Sáb 15.05.2004
futuro

La muerte vino del Este

Por Enrique Garabetyan

Es sabido que las epidemias suelen ser poderosas manipuladoras de la historia humana. Sucesivas intervenciones de la gripe, la peste negra, la fiebre amarilla, el cólera y, sobre todo, la viruela representan un puñado de ejemplos que muestran cómo la difusión de una enfermedad puede forzar cambios de gobiernos, disparar migraciones masivas, influir en una guerra, modelar el diseño urbano o facilitar la conquista de un continente.
Aunque hoy el máximo marketing de “peste” lo ostenta el sida, lo cierto es que tuvo antecesores mucho más poderosos, mortales e influyentes. Tomemos el caso de la viruela. Esta infección viral es una vieja conocida humana que talla en el devenir histórico desde hace milenios.
El virus responsable de la viruela pertenece al género Orthopoxvirus, y su familia es la Poxviridae. Tiene varios primos cercanos, como el de la viruela bovina, la de los camellos y el virus Vaccinia, utilizado para elaborar la vacuna.
La íntima relación de la viruela con el género humano comenzó allá lejos y hace tiempo, junto a los primeros asentamientos agrícolas de la mesopotamia asiática. Rastrear con certeza su origen no es posible, pero es probable que haya saltado hacia los humanos desde alguna especie de roedor que merodeaba los rudimentarios graneros buscando comida.
Aunque la convivencia se inició hace unos diez mil años, las primeras pruebas tangibles de la viruela provienen del 1500 a.C., y se hallan en varias momias egipcias pertenecientes a la XVIIIº dinastía (1580-1350 a.C.) y en los restos de Ramsés V. Justamente de esa época data el primer registro de una epidemia ocurrida durante una de las tanta guerras (también éstas eran endémicas) entre egipcios e hititas hacia el 1350.
La siguiente novedad proviene de Atenas, en el 430 a.C., cuando Tucídides notó –y anotó– que quien sobrevivía al primer embate del mal parecía quedar inmune a la recaída. Y el historiador griego no fue el único: Abu Bakr Muhammad Ibn Zakariya al-Razi (apodado Rhazes), uno de los más respetados científicos árabes, redactó en el siglo X la primera descripción médica certera de la infección. En su libro De variolis et morbillis commentarius, registró que la viruela parecía contagiarse de persona a persona y dejó establecido que quien sobrevivía al primer ataque no volvía a contagiarse, sentando las bases para la teoría de la inmunidad adquirida.

NUEVO MUNDO MEDICO
Como es sabido, la viruela no era conocida por el metabolismo de los americanos y por eso al llegar .-camuflada en los cuerpos de los conquistadores– resultó una herramienta fundamental para diezmar las civilizaciones de aztecas e incas. Basta decir que en 1518 se calculaban los habitantes de la actual México en unos 25 millones, mientras que -apenas un siglo más tarde– sobrevivían 1,6 millón.
Aunque la guerra bacteriológica y los fantasmales laboratorios productores de virus la hayan devuelto a las primeras planas como justificación de la invasión a Irak, no se trata precisamente de algo nuevo. Ya en 1763 Lord Jeffrey Amherst, comandante de las fuerzas inglesas en las todavía colonias norteamericanas, sugería en una carta a sus lugartenientes “distribuir entre las tribus de indígenas desplazados frazadas previamente contaminadas con secreciones obtenidas de las pústulas de la viruela”. También en el pasado había particulares maneras de contribuir al proceso de paz.La razón de estos esfuerzos guerreros es simple de entender si se recuerda que es una enfermedad asociada a una altísima tasa de mortalidad, superior al 30% y sin tratamiento conocido. Eso, traducido en números, genera cifras impresionantes. Por ejemplo, en la Europa del siglo XVIII, equivalía a unas 400 mil personas fallecidas año tras año (algo más de la actual población de la provincia de San Luis). Además, un tercio de los sobrevivientes quedaba ciego a causa de sus efectos secundarios sobre las córneas. No menos de cinco reyes murieron por ella en ese siglo y alteró cuatro veces la línea de sucesión de los Habsburgo. De hecho, hasta fines de los `60, continuó siendo una enfermedad endémica en casi 30 países, provocando cerca dos millones de muertes al año, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).

