Vuelve del baile tarde y sola. Las calles están oscuras.
Escucha pasos a sus espaldas. Su corazón se acelera, se le seca la boca,
un sudor frío le brota de la piel. Siente miedo...
Desde la antigüedad, los sabios han tratado de explicar qué es el
miedo, cómo se originan sus manifestaciones físicas y cuál
es su significado biológico. Una de las primeras teorías de las
emociones fue la de Aristóteles (siglo IV a.C.), quien definió
al miedo como un trastorno que se produce cuando la mente percibe que puede
ocurrir algo malo. Aristóteles pensaba que durante el miedo, el calor
corporal migra hacia el interior del organismo y se acumula en el corazón,
produciendo las típicas palpitaciones.
Richard Plutchik, autor de una de las más recientes teorías de
las emociones (1980), considera al miedo una emoción básica, junto
con la furia, la tristeza y la alegría, la anticipación y la sorpresa,
la aceptación y el rechazo. Para Plutchik, estas ocho emociones desempeñan
un rol importante en la supervivencia de los individuos.
Los científicos ya han identificado varias regiones del cerebro relacionadas
con la expresión del miedo. Ahora buscan maneras de bloquearlo en las
personas que padecen fobias y ataques de pánico.
EL PEQUEÑO ALBERTO Y LA RATA BLANCA
En términos psicológicos, un reflejo es la respuesta del cuerpo
ante un estímulo específico: la pierna se levanta si la rótula
recibe un golpe seco, las pupilas se contraen ante la luz y se dilatan ante
la oscuridad. También se producen reflejos ante estímulos no específicos.
Son los reflejos condicionados, que fueron descubiertos por el fisiólogo
ruso Iván Pavlov mientras estudiaba la salivación en su perro
Bécar.
Pavlov sabía que ante la proximidad de comida (un estímulo específico),
las glándulas salivales de Bécar segregaban saliva. Sabía
también que ante el sonido de una campanilla (un estímulo no específico),
no se producía salivación. Lo que no esperaba fue lo que pasó
cuando expuso a Bécar a los dos estímulos juntos (cada vez que
le acercaban comida, sonaba la campanilla). Pavlov repitió varias veces
este procedimiento y comprobó que llegaba un momento en que el sonido
solo, sin comida a la vista, estimulaba la salivación de Bécar.
En los años ‘20 del siglo pasado, los psicólogos John Watson
y Rosalie Rayner demostraron que también es posible condicionar las emociones.
Tomaron un bebé de once meses, que pasó a la historia con el nombre
de Little Albert (el pequeño Alberto), y realizaron un experimento que
ningún científico contemporáneo incluiría en un
pedido de subsidio.
Eligieron a Little Albert porque le gustaba jugar con ratas de laboratorio.
Aprovechando esto, Watson y Rayner pusieron a su alcance una rata blanca. Cada
vez que Little Albert tocaba a la rata, los investigadores le pegaban un fuerte
martillazo a un tubo de metal ubicado detrás del bebé. Después
de varios sustos, Little Albert lloraba e intentaba escapar cada vez que le
mostraban la rata blanca (sin golpear el tubo). También sentía
miedo ante la presencia de conejos y perros de aquel color. Hasta la barba de
una máscara de Papá Noel lo asustaba.
UN PINCHAZO REVELADOR
El cerebro de Little Albert aprendió a reaccionar ante el color blanco.
Más tarde se descubrió que es posible acondicionar el miedo en
animales tan diferentes como ratas, pájaros, insectos, reptiles y peces.
La existencia de este fenómeno sugiere que el cerebro aprende a reaccionar
ante estímulos no específicos. Es la memoria del miedo.
A comienzos del siglo pasado, el psicólogo suizo Edouard Claparède
recibía a una paciente que no podía formar nuevas memorias. Cada
vez que la mujer asistía al consultorio, Claparède tenía
que explicarle quién era él y por qué la estaba tratando.
El problema de la mujer era el mismo que sufría el protagonista de la
película Memento (que se tatuaba en el cuerpo mensajes dirigidos a sí
mismo, porque cada mañana despertaba sin el menor recuerdo de lo que
había sucedido el día anterior).
Un día, Claparède saludó a su paciente extendiéndole
la mano. La mujer se la estrechó... y recibió un fuerte pinchazo.
El médico había ocultado un alfiler entre sus dedos. En la siguiente
visita, la mujer se negó a estrechar la mano de Claparède. Ella
no podía explicar por qué, puesto que había olvidado el
incidente anterior, pero en alguna parte de su cerebro existía una memoria
inconsciente que la ponía sobre aviso.
LA PREPARACION DEL CUERPO
Un hombre espera el colectivo. De pronto se le acerca un perro. El animal muestra
los dientes y gruñe.
El cuerpo del hombre reacciona en forma casi instantánea. En primer lugar,
se paraliza. Luego se dilatan las pupilas, permitiendo captar mejor las señales
visuales del entorno. Las glándulas internas liberan hormonas –entre
ellas la adrenalina– que aumentan la tasa de metabolismo y estimulan el
sistema circulatorio. El hígado lanza glucosa al torrente sanguíneo.
