COSMOLOGíA
› Por Mariano Ribas
Son los pilares de la gran arquitectura cósmica. Enormes islas de estrellas, gas y polvo que, de tanto en tanto, se atreven a interrumpir las oscuras aguas del universo, aterradoramente vacías y heladas. A escala humana, las galaxias son verdaderos monstruos que ponen en ridículo todos nuestros parámetros habituales: es verdaderamente difícil imaginar sus dimensiones y su complejidad. Pero a escala cosmológica, las galaxias no son más que solitarias motas de materia. Excepciones a la regla. Distracciones de la nada. Nacieron cuando el cosmos sólo tenía unos cientos de millones de años, cuando la furia del Big Bang comenzaba a menguar. Y al principio, no eran más que inmensas y desprolijas nubes de gas (casi todo, hidrógeno). Pero con el correr del tiempo la gravedad las fue comprimiendo y modelando. Y en sus entrañas los parches gaseosos más densos originaron las primeras estrellas. Hoy, 14 mil millones de años después del estallido primigenio, el universo cuenta con miles de millones de galaxias. Y sin embargo, hasta hace apenas un siglo, nada se sabía de todas ellas. Es más, hasta parecía que la Vía Láctea era la única. Pero esa imagen miope ha cambiado: paso a paso, la astronomía ha ido descubriendo la gloria de las galaxias. Y actualmente, está tratando de explicar sus orígenes, su evolución y su diversidad. En medio de esa búsqueda, y hace apenas unos días, se anunció el descubrimiento de la más lejana que jamás se haya observado.
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Se calcula que en el universo existen entre 50 y 150 mil millones de galaxias.
Y perdida anónimamente en esos números está la Vía
Láctea. Es una formidable estructura espiralada, formada por 200 mil
millones de soles, coloridas nubes de gas, y oscuros senderos de polvo a la
deriva. Su núcleo es una bola resplandeciente y amarillenta, donde se
concentra la mitad de la población estelar. Y de allí parten varios
brazos, que se retuercen a su alrededor, elegantes estructuras donde abundan
las estrellas azules, jóvenes y calientes. En uno de esos brazos –conocido
como el “Brazo de Orión”– está el Sistema Solar
y casi todas las estrellas que vemos en el cielo. Allí estamos nosotros,
en un rincón que está más cerca del borde que del centro
de la galaxia. Sólo una galaxia, una más entre tantísimas.
Sin embargo, todavía a principios del siglo XX la mayoría de los
astrónomos creía que la Vía Láctea era todo el universo.
De todos modos, es justo decir que unos pocos sospechaban lo contrario (entre
ellos, en su momento, hasta el propio Kant). Sea como fuere, recién a
mediados de los años ’20, un astrónomo parco, amigo de las
pipas y el buen tabaco, descubrió que las difusas siluetas que mostraban
los telescopios no eran otra cosa que galaxias muy distantes: Edwin Hubble había
corrido el velo que nos separaba del verdadero reino galáctico. Un reino
que, con el correr de las décadas, se fue revelando cada vez más
rico y variado. El gran astrónomo norteamericano observó galaxias
de todos los tamaños y formas, y las clasificó según su
aspecto: desde entonces se habla de “espirales”, “elípticas”
e “irregulares”. Pero a la vez, hizo uno de los descubrimientos
más extraordinarios de la historia de la ciencia: los grupos de galaxias
(cúmulos) se alejan entre sí. Y de nosotros. Y su velocidad es
proporcional a su distancia: cuanto más lejos están, más
rápido se alejan. Hubble había descubierto que el cosmos estaba
en constante expansión. Y esa fue la base para la teoría del Big
Bang. Nada menos.
Desde aquellos tiempos no tan lejanos, los astrónomos han observado y
fotografiado incontables galaxias. E incluso especímenes que el propio
Hubble nunca hubiese soñado. Pero también han tratado de explicar
su génesis, sus estructuras, sus interacciones y su evolución
a lo largo de los miles de millones de años.
Todo comienza al fin
Hoy en día, y a partir de distintos modelos teóricos y evidencias
de observaciones (como las aportadas el año pasado por el observatorio
espacial de microondas WMAP, de la NASA), los astrónomos creen que
las galaxias nacieron a partir de las ligeras asimetrías –en la
distribución de la materia– que siguieron al Big Bang. Es curioso,
pero sin esas asimetrías iniciales, las galaxias nunca hubiesen existido
(y nosotros, tampoco, pero ese es otro gran tema). “Esos grumos ya estaban
presentes cuando el universo sólo tenía 100 mil años, y
con el correr del tiempo la gravedad los fue haciendo crecer”, explica
el astrónomo Chris Impey (Universidad de Arizona) en un notable artículo
publicado en la revista Astronomy. Y agrega: “Así, durante cientos
de millones de años, se formaron objetos cada vez más grandes”.
