Sarmiento es uno de esos personajes controvertidos de la historia argentina que acumulan detractores y admiradores. De lo que queda poca duda es de su capacidad intelectual y vasto conocimiento enciclopédico. Vivió sus 77 años (de 1811 a 1888) en un siglo en el que los avances tecnológicos se aceleraban, lo que no le impidió estar al día en disciplinas totalmente distintas como la biología o la física. Por citar sólo un ejemplo, alcanza con leer el discurso que leyó a la muerte de Darwin, en el que se reflejaba una asombrosa diversidad de conocimientos y saberes, además de una gran capacidad para asociarlos.
Lejos de ese alumno modelo, hijo de la eterna tejedora a la sombra de la higuera que se suele enseñar en el primario, Sarmiento fue un hombre de ideas claras (no por eso menos polémicas o discutibles) e hizo aportes en numerosos campos. El libro Sarmiento, ingeniero de la Argentina Moderna, como su título indica, intenta rescatar desde la admiración una de las facetas desconocidas del prócer, quien desde joven se abocó al estudio de la ingeniería. En 1825, tras la derrota de don José Oro tuvo que abandonar la carrera para seguir a su mentor hasta San Luis. El resto de su vida lo consagró mucho más a la política y al periodismo, aunque en sus lecturas siguió mezclando a Rousseau con Franklin.
Una cara desconocida, tal vez insospechada de Domingo Faustino Sarmiento, uno de los hombres que luchó por construir un modelo propio de Argentina.