futuro

Sábado, 9 de octubre de 2004

¡Qué boquita!

Hay un dolor entre todos
Que es más fiero que su abuela
Con yerba de sapo, amigo,
Se cura el dolor de muelas
Copla de MM Román

Por Enrique Garabetyan

“Ojo por ojo” es, sin dudas, una las justificaciones más repetidas de la historia. Sin embargo, no siempre se recuerda su segunda parte: el “diente por diente”. Esta ley fue escrita en piedra unos 1750 años antes de Cristo, en el famoso Código de Hammurabi que prescribía –en la sección referida a las recompensas y castigos de los practicantes de la medicina– lo siguiente: “Si alguien arranca el diente de un igual, se le arrancará su propio diente. Pero si arranca el diente de un inferior se lo multará con un tercio de mina de plata”.
Es cierto que dicho código es un antecedente legal más que una referencia odontológica. Pero todo indica que esa región –la antigua Mesopotamia– fue el lugar donde nacieron las preocupaciones y las primeras explicaciones sobre la salud bucal. De hecho, el primer texto donde se hipotetiza la causa del deterioro dental y el dolor de muelas es una tablilla sumeria que atribuye la enfermedad dental a la presencia del “gusano de los dientes”. Explicación que desde entonces se volverá una constante repetida hasta bien entrado el Renacimiento.
Volviendo a la historia antigua, en las tablillas recuperadas de la biblioteca de Asurbanipal (hacia el 650 a.C.), pueden leerse crónicas que dan cuenta de cómo los médicos observaban los dientes de sus pacientes para diagnosticar la presencia de enfermedades. Y también el Antiguo Testamento contiene referencias sobre la importancia de la salud dental, ya que los dientes sanos eran un símbolo de fuerza. Y su pérdida se relacionaba con la debilidad y la enfermedad.
Sin embargo, la primera constancia de un “dentista” profesional proviene de Egipto. Hesy-Re ejerció sus habilidades hacia el 2600 a.C., durante la III dinastía. Y en su tumba se encontró la siguiente inscripción: “el mayor entre los médicos y entre los que tuvieron que trabajar con los dientes”.
El padre de la medicina (occidental), por supuesto, no podía dejar de tratar el tema. Hacia el 400 a.C., Hipócrates describió el proceso de la dentición, las afecciones específicas de las encías y los dientes y algunos posibles tratamientos. También explicó cómo extraer muelas recurriendo a los fórceps, pero, sabiamente, recomendaba recurrir a este método in extremis. Y hasta se atrevió a atribuir al exceso de comidas dulces la causa de las caries y el deterioro dental, hecho que recibió la bendición bioquímica recién a mediados del siglo XX. Un último presente griego es el uso de la palabra “afta” para nombrar las inofensivas, pero molestas, úlceras bucales.
El siguiente paso lo dieron los etruscos. Cualquier historiador sabe que de esta civilización no hay demasiadas certezas. Lo que sí hay es una curiosidad: se han conservado –extraídos de tumbas– los primeros puentes de la historia odontológica. La tecnología era la mejor posible para la época: se fabricaban uniendo anillos de oro que encajaban ajustadamente sobre las piezas sanas. Estos anillos podían acomodar dientes postizos para reemplazar a los faltantes.

Bocas limpias, almas contentas
Aunque en el rubro odontológico los aportes del Islam no fueron tan destacados como en otros ítem, sí hay detalles llamativos. Mahoma fue un verdadero, aunque indirecto, impulsor de la higiene bucal, ya que las abluciones rituales previas a las plegarias incluían enjuagarse la boca. Se dice también que el profeta recomendaba usar el siwak, una rama del árbol Salvadora Persica. Uniendo tallos y remojándolos para separar las fibras, se obtenía un económico (y eficaz) cepillo de dientes, con pasta incluida, ya que la corteza del Salvadora contiene bicarbonato sódico, ácido tánico y otras moléculas astringentes con efectos benéficos para las encías.
Para completar este acápite, también es posible rastrear en los textos de Abu Ali al Husayn ibn Sina (Avicena) la recomendación de mantener los dientes limpios. Para eso sugería usar como pasta dentífrica mezclas de sustancias tales como espuma de mar, corazón de cuerno quemado, sal y polvo de conchas de caracol. Avicena repetía que la causa del dolor de muelas era el gusano dental que se escondía en recónditos lugares de las encías y para tratarlo recomendaba una buena fumigación hecha sobre la base del humo obtenido al quemar semillas de puerro, cebollas, beleño y grasa de cabra.