El pulso y la presión arterial aumentan, acelerando el transporte de
la glucosa hacia los músculos y el cerebro, que la usarán como
fuente de energía. Los vasos sanguíneos del aparato digestivo
y la piel se contraen, empujando la sangre hacia el cerebro y los músculos.
Aligerada de sangre, la piel suda. Los pelos se ponen de punta. La digestión
se interrumpe, minimizando el consumo de energía. Las glándulas
salivales dejan de producir saliva y la boca se seca. En los pulmones, los bronquiolos
se dilatan y absorben más oxígeno. El bazo libera las células
que intervienen en la detención de hemorragias e infecciones.
Pasaron apenas unos segundos desde que el hombre vio al perro. En ese corto
tiempo, su estado fisiológico cambió por completo. Ahora su cuerpo
está preparado para pelear o escapar. Esa es la próxima decisión
que debe tomar el cerebro. Pero, ¿y si aparece el dueño del perro
y se lo lleva?, ¿la preparación del cuerpo fue un gasto inútil
de energía? La situación se puede pensar como un caso de “mejor
prevenir que curar”, porque si el cerebro no hubiera reaccionado ante
la presencia del perro y éste atacaba al hombre, las consecuencias habrían
sido mucho peores que las de un pequeño despilfarro energético.
IN LOCO CEREBRI
A fines de la década de 1970, Joseph LeDoux, un estudiante de doctorado
de la Universidad de Cornell en Manhattan, Estados Unidos, decidió investigar
cómo se las arregla el cerebro para producir emociones a través
de la memoria. Ahora, LeDoux recuerda con humor que la primera vez que solicitó
un subsidio, los evaluadores rechazaron la solicitud, alegando que era imposible
estudiar científicamente las emociones.
Cuando por fin consiguió fondos, LeDoux tomó distintas ratas y
a cada una le extirpó una parte diferente del cerebro. Después
de la operación les condicionó el miedo, aplicándoles una
ligera descarga eléctrica al mismo tiempo que les hacía escuchar
una melodía. Logró condicionar el miedo en algunas ratas, no en
otras. A estas últimas les había extirpadoel tálamo, una
estación repetidora que recibe señales de los órganos sensoriales
y las reenvía a otras partes del cerebro.
Los resultados indicaban que las ratas sin tálamo no podían ser
condicionadas. ¿Con qué partes del cerebro estaba comunicado el
tálamo? Para averiguarlo, LeDoux usó un colorante especial, que
se inyecta en las células cerebrales y se difunde por todas sus ramificaciones,
tiñéndolas. Con un microscopio vio que del tálamo salían
ramificaciones que terminaban en la amígdala, una parte del cerebro que
tiene forma de almendra. LeDoux observó que tampoco podía condicionar
a ratas sin amígdala.
LOS CAMINOS DEL MIEDO
LeDoux elaboró un modelo para explicar los caminos cerebrales del miedo.
Caminos, en plural, porque parece que existen al menos dos. Uno largo y otro
corto. Cuando los ojos y los oídos del hombre que esperaba el colectivo
vieron al perro y escucharon sus gruñidos, enviaron sendos mensajes al
tálamo: “vimos tal cosa”, “oímos tal otra”.
De inmediato, dos mensajes partieron del tálamo siguiendo diferentes
caminos. El mensaje que siguió el camino largo llegó a la corteza
cerebral y fue procesado con datos almacenados en el cerebro: “Lo que
estamos viendo y oyendo coincide con el recuerdo que tenemos de un perro poco
amistoso”. Entonces, la corteza le avisó a la amígdala:
“Hay un perro poco amistoso, ¡a prepararse!”. La amígdala
a su vez envió las órdenes necesarias para preparar al cuerpo:
“Aumenten el pulso y la presión arterial, liberen glucosa, irriguen
el cerebro y los músculos...”.
El mensaje que siguió el camino corto fue directo a la amígdala,
sin pasar por la corteza cerebral. Este mensaje era menos detallado que el otro,
no fue procesado y por lo tanto contenía una percepción más
cruda del mundo exterior. Pero llegó más rápido a la amígdala
y le dijo: “¡Peligro!”. En respuesta a esta señal de
alarma, la amígdala ordenó paralizar el cuerpo, que fue la primera
manifestación del cuerpo ante el peligro claro e inminente.
De esta manera, el cerebro primero reacciona, después toma conciencia
de lo que está pasando. La diferencia entre los tiempos necesarios para
recorrer los dos caminos es de apenas unas milésimas de segundo. Un lapso
ínfimo, pero que en circunstancias de peligro real puede ser suficiente
para marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
LOS ROSTROS DEL MIEDO
Además de almacenar los recuerdos del miedo condicionado y participar
en su expresión, la amígdala interviene en el reconocimiento del
miedo en el rostro de otras personas. Esto se descubrió en personas con
algunas de las raras enfermedades que afectan la amígdala en forma específica.
