Vie 30.08.2002
futuro

LIBROS Y PUBLICACIONES

Los gajes del oficio de científico argentino

Enrique Gaviola y el Observatorio Astronómico de Córdoba
Omar A. Bernaola

Ediciones Saber y Tiempo, 562 páginas

Por Martín De Ambrosio y L.M.

Pudo ser el primer Nobel argentino, porque estuvo a punto de trabajar en el efecto Doppler transversal que hubiera confirmado tempranamente la Teoría de la Relatividad y, de paso, casi con seguridad le hubiera valido el premio. Enrique Gaviola (1900-1989) –uno de los físicos argentinos más reconocidos fuera del país y un ilustre desconocido en el país– tuvo una notable carrera académica en Europa, donde tomó clases de física con Max Planck, Max Born y de matemática con David Hilbert, y también en Estados Unidos, donde logró que le dieran una beca por la que intercedió el mismísimo Albert Einstein ya que, a pesar de que había obtenido el mejor puntaje, allí no acostumbraban a darles becas a “sudamericanos”. Después del periplo extranjero, e inesperadamente, decidió volver, porque estaba convencido de que la ciencia podía desarrollarse aquí...
Notable y profusamente documentado, el libro de Omar Bernaola cuenta dos historias (la de Gaviola y la del observatorio cordobés) que son paralelas que se encuentran hacia 1940 cuando Gaviola se convierte en director del Observatorio. A partir de ahí, en un ejemplo que es paradigmático, la historia de los sinsabores de hacer ciencia en Argentina, con poco presupuesto, problemas políticos que incluyen los habituales golpes de Estado. Pero también con buenas ideas.

Antes de nacer
En el excepcional Tristram Shandy, Lawrence Sterne narra la biografía de un personaje –desde luego el caballero Shandy– que no se digna a nacer sino bien avanzado el libro. Del mismo modo, Bernaola cuenta en detalle qué había pasado en el Observatorio de Córdoba desde su inauguración en 1869, a pesar de que –por fortuna, en este caso– no se va escandalosamente “por las ramas”, como Sterne. Así, se repasa el surgimiento de la idea de Sarmiento –nacida en el clima decimonónico de progreso ilimitado– de tener un observatorio nacional. Y la necesidad de que fuese Benjamin Gould, un polifacético científico norteamericano, quien se encargara de los detalles preliminares y lo dirigiera en su época de esplendor. A Gould la proposición le vino de perlas porque le interesaba especialmente poder realizar observaciones en el hemisferio sur (como se sabe, las noches no son iguales aquí que en el norte, y había ya bastantes observatorios por sobre el ecuador).
Después de Gould siguieron dos directores también estadounidenses (John Thome y Charles Perrine) lo que generó resistencias y de algún modo justificó los deficientes presupuestos y el comienzo de los malos años del observatorio. Así lo cuenta Bernaola: “A mediados de 1923 el Observatorio de la Ciudad de Córdoba estaba paralizado. Casi todos sus equipos estaban desmontados pero correctamente almacenados, casi todas las construcciones realizadas por Gould estaban desmanteladas y los nuevos edificios estaban todavía en construcción”. Sin embargo, y en un hecho destacable, durante 1931 se pudieron realizar con éxito observaciones del asteroide Eros.

Gaviola vive
La historia conjunta de Gaviola y el Observatorio Astronómico de Córdoba comienza cuando es nombrado vicedirector de la gestión de Juan José Nissen, pero ya empieza a tomar las riendas de la institución, hasta que finalmente es nombrado director el 3 de marzo de 1940. Sin embargo, estos años de Gaviola no se reducen a su actividad como director del observatorio. Dedicó una buena parte de su tiempo a una actividad, hoy más bien quimérica, como es el impulso de la actividad científica en un país subdesarrollado o, para usar una expresión más políticamente correcta, que carece de las virtudes comparativas de otros. Proyectos que fracasaron pero que “habrían sido exitosos en cualquier nación avanzada, donde ya se hubieran resuelto los problemas básicos de la subsistencia y de la convivencia”, según asegura Mario Bunge en el prólogo de Enrique Gaviola...
Las ideas que tenía Gaviola para la difusión de la actividad científica incluían la publicación de notas en periódicos, algunos de cuyos títulos son “¿Qué es la luz? La física y el determinismo”, “La bomba atómica”, “¿Se puede ver el átomo?” y una serie de notas sobre “La ciencia mundial y la Argentina” que publicó el diario La Prensa.
Y uno no puede olvidarse de los diez mandamientos del método científico que Gaviola les recordaba a sus alumnos:
1. No robarás.
2. Intentarás refutarte.
3. No fabricarás tus datos, ni mejorarás tus resultados retocando placas o películas.
4. No engañarás en la demostración de tus teoremas.
5. No ocultarás información.
6. No dejarás de investigar problemas que puedan molestar a “the powers that be”.
7. No recurrirás al argumento de autoridad.
8. Al hacer un experimento, no tratarás de demostrar la bondad de una teoría o modelo sino su invalidez.
9. Al exponer un resultado experimental, no forzarás los límites de validez de la teoría o modelo para obtener un mejor acuerdo.
10. No enviarás un trabajo antes de levantar todas las objeciones que tú y otro hagan al mismo.
En síntesis, se trata de un libro importante –y en cierta medida pionero– en un campo prácticamente desierto como es la historiografía de la ciencia argentina, situación que por cierto debería alarmar. Al fin y al cabo, la ciencia que se hace en un país también surge de su historia científica, de sus tradiciones científicas y de las relaciones entre éstas y la historia social, local y universal. No prestarles atención puede ser peligroso, si se intenta construir es un sistema científico estable, con instituciones que resistan a los avatares políticos y los personalismos circunstanciales.

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