Esas estructuras gaseosas, completamente deformes, eran las protogalaxias. Y
por acción de la gravedad fueron colapsando y ganando cuerpo, mientras
que en sus zonas internas más densas empezaban a encenderse las primeras
estrellas.
Sobre este esquema general hay bastante coincidencia. Sin embargo, lo que no
está del todo claro es cómo evolucionaron las galaxias desde sus
comienzos. Y fundamentalmente cómo llegaron a ser lo que son ahora. Un
modelo tradicional, surgido en la década del ’60, y conocido como
ELS (por Eggen, Linden-Bell y Sandage, los astrónomos que lo propusieron),
dice que las galaxias actuales colapsaron, básicamente, como objetos
únicos. Y que –gravedad mediante– fueron tomando su aspecto
definitivo. La otra variante es la teoría de las fusiones: las protogalaxias
interactuaron, e irremediablemente se fueron fundiendo unas con otras. “Las
fusiones entre protogalaxias pueden ser el mecanismo principal para explicar
el origen de las galaxias del universo actual”, explica Bill Keel, cosmólogo
de la Universidad de Alabama, Estados Unidos. Actualmente, este modelo es el
favorito a la hora de explicar la génesis galáctica. Y en gran
medida se basa en lo que han mostrado el Telescopio Espacial Hubble y otros
grandes aparatos terrestres.
Máquinas del tiempo
En cierto modo, los telescopios funcionan como máquinas del tiempo: al
mirar lejos en el espacio, también miran hacia el pasado. Es simple:
cuando se observa una galaxia que está a 5 mil millones de años
luz, se la ve como era hace 5 mil millones de años, porque ese es el
tiempo que la luz ha tomado en llegar hasta nosotros. En consecuencia, es posible
saber cómo eran las primeras galaxias: sólo hay que mirar lo más
lejos posible. Y eso es lo que han hecho instrumentos como el Hubble, capaces
de rozar los límites del universo observable. Sus célebres imágenes
de “campo profundo” (conocidas como “Hubble Deep Field”),
tomadas durante la pasada década, muestran galaxias a 10 o 12 mil millones
de años luz de la Tierra. Son retratos de primitivas islas de estrellas.
Y en general parecen ser muy pequeñas, mucho más que la Vía
Láctea, Andrómeda, M33 o tantísimas otras galaxias “modernas”:
“A partir de sus tamaños angulares y su distancia, sabemos que
estas galaxias primitivas no medían más de 3 mil años luz
de diámetro”, explica Harry Ferguson, del Instituto de Ciencia
del Telescopio Espacial (STScI). En comparación, nuestra galaxia es 30
veces más grande.
Cosas muy similares se ven en las imágenes obtenidas por los más
importantes telescopios terrestres, como los gigantescos gemelos Keck I y II,
instalados en Hawai, o los más cercanos VLT y Gemini, al norte de Chile.
Y eso lleva a pensar que, tal como plantea el modelo de las “fusiones”,
las primeras islas de estrellas eran –por lo general– relativamente
chicas, y fueron pasando por múltiples episodios de choques, fusión
y crecimiento. Y no es nada raro, de hecho en el universo actual los procesos
de colisión y “canibalismo” galáctico son bastante
comunes.
Sin ir más lejos, ahora mismo la Vía Láctea está
devorando, sin piedad, a dos pequeñas vecinas (conocidas como “galaxia
enana de Sagitario” –descubierta en 1994– y “galaxia
enana del Can Mayor” –descubierta el año pasado–).
Devoradores de materia
Otro de los descubrimientos más notables de los últimos años
es la probable ligazón entre galaxias, agujeros negros supermasivos y
cuasares. Al parecer, en el corazón de la Vía Láctea, Andrómeda,
Centauro A, M87 y muchísimas otras grandes galaxias (muy bien estudiadas),
existirían gigantescos agujeros negros, monstruos gravitatorios que se
la pasan devorando estrellas, nebulosas y todo lo que tengan a su alcance. Son
objetos que habrían nacido a partir de la muerte y colapso de una estrella
muy masiva, ganando masa y gravedad con el tiempo. En realidad, hay quienes
sospechan que la mayoría de las galaxias –al menos, las más
grandes– esconden súper agujeros negros en sus centros. Incluso,
hasta tendrían mucho que ver con su origen y funcionamiento. Es muy probable
que estas extrañas criaturas hayan aparecido muy pronto en la historia
de cada galaxia, creciendo sin pausa en sus entrañas, y condicionando
su posterior evolución. Y aquí aparece la relación con
los cuasares, que son los núcleos ultraenergéticos de lejanísimas
–y primitivas– galaxias. Bestias motorizadas por agujeros negros
descomunales. “Estos agujeros negros se formaron muy pronto, y a medida
que devoraban materia desencadenaron procesos altamente energéticos que
dieron origen a lo que llamamos cuasares”, dice el astrónomo Priya
Natarajan (del Instituto Canadiense de Astrofísica Teórica). Y
cierra la idea: “En torno a esos cuasares, precisamente, fueron tomando
forma las galaxias”.
