ARQUEOLOGíA: MACHU PICCHU EN RIESGO
› Por Federico Kukso
Quizás alguna vez la polémica discursiva concluya al fin. Entonces, los ascéticos del lenguaje respirarán tranquilos y las discusiones a voz alzada que colman los runrunes de cafés, reuniones sociales y otras fiestas a las que uno sólo va para lucir su intelecto se volverán cosas de antaño. En cualquier caso, de pasar, cada vez que alguien ose alegar haber “descubierto” algún lugar ya habitado o conocido por otros –como sucede cuando se repite hasta el cansancio que América fue “descubierta” por Cristóbal Colón y los españoles o que uno “descubrió” tal libro o tal restaurante– sonará una sirena de alarma. El mismo ruido es el que tintinea detrás de la oreja cada vez que se lee que aquel paraje peruano de picos envueltos en nubes llamado Machu Picchu (que significa, en quechua, “pico viejo” y que hoy es devorado por la avasalladora industria del turismo) fue redescubierto el 24 de julio de 1912 por una expedición estadounidense encabezada por el historiador Hiram Bingham (Universidad de Yale), que luego no sólo devino gobernador del estado de Connecticut y senador, sino también en el modelo sobre el que Steven Spielberg se basó para delinear a su Indiana Jones.
De Bolívar a Pachacuti
Como sucede con cualquier evento lejano en el tiempo, la historia de cómo
Bingham encontró de la nada esta ciudadela laberíntica en las
alturas de los Andes a 3400 metros sobre el nivel del mar, con el tiempo se
tiñó de romanticismo (propio de la exploración y arqueología
de principios del siglo XX) a punto tal de desvirtuarse casi totalmente. Leyenda
más, leyenda menos, se cuenta en realidad que al historiador estadounidense
los incas le interesaban poco y nada. Lo que verdaderamente no lo dejaba dormir,
en cambio, era la vida del gran libertador venezolano del siglo XIX, Simón
Bolívar. Bingham viajó en diciembre de 1908 a Santiago de Chile
para asistir al Primer Congreso Científico Panamericano y allí
recaudar datos, hacer entrevistas y, si podía, reconstruir minuciosamente
los pasos del héroe. Así fue como decidió recorrer la vieja
ruta comercial española desde Buenos Aires a Lima. Luego pasó
por Cuzco, donde conoció a J. J. Núñez, por entonces intendente
de la región de Apurimac, quien lo invitó a una excursión
por las ruinas de Choquekirau. Y entonces, como bien lo demuestran los acontecimientos,
Bingham se olvidó completamente de Bolívar: regresó a Estados
Unidos, juntó plata y puso sus ojos en Perú. Así, en junio
de 1911, se instaló en Lima y comenzó a estudiar las crónicas
del siglo XVII de Antonio de la Calancha y Fernando de Montesinos que lo condujeron
a pie y mula a los valles de Urubamba y Ollantaytambo tras las pistas de las
dos capitales incas, Vilcabamba y Vitcos. En su camino, el historiador se encontró
con un granjero llamado Melchor Arteaga, quien le comentó casi al pasar
que allí, muy cerquita, había varias construcciones abandonadas
que, por las dudas, muchos esquivaban. Así fue como, junto a su intérprete,
el sargento Carrasco, un guía, Pablito Alvarez, de 11 años, y
un machete, Bingham se abrió paso entre la verde maleza y se topó
con esa misteriosa ciudad de piedra. Allí, intacta y silenciosa, se levantaba
Machu Picchu, curiosamente ignorada por Pizarro y demás invasores españoles
durante 300 años de dominio colonial. La jungla se la había tragado
por cientos de años y Bingham la había traído de nuevo
al mundo.