JENNER LO SABIA
En la historia de la medicina, es particularmente conocida la anécdota de Edward Jenner. Este médico inglés consiguió imponer su método de prevención a partir de contagiar a las personas con la viruela bovina, que está biológicamente emparentada con la versión humana, y logra desatar una efectiva respuesta inmune capaz de prevenir la viruela tradicional, sin mayores molestias.
Aunque Jenner es considerado el “padre” de la vacuna, lo que logró fue una certificación científica y la refinación de la técnica, de manera de hacerla más segura. Pero el principio de “variolación” de personas sanas .-esto es, el contagio intencional a partir de enfermos que habían desarrollado una forma “suave” de infección– era ya un procedimiento conocido y ampliamente practicado desde décadas antes en diversas regiones del mundo. Aunque, claro, con dispar fortuna y peligrosos efectos secundarios.
En 1796, Jenner practicó su hoy inaceptable –desde la bioética– experimento: inoculó a un saludable James Phipps, de 8 años, con fluido extraído de una persona infectada de viruela bovina. Seis semanas más tarde lo sometió a una variolización usual. James no mostró ninguna reacción. Alentado, Jenner logró reunir una decena de casos similares y escribió un artículo que remitió a la Royal Society. Vale registrar que las autoridades de la institución rechazaron la publicación por “estar en discordancia con el conocimiento establecido” y ser de naturaleza “increíble”. Además de advertirle que “le convenía no promulgar semejantes ideas si tenía algún aprecio por su reputación profesional”.

LA EXPEDICION DE LOS NIÑOS EXPOSITOS
Aunque la Royal Society no le prestó atención, Jenner se autofinanció la publicación del artículo (ventajas de la época) con excelentes resultados: en un par de años su idea hacía furor y para 1800 en Europa ya había unas cien mil personas inmunizadas. Napoleón hizo vacunar a sus tropas en 1804 –los ejércitos solían ser diezmados por la viruela– y un año después extendió la práctica a la población civil.
Mientras tanto, España estaba sumamente preocupada por la suerte de sus colonias, ya que las epidemias de viruela eran la primera causa de despoblación de América. Y, como bien notaba el Consejo de Indias, despoblación era sinónimo de merma de impuestos para la Corona. Por lo tanto, Carlos IV decidió financiar el Primer Programa de Vacunación allende los mares de la historia.
En el otoño de 1803 se hizo a la vela la Expedición Filantrópica de la Vacuna, dirigida por Francisco de Balmis. A bordo de la “María Pita”, además de los médicos y sus ayudantes, viajaron 22 niños de la Casa de Expósitos de La Coruña que fueron siendo vacunados semanalmente utilizando el virus de las pústulas de los contagiados la semana anterior. De esa particular manera se trajo el virus vivo y activo hasta América. Locurioso es que, por entonces, ya se conseguía en diversas ciudades hipanoamericanas: había llegado desde los Estados Unidos, en preparaciones hechas sobre cristales sellados, vendidas por comerciantes ingleses. Sin embargo, la expedición de Balmis aseguró todo un sistema sanitario para las sucesivas campañas, capacitando sobre la práctica y distribuyendo miles de copias de un folleto explicativo impreso ad hoc.
En 1967, la OMS inició su plan intensivo de erradicación total. Trescientos millones de dólares más tarde, la campaña resultó exitosa y el último caso “salvaje” fue el de Ali Maalin, un joven cocinero somalí, que la contrajo en 1977. Sin embargo, en septiembre de 1978, en un nunca aclarado accidente de laboratorio ocurrido en la Universidad de Birmingham, se contaminó mortalmente Janet Parker, fotógrafa médica profesional. Pocos días después se suicidó –¿tal vez por la culpa?– mientras todavía cumplía cuarentena, Henry Bedson, el director de Microbiología Médica de esa institución.
En 1980, tras dos años sin casos, la OMS certificó la erradicación global de la viruela y se acordó que sólo quedaran muestras del virus confinadas en dos laboratorios de altísima seguridad biológica: el Centers for Disease Control de los Estados Unidos, y el Centro Estatal de Investigaciones en Virología en Koltsovo, Rusia. Desde entonces, el Comité de Asesoramiento para la investigación del virus de la OMS discute periódicamente si se debe destruir definitivamente –o seguir manteniendo- estas muestras. El motivo de permitirle “vivir” es asegurar la continuidad de investigaciones que buscan obtener mejores vacunas para el caso de que algún país “terrorista” trate de reflotar la viruela como arma bacteriológica.

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