NANOTECNOLOGIA Y NANOBIOLOGIA
› Por Federico Kukso
“Los sueños de la razón engendran monstruos” fue la famosa frase-slogan que salió en pleno siglo XVIII de la boca de Francisco Goya (y luego aterrizó en una de sus pinturas) en directa referencia a la barbarie desatada, en nombre de la diosa Razón, cuando los ejércitos napoleónicos invadieron España y aplastaron como a cucarachas las masivas protestas populares que encontraban a su paso. Dos siglos y pico después, los monstruos siguen naciendo pero cada vez son más chiquitos, imperceptibles, inimaginables. La revolución nanotecnológica está apenas comenzando y sus huestes ya vienen marchando.
PETIT CLUB
Al mundo nanoscópico no ingresa cualquiera. Para formar parte de este
club de lo extra-small es, por empezar, conditio sine qua non medir mil millones
de veces menos que un metro (un nanómetro, 10-9 según el Sistema
Internacional de Unidades o diez átomos de hidrógeno alineados
uno al lado del otro). Lo cual descalifica de arranque a más de uno.
Entre los rechazados, además de humanos y animales varios figuran los
ribosomas (las pequeñas fábricas que usan las células para
producir proteínas), que miden de 25 a 30 nanómetros de ancho;
las células en general que albergan a varios cientos de miles de estos
corpúsculos; un pelo (cuyo ancho es de 80 mil nanómetros); virus,
la forma más simple y pequeña de materia viva, que son tan minúsculos
–el virus de la gripe mide aproximadamente mil átomos de diámetro–
que algunos consideran que no son materia viva sino inorgánica (dado
que no pueden reproducirse sin una célula a la cual infectar); y las
más diminutas bacterias que miden 200 nanómetros de largo.
Pertenecer tiene sus privilegios. Y en este caso, su propia ciencia llamada
justamente... nanociencia (evidentemente quienes la bautizaron no son muy originales
con los nombres). Como no podía ser de otra manera, siguiendo el mandato
de la división del trabajo, se fragmentó en nanobiología,
nanoelectrónica, nanomedicina, nanobiotecnología, nanobioingeniería,
nanofotónica y cuanta palabra con un “nano” adelante se le
ocurra. Nadie se puede quejar. Al fin y al cabo, son más fuentes de trabajo
que se abren (según la National Nanotechnology Initiative se calcula
que hay actualmente cerca de 20 mil científicos en el mundo trabajando
en alguna de estas ramas) y más rincones a donde arrojar la plata (se
estima que la inversión pública en nanotecnología desde
1997 hasta 2003 –con Estados Unidos, Japón y Europa a la cabeza–
creció globalmente un 679 por ciento; la norteamericana National Science
Foundation prevé que en 2015 el mercado relacionado con la nanotecnología
alcanzará el 1,1 billón de euros; los más escépticos
creen que la nanociencia pueda ser la próxima burbuja inversora que no
tardará mucho en pincharse).
PROMESAS, PROMESAS
Aunque la historia, lo que se dice historia, de la nanociencia es demasiado
escueta como para escribir largo y tendido sobre ella, todos concuerdan que
la idea “madre” salió de la cabeza del célebre físico
Richard Feynman en 1959. Habían pasado once años de la invención
del transistor por el trío Bardeen (dos veces Premio Nobel en Física),
Brattain y Shockley. Y de ahí en adelante todo vino en paquete pequeño.
Los años pasaron y las promesas de la nanociencia engolosinaron hasta
a los científicos diabéticos: construcción de máquinas
biológicas más pequeñas que el tamaño de una célula
humana, motores biomoleculares, biocomputadoras basadas en la capacidad del
ADN para almacenar y procesar información; naves microscópicas,
capaces de internarse en la corriente sanguínea y reparar, célula
por célula, todos los problemas que encuentre a su camino (y lograr,
ya que está, aminorar los mecanismos del envejecimiento, destruir células
cancerígenas, colesterol, virus). La cosa es tan atractiva para algunos
que un tal Paul Burrows, director de la Nanoscience and Nanotechnology Initiative,
llegó a decir que esta nouvelle science es sin más el primer cambio
verdadero en el campo de la tecnología desde la Edad de Piedra, ya que
“los avances que se han venido produciendo desde dicha época no
han consistido en otra cosa que en darles nuevas formas a los materiales existentes,
mientras que con la nanociencia y la nanotecnología se cambia realmente
la estructura de las moléculas, moviendo los átomos uno a uno,
con la consiguiente afloración de nuevos materiales y compuestos”.
EL TAMAÑO DE LA VIDA
Se sabe que, si bien los primeros estudios biológicos se remontan a la
época de Aristóteles, Hipócrates y Galeno, la biología
(“ciencia de la vida”, por si alguno no se había percatado
todavía) se institucionalizó recién en el siglo XVIII aunque
la palabra en sí fue introducida en Alemania cerca del 1800 y luego alcanzó
popularidad de la mano del francés Jean Baptiste de Lamarck.
Como era de esperar, no costó mucho que la atracción por los seres
vivos grandes se trasladase a la fascinación por los organismos más
chiquitos. Y así la nanobiología se apartó raudamente del
pelotón de las demás nanociencias y hoy por hoy es la que más
científicos convoca. Todos compiten por lo mismo: calzarse el título
de Aristóteles, Linneo, Charles Darwin, Gregor Mendel, Louis Pasteur,
James Watson o Francis Crick, pero de la nanobiología.
Pero no todo es paz y amor. Una polémica vital separa a estos amantes
de lo petit: ¿cuál es el tamaño de la vida? La mayoría
concluye que los 200 nanómetros son el límite inferior de lo “vivo”
(ese tamaño sería el necesario para contener el ADN y las proteínas
necesarias para la reproducción). Pero la minoría tiene una carta
bajo la manga: la confirmación –según un equipo de investigadores
de la Clínica Mayo en Rochester (Estados Unidos)– de la existencia
de “nanobacterias” (o nanobios) en arterias humanas calcificadas
y en las válvulas cardíacas. Mil veces más pequeñas
que la típica bacteria, estas partículas de menos de cien nanómetros
se autorreplican en los cultivos, forman cúmulos, filamentos, y podrían
ser la causa de los cálculos renales y biliares. Lo único que
no encontraron son rastros de ADN. Pero eso mucho no les molesta: “Que
otros grupos no hayan podido identificar una secuencia propia de ADN no significa
que no exista –presume Virginia Miller, miembro del equipo de investigación
de la Clínica Mayo–. Sólo significa que las herramientas
utilizadas aún no son las correctas”. Es que el futuro de las nanobacterias
parece gigante. Solo basta que alguien les preste atención y no las pase
por alto.
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