Sáb 02.10.2004
futuro

ENCUENTRO DE ESCRITORES DE CIENCIA FICCION ABORDO DEL TREN PATAGONICO

La fantasía es un viaje de ida

› Por Federico Kukso

Desde Río Negro

Los traductores no acostumbran a tener buena suerte. O ganar la lotería. En su enorme mayoría –por no decir casi todos– caen en el agujero negro de la anonimia y el olvido cuando su mano, ojo y pluma en verdad son cruciales a la hora de pegar el salto lingüístico de un idioma a otro. Ocurre que salvo si uno es un Cortázar (traductor de Memorias de Adriano de M. Yourcenar, entre otras tantas joyas literarias), el nombre del traductor flota a la deriva. La rutina olvidadiza es reprochable aunque hay ocasiones en las que es bueno no tener nombre, familia o nación y ser abducido por la nada como los programas televisivos no grabados, los gestos nunca vistos o las joyas literarias jamás escritas. Una palabra mal elegida, por ejemplo, no cambia el mundo, pero quizá sí el prestigio y la procesión de un género. Es el caso del desdichado desliz que experimentaron en carne propia las palabras-etiqueta inglesas science fiction, cuya acta de nacimiento se firmó en 1926 cuando al estadounidense Hugo Gernsback (editor de la revista Amazings) se le cayó su plan A: scientifiction. En vez de estrenar su repertorio en español bajo el rótulo de “ficción científica”, el género debutó triunfalmente como –la por todos ahora conocida– ciencia ficción y sus obras quedaron relegadas, para una inmensa mayoría, a las bibliotecas de geeks, freaks y otros marginados sociales con ávido interés por el más allá de la aridez de lo real. Nadie sabrá nunca quién fue el culpable y si aún vive para contarla. Es cierto: el cambio lingüístico es mínimo y no amerita tantos berrinches pero hay veces en que una palabra (en este caso dos) encierra un mundo. Y no sólo eso: moldea imágenes, subjetividades, personajes, sueños (y pesadillas), conflictos, explota el “sentido de lo maravilloso” y esculpe un imaginario tecnológico público y privado en el umbral y la lógica de la siempre viva idea de progreso.

GENERO SIN NOMBRE, FICCION SIN NUMERO
Y así, el género echó a andar, en inglés como literatura pasatista de kiosco para jóvenes con acné y en castellano con un falso nombre del que nunca se podrá despegar. Para muchos su fecundidad está en la seca anticipación, en la predicción cuasi apostólica de tiempos mejores, aunque Isaac Asimov, institución en el asunto, discrepe: “No es el hecho de que la ciencia ficción prediga este o aquel cambio particular lo que la hace importante –dijo abiertamente en 1982–, sino el hecho de que predice cambios”.
Si bien un género literario no precisa un nombre para inflarse de títulos (la lista de obras fantásticas pre-1926 es abismal: Viaje a la luna de Cyrano de Bergerac –siglo XVII– y la versión del Barón de Münchausen –siglo XVIII–, Frankenstein –1818–, de Mary Shelley; Viaje al centro de la Tierra –1864– y De la Tierra a la Luna –1865– de Jules Verne y La máquina del tiempo –1898– de H.G. Wells, por decir algunas), la ciencia ficción emprendió un viaje a todas partes. La mayoría de las veces el futuro fue su destino y el espacio su parada.

VIAJE FANTASTICO
En la Argentina, la ciencia ficción viajó con Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo y Cortázar. Lo hizo en las revistas Más Allá, Minotauro y Nueva Dimensión. Y la semana pasada abordó el Tren Patagónico, de Viedma aBariloche, para ser testigo de cómo 105 personas se abocaron a poner la realidad en pausa y a discurrir en lo fantástico en el “Viaje al Centro de los Confines”, organizado por la Fundación Ciudad de Arena (dirigida por Gabriel Guralnik y cuyo sitio es www.ciudaddearena.org) que contó con el apoyo institucional del gobierno de la ciudad de Buenos Aires y de la provincia de Río Negro. “Bordeamos lo que muchos llaman el fin del mundo, la mitad de la nada –contó la escritora Ana María Shua–. Lo que nos hermana en este viaje maravilloso y delirante es el amor a la letra, la pasión por la literatura fantástica y la ciencia ficción, lo que no es necesariamente la pasión por lo fantástico o la creencia en lo sobrenatural.” Pero la autora de Los amores de Laurita no estaba sola en esta disparatada (en los papeles) y notable (en los hechos) incursión patagónica. La acompañaron el filósofo Pablo Capanna, los escritores Carlos Gardini (quien aprovechó la ocasión y presentó su última obra: Fábulas invernales, ed. Minotauro), Alberto Laiseca, Leonardo Moledo, Elsa Drucaroff, Carlos Gamerro y el crítico Guillermo Saavedra.
No hubo indios ranqueles en esta excursión, pero sí encuentros cercanos con la crema del género (la obra del anfetamínico Philip K. Dick, Stanislav Lem y Cordwainer Smith), una vuelta por el país de las ucronías (un género intra sci-fi que abusa de los “what if” y estipula cómo sería el presente si hubiera cambiado un hecho del pasado), un pantallazo de los sitios web dedicados a lo fantástico (www.axxon.com.ar y www.quintadimension.com), y una revelación: la existencia, tan sólo en el siglo XIX, de 64 autores argentinos de ciencia ficción.
Hace años quienes se queman las cejas devorando esta literatura que diluye contornos y fronteras vienen diciendo que el espacio exterior tan evocado por el género no es más que una excusa para escudriñar los cajones que cada uno lleva adentro. Esta vez fue la ocasión: los devotos del género fueron los actores y la Patagonia y la ciencia ficción, su mundo.

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