La sociología de las ciencias, que comienza con Robert Merton allá por los años ’30, y que por lo menos en sus principios tenía objetivos más bien descriptivos y funcionales, recibió un gran empuje cuando Thomas Kuhn en los ’60 le dio, en cierta forma, status cognitivo y hasta epistemológico. Más tarde, en manos de la escuela francesa, se transformó en el bastión del “movimiento anticiencia”, acorde con la posmodernidad y el neoliberalismo, y hasta derivó en los excesos de la sociología simétrica y del así llamado “Programa fuerte de Edimburgo”, tan tonto como fútil.
El libro que hoy reseñamos, y fiel a su nombre, promete –y cumple– un recorrido por los avatares de esta –¿disciplina?– desde Merton hasta hoy, sin olvidar las estaciones intermedias. Pese a su brevedad, presenta un panorama bastante pasable –y de lectura no compleja– en el que desfilan doctrinas, escuelas y figuras desde el funcionalismo mertoniano hasta la teoría del actor red o el campo de Bourdieu; que se exponen, en general, sin mayores juicios de valor o crítica. Lo cual, desde ya, implica un riesgo: dar por supuesto que las conclusiones de, digamos, Latour, o los disparates de Bloor son “conocimiento adquirido”, aceptado e incorporado al stock acumulado con la misma certeza que las leyes de Newton. Lo cual, desde luego, dista de ser así.
En fin. La sociología de las ciencias es un terreno muy dudoso, por decirlo suavemente, y quizá valga la pena citar el párrafo que pone fin al trabajo, que de alguna manera lo dice todo: “Al lograr la superación del positivismo y del racionalismo ingenuos, la sociología de las ciencias y de los conocimientos científicos debe hoy superar los peligros de un relativismo radical que tiende a hacer desaparecer toda forma de realismo”. L.M.