No pasó mucho tiempo para que el desgarbado y activo Bingham formulase
tres hipótesis, las tres luego sucesivamente desechadas, sobre qué
era todo eso: la cuna del pueblo inca; la fortaleza final en su infructuosa
lucha contra la conquista española del siglo XVI, o un centro espiritual
sagrado repleto de mujeres hermosas, “las vírgenes del Sol”,
y de sacerdotes que rendían culto al astro rey. Para desgracia de gurúes
new age que llegan al sitio en bandadas, las nuevas investigaciones indican,
gracias al estudio de documentos legales españoles del siglo XVI y un
análisis bien detallado de cerámicas, joyas de bronce y cobre,
herramientas y restos de esqueletos, que Machu Picchu fue sólo una de
las tantas propiedades privadas del emperador Pachacuti (considerado el Alejandro
Magno de los incas por haber expandido el imperio 5633 kilómetros y gobernado
a 15 millones de personas); la casa de verano de la familia real y la nobleza
inca. Como se desprende de un documento encontrado –entre pilas de papeles
sin clasificar– hace quince años en Cuzco por un antropólogo
de la Universidad de California llamado Rowland Howe, Machu Picchu era algo
así como un spa, al que el emperador acudía a tomar sol y cerveza
de maíz y a huir del frío de las ciudades. El texto encontrado
por el estadounidense es increíble e invaluable: una demanda legal de
los descendientes del emperador Pachacuti en la que exigían la inmediata
devolución de las tierras de la familia real, en especial las de un “lugar
de descanso” llamado “Picchu”.
La plata mueve montañas
Según aducen los arqueólogos que estudian la zona, la construcción
de Machu Picchu, la “ciudad perdida de los incas” (como tituló
Bingham su libro), empezó alrededor del 1450. Pero el resort del emperador
no duró mucho: el lugar fue abandonado 80 años después,
cuando el imperio comenzaba a resquebrajarse ante el avance español que
culminó con la ejecución de Túpac Amaru en 1572. Los análisis
de los esqueletos encontrados hacen suponer que la población no superaba
las 750 personas, y durante la época de lluvias bajaba drásticamente
a 200.
Desde que fue creado el santuario histórico el 8 de enero de 1981, Machu
Picchu, situada en el departamento de Cuzco (“la capital arqueológica
de América”, considerada por los incas el “Ombligo del Mundo”),
a más de mil kilómetros al sureste de Lima, se convirtió
en uno de los lugares más visitados de América del Sur. Y no muchos
están contentos; tienen por qué: como una estampida, la industria
turística arrasó con la inmutabilidad del lugar y puso todo a
la venta. Las más de 300 mil personas que concurren al año pueden,
como si estuvieran en el más norteamericano de los restaurantes, comerse
una hamburguesa y un pancho contemplando las maravillosas estructuras de granito,
y si les sobran algunos dólares, euros o soles, se pueden comprar un
llavero o una remera a tono y llevarlo como souvenir a casa.
Lo cierto es que la ola turística asusta cada vez más a las autoridades
peruanas. No porque a los empresarios les den asco los fangotes de dólares
que dejan anualmente los turistas, sino porque en cualquier momento todo puede
quedar sepultado bajo tierra. Geólogos japoneses de la Universidad de
Kyoto, por ejemplo, advirtieron en 1995 que Machu Picchu estaba en riesgo y
que si no se estabilizaba la zona los aludes que estremecen los cerros y valles
aledaños en algún momento se devorarán el predio. También
está el factor desgaste. El Instituto Nacional de Cultura de Perú
ya se dio por notificado y medita limitar el acceso a 500 personas por día,
sólo con zapatillas o calzado de suela de goma, para evitar dañar
las escalinatas y senderos.
Sólo cabe esperar ahora que los ufólogos y amantes del new age
y el flower power, que acuden con sus túnicas blancas a meditar y a “absorber
el espíritu inca”, no se quejen del continuo martillar de los arqueólogos
que buscan cada vez más respuestas a los enigmas que guarda Machu Picchu.
No sea que el negocio se les acabe y no sepan más qué inventar.
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