En 1994, investigadores de la Universidad de Iowa y el Instituto Salk de California
describieron el caso de una mujer de 30 años que carecía de amígdala
a causa de una dolencia llamada “enfermedad de Urbach-Wiethe”. Su
coeficiente intelectual era normal y había terminado la escuela secundaria.
El único síntoma que mostraba era una particular dificultad para
tomar decisiones personales.
A esta paciente le mostraron fotos de rostros anónimos que expresaban
distintas emociones básicas. La mujer reconoció sin problema las
caras de felicidad, sorpresa, furia, disgusto, tristeza. El miedo fue la única
emoción que no pudo interpretar correctamente.
MIEDO IRRACIONAL
Pan era para los antiguos griegos el dios de los campos, el ganado y los pastores.
Hijo de Zeus y Calisto, había nacido con piernas, cuernos y pelo de macho
cabrío. Dicen que se divertía apareciendo de repente delante delos
viajeros, provocándoles un miedo atroz. De su nombre deriva la palabra
pánico.
El pánico es un miedo irracional que se manifiesta en forma de ataques
breves e inesperados. Durante esos ataques, el pulso se acelera, la piel se
cubre de sudor, hay sensación de ahogo. La persona se marea, tiene náuseas,
siente que se vuelve loca, que está a punto de morir. Después
de los primeros ataques, la cosa se complica, porque el miedo a que ocurra otro
ataque en el momento menos pensado se convierte en un trastorno permanente (es
lo que los especialistas llaman el “miedo al miedo”).
Las fobias son miedos irracionales a determinadas cosas o situaciones. Sus variantes
son incontables. Fobia a los insectos, a la sangre, al mar, a los relámpagos,
a los lugares cerrados, a los lugares abiertos, a estar solo, a estar en medio
de una multitud, a conducir un auto, a las alturas (magistralmente retratada
por Alfred Hitchcock en su película Vértigo). Estos miedos alteran
de distintas maneras la vida cotidiana. En los casos extremos, las personas
se recluyen en sus casas sin animarse a dar un solo paso fuera de ella.
EL BLOQUEO
Exponiendo ratas a cierta música al mismo tiempo que se les aplica una
suave descarga eléctrica en las patas, los animales terminan sintiendo
miedo ante la música sola. Pero resulta que si luego se las expone repetidamente
a la música sola, el miedo desaparece. Y al cambiarlas a un ambiente
nuevo, la música les produce miedo de nuevo. Esto indica que el miedo
condicionado siempre está allí, pero hay formas de bloquearlo.
Resultados publicados el año pasado por el equipo de Mark Barad (Universidad
de California) sugieren que así como la amígdala guarda la memoria
del miedo condicionado, hay otra región del cerebro que guarda la memoria
para bloquearlo. Esa región se llama Corteza Prefrontal Media (CPM).
Casi al mismo tiempo, y confirmando el hallazgo de Barad, Gregory Quirk y sus
colaboradores (Escuela de Medicina Ponce, Puerto Rico) demostraron que cuando
se estimula la CPM, disminuye la actividad de la amígdala.
Hace unos años, una secta liberó gas sarin –un veneno nervioso–
en los subterráneos de Tokio. Recientemente, científicos japoneses
estudiaron los cerebros de nueve sobrevivientes con trastornos neurológicos
ocasionados por el atentado. Todos ellos presentaban una reducción anormal
en el tamaño del CPM. Varios especialistas buscan ahora sustancias para
bloquear el miedo. El equipo de Michael Davis (Universidad de Emory, Atlanta,
Estados Unidos) identificó una proteína que se encuentra en la
membrana celular de las neuronas, donde actúa como receptor de mensajeros
químicos. Cuando esta proteína funciona normalmente, se puede
bloquear el miedo condicionado en las ratas; cuando la proteína se encuentra
inhibida por alguna sustancia, no se puede bloquear el miedo.
Al descubrir esto, los científicos pensaron que mejorando el funcionamiento
de la proteína debería aumentar la eficiencia del bloqueo. Entonces
buscaron y encontraron una forma de hacerlo, que consiste en la aplicación
de un antibiótico llamado cicloserina. El tratamiento fue puesto a prueba
en treinta voluntarios con fobia a las alturas. En cuestión de días,
los pacientes expresaron una notable mejoría. La afirmación se
confirmó cuando algunos de ellos lograron viajar en avión o conducir
sus autos por un puente elevado, cosas impensadas antes del tratamiento.
Hace unos meses, Davis comenzó a estudiar el efecto de la cicloserina
en pacientes con ataques de pánico. Otros investigadores buscan nuevas
drogas para bloquear el miedo en las personas. Tarde o temprano las encontrarán
y entonces existirá una alternativa a las costosas y prolongadas sesiones
depsicoterapia a las que son sometidos quienes sufren estas enfermedades del
cerebro.
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