimistas, Hartsoeker escribió en 1694 que “si fuera posible
verlo, descubriríamos que en el espermatozoide hay un ‘homunculus’,
un hombrecito microscópico de gran cabeza encogido como un feto”.
Como el holandés incluyó un dibujo del imaginario homúnculo,
muchos llegaron a creer que realmente lo había observado. El más
fantasioso fue François de Plantade, que era nada menos que el secretario
de la Sociedad Real de Montpellier. Oculto bajo un seudónimo, en 1699
dio a conocer sus pretendidas observaciones. Había visto al homúnculo:
era “un espectáculo admirable e increíble”. Aseguraba
haber visto brazos, piernas y torso del hombrecito, aunque por desgracia no
los genitales, debido a su reducido tamaño.
El homúnculo solo existía en la imaginación de los preformacionistas,
de modo que nunca más fue visto.
Las muñecas rusas
El último, y el más curioso de los embrollos en el cual terminaron
por meterse ambos bandos, fue el encapsulamiento (emboîtement) de los
gérmenes.
La mayoría de los biólogos de entonces creía que el organismo
estaba preformado, con todos sus órganos en miniatura, en alguno de los
dos gametos.
Pero esto significaba admitir, como Buffon, que no sólo nuestros antepasados
sino también toda nuestra descendencia estaban contenidos en un solo
germen, de Adán o de Eva según unos u otros.
En ese caso, ¿qué tamaño podía llegar a tener el
primer homúnculo de la serie? Si el huevo contiene un organismo en miniatura,
éste tendrá su ovario, y éste a su vez otro. Era una cuestión
de escala: los gametos serían cada vez más pequeños, como
las cajas chinas o las muñecas rusas.
Haciendo un cálculo estimativo, Hartsoeker concluyó que en solo
sesenta mil años, el germen tendría el tamaño equivalente
a 10-30000 veces la estatura de un adulto. Esto es, un insignificante uno precedido
por treinta mil ceros.
Buffon quiso ser más preciso. Estimó que si el tamaño del
espermatozoide es un 10-10 del cuerpo, el del abuelo del sujeto debería
haber sido 10-55. En sólo seis generaciones, la relación germen-cuerpo
llegaría a ser la misma que existe entre el átomo y el universo.
Aun considerando que las estimaciones del siglo XVIII para el tamaño
del universo eran más modestas que las actuales, el argumento por el
absurdo resultaba contundente.
El problema parecía no tener solución (dentro del paradigma vigente)
y el filósofo Malebranche se resignaba a postularlo como un misterio
insoluble. Heller y Bonnet también desesperaban de resolverlo y concluían
que los dos sexos intervenían en la generación, aunque era difícil
saber cómo.
Las limitaciones del paradigma mecanicista no permitían imaginar lo que
hoy sabemos. Es decir, que lo que se miniaturiza no es el organismo sino la
información codificada en el ADN. De hecho, señala el biólogo
Richard Lewontin, ganaron los partidarios del homúnculo, que ahora se
llama “genoma”.
Todo el problema de las cajas chinas se diluyó en cuanto comenzamos a
reconocer los cromosomas, los genes y los tripletes.
No fue tan fácil llegar a estas conclusiones, si tenemos en cuenta que
en pleno siglo XX todavía había escritores de ciencia ficción
(incluyendo algunos con formación científica) que imaginaban hombres
microscópicos luchando a brazo partido con los microbios, cuando no los
hacían habitar en las moléculas y los átomos, como si estuviesen
hechos de otra clase de materia.
Todas las especulaciones de los biólogos del siglo XVIII habían
servido para llevar al paradigma mecanicista hasta sus límites, poniendo
en evidencia su inadecuación para comprender procesos que requerían
de otras categorías teóricas.
Pero estos tanteos no fueron un simple juego de errores. En cada uno de estos
tanteos se descubrieron pistas del camino que llevaría a la biología
molecular, que hoy permite explicar todo aquello que entonces era un misterio.
En la compleja maquinaria del ADN, el ARN y los ribosomas encontramos algo de
lo que vislumbraban los científicos de entonces: una suerte de fábrica
para el ensamblaje de moléculas.
Y sin embargo, ya estamos dudando de que también este paradigma, que
tiene medio siglo a cuestas y con el cual nos hemos lanzado alegremente a inventar
clones y transgénicos, puede resultar tan risible como aquellas cajas
chinas dentro de doscientos años.
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