Donde Kuhn se entrega al fluir de la conciencia y se queja del editor de este suplemento
Cuando Kuhn vio el suplemento Futuro Nº 800, del sábado pasado, y
comprobó que a él, tan luego a él, no lo habían invitado
a escribir, se enfureció. ¡Como si yo no tuviera nada que decir sobre
el futuro! ¡Como si yo no hubiera reflexionado sobre el sinsentido del futuro!
Cuando uno ve un partido de fútbol en diferido, y no sabe el resultado...
¿éste está en el futuro o en el pasado? –y no se daba
cuenta Kuhn de que él también actuaba en diferido–. ¿Qué
pasa con el futuro en una obra de teatro? ¿El tercer acto es realmente
posterior al primer acto si la obra se dio la semana pasada? ¿Y qué
pasa con una obra de teatro sobre el futuro, como El tiempo y los Conway, de J.B.
Priestley? ¡Esas son reflexiones, y no esas tonterías sobre la mermelada
y la jalea de membrillo!
Así hablaba Kuhn a quien lo quisiera oír. Pasaban estudiantes, pasaban
científicos caídos, pasaban no docentes transportando enormes máquinas,
que después se sabría que... ¿pero qué quiere decir
después? Después significa en el futuro, ¡y el futuro es tan
accidental, tan azaroso, tan inexistente!; ¿dónde está? ¿de
dónde viene? ¿cómo puede el futuro convertirse en pasado?
¡Si el futuro es una pura construcción social, mero intertexto, simple
discurso! ¡Si lo que es antes en un sistema de referencia es después
en otro! ¡Si todo depende del paradigma! ¡Si el mismísimo decano
–una construcción social, al fin de cuentas–, en otro paradigma
sería el último de los escribas, un ignoto habitante de las cuevas!
La propia facultad, en diferentes paradigmas, ya existía, ya no existía,
ya era una facultad de ciencias sociales, ya una abadía medieval dedicada
a la arquitectura! Y de pronto Kuhn creyó entrever la vocación omnívora
del decano, que no se limitaba a un solo lugar en el flujo del tiempo, sino que
quería dominarlo todo, situarse por encima de la temporalidad, disolverse,
como Buda en el Nirvana, la Nada, donde no puede haber tiempo, y que es también
el Ser que reniega de lo temporal.
¡El decano era el Ser, el Ser mismo, das Sein heideggeriano, ese escurridizo
ente en tanto que ente perseguido –inútilmente– de siglo en
siglo, de milenio en milenio! ¡Y héte aquí que el modesto
decano de una humilde facultad sudamericana estaba convencido de haberlo alcanzado!
Ahora entendía Kuhn esos arcos triunfales, esa esmeraldas, esos bronces,
esa doble hilera de grandes toros asirios que bordeaban la entrada al decanato,
orlados por los famosos frisos en los que el decano, con la larga barba de Nabucodonosor
y montado en su carro triunfal, aplastaba a los cautivos, cazaba leones, o, inmisericorde,
rechazaba pedidos de clemencia! De pronto, todo estaba claro, y con esa convicción,
Kuhn cruzó los arcos gloriosos y penetró en el decanato.
¿Qué piensan nuestros lectores? ¿Qué encontrará
Kuhn en el decanato? ¿Está realmente el decano por encima de la
temporalidad? ¿Son razonables las conclusiones de Kuhn?
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