Protogalaxias, agujeros negros centrales y cuasares, todo encadenado: para muchos
científicos, esas serían las etapas sucesivas por las que pasaron
las galaxias en su más temprana infancia. Y los agujeros negros –mucho
más tranquilos– que conservan las grandes galaxias modernas en
sus núcleos, serían los recuerdos de viejas épocas de furia.
De todos modos, se trata de un borrador, razonable, pero todavía bastante
crudo.
Extravagario galáctico
En la época de Edwin Hubble, sólo parecía haber tres variedades
galácticas. Pero los telescopios modernos han revelado una fauna mucho
más rica. Además de galaxias espirales, elípticas e irregulares,
el universo moderno está poblado por especímenes mucho menos tradicionales.
Están, por ejemplo, las “esferoidales”, que a simple vista
se parecen a las elípticas verdaderas, pero que esconden una estructura
interior mucho más caótica. También se han descubierto
unas cuantas galaxias “anulares”, con un núcleo central casi
completamente desconectado de un anillo de estrellas que lo envuelve. Y son
incontables los casos de galaxias clásicas –espirales o elípticas–
asimétricas, desgarradas, deformadas o en plena colisión con otras
vecinas (ya citamos el caso de la nuestra). Además, la diversidad varía
con las épocas (o lo que es lo mismo, distancias). A medio camino del
universo observable –es decir, lo que correspondería a hace 6 mil
millones de años– los astrónomos han detectado la presencia
de siluetas galácticas que hoy ya no se ven. Allí, un tercio de
las galaxias no encajaría en ninguna de las categorías de Hubble.
Y hasta aparecen extrañas cadenas de galaxias que casi se tocan. Por
el contrario, las actualmente comunes “espirales barradas” –aquellas
que presentan una barra de estrellas y polvo atravesando sus núcleos–
casi no aparecen. Evidentemente, el extravagario galáctico fue variando
a lo largo de la historia del universo. Y uno de los grandes desafíos
de la astronomía actual es tratar de encontrar los procesos y conexiones
evolutivos que ligan a las galaxias de ayer y de hoy. Para eso, hay que seguir
mirando, lo más lejos posible.
La más lejana, las más antigua
Y mirando lejos, precisamente, fue como los astrónomos acaban de descubrir
una galaxia que bate todos los records de distancia. Y la verdad es que no fue
nada fácil: para obtenerla, el francés Jean-Paul Kneib (Observatoire
Midi-Pyrénées) y sus colegas exprimieron al máximo la capacidad
del Telescopio Espacial Hubble, y de los gemelos Keck I y II (que con sus espejos
de 10 metros de diámetro son las máquinas de mirar más
potentes del mundo). Y encima contaron con una invalorable ayudita de la naturaleza:
el cúmulo de galaxias Abell 2218 –ubicado a 2 mil millones de años
luz– y que actuó como “lente gravitacional”. La cosa
funciona más o menos así: al pasar cerca de Abell 2218, la luz
de la galaxia –mucho más distante, pero en la misma línea
visual desde la Tierra– es torcida y amplificada por la tremenda gravedad
del cúmulo. Tanto que, según sus descubridores, “la hace
aparecer 25 veces más brillante” de lo que se vería normalmente
(dato al margen: Abell 2218 es el nombre del cúmulo, y no de la galaxia,
como se ha dicho en más de un medio). Y bien, al analizar su luz, Kneib
y sus colegas llegaron a la conclusión de que la galaxia está
a 13 mil millones de años luz. Es lo más lejano y lo más
antiguo que jamás se haya visto. Y a la vez, una ventana a la más
temprana infancia del cosmos, cuando apenas habían pasado unos 700 millones
de años desde el Big Bang.
Durante los próximos años, y de la mano de nuevas técnicas
e instrumentos, el estudio de las galaxias será cada vez más profundo
y detallado. Y así, de a poco, los astrónomos irán despejando
todas las incógnitas que hoy los desconciertan. La empresa ha demostrado
ser difícil. Pero saben vale la pena: al fin de cuentas, están
tratando de contar la gran historia de los pilares del universo.
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