Una de barberos
El oscurantismo científico de la Edad Media no podía dejar incólume a la odontología. Se entendía que el cuerpo humano (incluidos sus dientes) era asunto de Dios y no del hombre, ni aunque éste fuera un devoto monje. Los gusanos dentales seguían siendo una encarnación del mal y la explicación plausible del dolor de muelas, mientras que se volvía muy popular Santa Apolonia (patrona de los “dentistas”) desde el año 249. La santa era adorada con devoción y cantidad de iglesias mostraban –aún lo siguen haciendo– vitrales con su efigie llevando en la mano dientes o fórceps.
Mientras tanto, recorrían un lento camino de especialización médica los barberos-cirujanos. Esta extraña mezcla, alumbrada a la sombra de edictos papales que prohibieron a los sacerdotes realizar procedimientos sangrientos, generó la creación de la cofradía de los barberos-cirujanos.
Estos solían recorrer las ferias de las ciudades y atender en el mercado, mientras que un par de ayudantes sostenían (¿retenían?) por los brazos al no siempre valiente paciente y otro colaborador tocaba el tambor, como forma de atraer público y, de paso, tapar los ayes de dolor. Fue recién a caballo de los siglos XVI y XVII cuando la odontología se escindió poco a poco como especialización independiente, manteniendo cierta base científica.
En 1719 instaló en París su consultorio don Pierre Fauchard, considerado por muchos el verdadero padre de la odontología moderna. A diferencia de lo que ocurría en su gremio –y en muchos otros–, Fauchard se animó a recopilar y divulgar todo el conocimiento científico (incluyendo los trucos) acumulados por la odontología. En 1723 publicó Le Chirurgien Dentiste: ou traitê des dents, que levantó agrias polémicas entre sus colegas por “popularizar” este saber.
Mientras la profesión iba encontrando sus caminos, merece una mención un hecho trascendente: dos dentistas estadounidenses, Horace Wells y William Morton, fueron responsables de convertir una moda social –el uso de óxido nitroso y del éter– en un práctico anestésico. Así, a partir de 1844 no sólo la odontología sino la práctica médica general cambió de manera revolucionaria al poder manejarse con efectividad el dolor. En ese camino, Sigmund Freud demostró el valor de la cocaína como anestésico local y un cirujano, William Halsted, desarrolló la idea de inyectar en los nervios una dosis de dicha sustancia.

Sonrisas compradas
Si bien desde antiguo se trató de trasplantar dientes tallados en marfil, o extraídos de animales, de cadáveres y hasta de “donantes” vivos, puede decirse que recién a fines del 1700 se inventaron los trasplantes actuales. Fue un farmacéutico francés, Alexis Duchâteau, a quien se le ocurrió recurrir a la porcelana como materia prima. Un dentista que colaboró en este trabajo (Dubois de Chémant) siguió los desarrollos y hasta logró recibir una patente en 1789 (de manos de Luis XVI) tras haber presentado sus trabajos ante la Academia de Ciencias Francesa y las autoridades de la Universidad de París.
En los años posteriores aparecieron varios implementos que hoy caracterizan al dentista y numerosos avances técnicos que (en general) surgieron de la iniciativa de avispados profesionales de los Estados Unidos. Por ejemplo, el sillón reclinable, que apareció en 1832, y la vulcanita, base de las dentaduras postizas que durante años manejaron los hermanos Goodyear. También las coronas modernas, que aparecieron hacia 1880, y el famoso torno –hoy aggiornado en turbina– que debutaría en una versión práctica e impulsado a pedal (como las máquinas de coser) en 1858. Habría que esperar hasta 1872 para sentir el primer torno eléctrico, algo no demasiado necesario, ya que no eran muchas las ciudades con redes eléctricas. Y los rayos X, otro clásico del consultorio, se utilizaron también hacia fines del siglo XIX. Este hallazgo de Roentgen fue sin dudas uno de los descubrimientos que más rápidamente pasaron de la ciencia básica a la práctica médica aplicada, ya que días después de conocerse los periódicos daban cuenta de “el atractivo uso práctico en el diagnóstico que tienen estos misteriosos rayos”. El resto del siglo XX es ya historia conocida para los pacientes: la higiene y la prevención pasaron a tener un papel protagónico y los indicadores de salud bucal mejoraron sensiblemente gracias a políticas públicas efectivas pero no exentas de controversias, como el uso del flúor. Y desde ya, los nuevos invitados al festín odontológico: los implantes.
Y ¿qué les depara el futuro a nuestras bocas? También en este rubro se apuesta a las populares células madre. De hecho, recientemente se han obtenido dientes de ratón a partir de cultivos de este tipos de células que luego fueron implantados en la boca del animal. Otros avances provienen de la ciencia de los materiales, ya que se están probando diversas moléculas capaces de pegar, rellenar e inducir la regeneración de tejidos dentarios dañados. En definitiva, un futuro sonriente, que parece hecho a pedir de boca.

APUNTES ARGENTINOS

De los abundantes museos de la ciudad de Buenos Aires, uno de los menos conocidos es el de los dientes. Se lo puede visitar gratuitamente, con sólo acercarse al primer piso de la Facultad de Odontología de la UBA (M. T. de Alvear 2142, tel. 4964-1271). Recorrerlo es un placer para la vista, aunque es imposible no estremecerse ante algunos instrumentos y prácticas usuales que –con indudable estoicismo– soportaban nuestros abuelos.
La primera constancia de la presencia de un barbero dentista en Buenos Aires data de un acta del Cabildo de 1589. Allí puede leerse que “al presente en esta ciudad hay oficiales de barbero y carpintero”.
Un detalle interesante es que, hacia 1776, las autoridades de la colonia aprobaron una lista de precios que fijaba en 3 reales el honorario del barbero, suma que debían pagar los pacientes a quienes se les extraía una muela. Otro hito importante data de 1891, cuando se creó la Escuela de Odontología de Buenos Aires, que en 1946 se reconvertiría en la actual Facultad de Odontología de la UBA. Y finalmente vale notar que los talleres dentales también han llegado a centenarios, ya que el primercomercio de este tipo ubicado en la ciudad puede rastrearse hasta el establecimiento de don Luis Torreta, que elaboraba prótesis dentales a pedido, allá por 1904.


DIENTES CON FAMA

Una de las reliquias más veneradas del mundo se encuentra en la ciudad de Kandy (Sri Lanka) y está guardada en el templo-museo Dalada Maligawa. Es uno de los mayores tesoros budistas y se lo conoce como “el Diente Sagrado de Buda”. Según cuenta la leyenda, esta pieza fue encontrada por un monje entre los restos de la pira funeraria de Siddhartha Gautama, fundador del budismo. Una vez al año, en pomposas ceremonias, se exhibe una réplica del diente que –en medio de una procesión de elefantes– recorre durante varios días las calles de la ciudad.
Otra infaltable pieza famosa –aunque algo más dudosa en su origen– es el diente de Elvis. En julio del 2003, en el sitio web de remates online eBay se publicitó la venta de un molar del músico. El precio base de la supuesta reliquia (que se vendía junto a un mechón de pelo y un disco en oro de Love Me Tender) era de 100 mil dólares.

 

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