NOVEDADES EN CIENCIA
Novedades en ciencia
EL SUSPIRO DE UN INSECTO
Alrededor del siglo IV a.C., Aristóteles, en su obra De anima, dio el puntapié inicial de un debate que duraría más de 2300 años y que inquietaría a más de un entomólogo: los insectos, ¿respiran? Para el filósofo griego, que apenas concedía que estos seres estaban vivos, la respuesta era contundente: no, los insectos no respiran. Pasaron los años y los científicos finalmente llegaron a la conclusión (contradiciendo al gran Aristóteles) de que, en efecto, los insectos sí inhalan y exhalan, pero a su manera: lo hacen por la panza, o más bien, a través de unos terminales que llegan a ella. En la superficie de sus abdómenes se pudo observar una serie de diminutos poros desde donde parten conductos capilares (traqueolas), de casi un milímetro de diámetro, que llegan hasta la tráquea y cuya función es difundir el oxígeno a las células de todo el cuerpo del bicho. Aun así, hasta ahora no había sido posible observar los movimientos internos de los insectos y describir acabadamente el proceso respiratorio.
Pero en un reciente y notable estudio, un equipo de científicos del Departamento de Zoología del Museo Field de Historia en Chicago, Estados Unidos, logró lo que a muchos se les había escapado (básicamente por alguna que otra imposibilidad técnica): sacar radiografías de varios insectos y obtener imágenes “en vivo” de su interior. Y de paso, descubrieron un nuevo mecanismo de respiración, similar a la ventilación pulmonar en los humanos. Para observar a los animales más pequeños utilizaron (casi paradójicamente) uno de los instrumentos técnicos más grandes del mundo: el sincrotrón, un acelerador de partículas con una circunferencia de casi un kilómetro, capaz de acelerar electrones casi a la velocidad de la luz y que permite generar rayos X mil millones de veces más intensos que los utilizados para obtener una radiografía común y corriente. Con este mastodonte de la técnica, los científicos analizaron escarabajos, grillos, hormigas, mariposas, cucarachas y libélulas, entre otros insectos, y grabaron videos de rayos X de cada uno de sus tórax. En especial, los investigadores estudiaron la cabeza y tórax del escarabajo de madera (Platynus decentis, ver imagen) para ver la compresión y expansión de las traqueolas. Así, demostraron que los insectos respiran rápidamente (sin pulmones) y que intercambian, además, más del 50 por ciento del aire que consumen aproximadamente cada un segundo. Al fin y al cabo, el estudio demostró, una vez más, cómo sin grandes órganos especializados los insectos se las arreglan con cosas más pequeñas y simples para realizar uno de los procesos vitales más importantes: respirar.
LA CULTURA DE LOS ORANGUTANES
Los grandes simios, nuestros parientes vivos más cercanos, no sólo se nos parecen físicamente, sino que también muestran rasgos de una cultura, aunque rudimentaria. Los científicos ya habían identificado cerca de 40 patrones de comportamiento cultural en distintos grupos de chimpancés. Y ahora, y tal como cuenta la revista Science, han descubierto que los orangutanes no se quedan atrás. Recientemente, Carel P. van Schaik (Duke University) y sus colegas analizaron una serie de informes correspondientes a 6 poblaciones de orangutanes salvajes que viven en Borneo y Sumatra. Y así detectaron una serie de conductas características de cada grupo, como por ejemplo el uso de hojas a modo de servilletas, o agitar ramas para repeler el ataque de insectos. Según van Schaik, estos comportamientos no son casuales, sino el resultado de un aprendizaje y un extenso contacto social, aun entre los orangutanes que muestran el nivel más bajo de sociabilidad entre los grandes simios. “Los mayores repertorios de comportamientos culturales ocurren en los lugares de mayor contacto social entre los orangutanes, porque son los sitios que les dan la mayor oportunidad de aprender unos a otros”, explica Van Schaik.
A FAVOR DEL “BIG CRUNCH”
La suerte final del universo es uno de los temas más debatidos y apasionantes de la cosmología. Hasta ahora, y a la luz de una abundante serie de indicios, la mayoría de las opiniones se inclinaban hacia un universo que jamás frenará su expansión (iniciada hace 14 mil millones de años con el Big Bang), haciéndose cada vez más grande, vacío y helado. Y con tiempo infinito por delante. Sin embargo, hay astrónomos que no comparten esa idea, y creen que el universo finalmente se detendrá y, gravedad mediante, volverá a colapsar, dando lugar al “Big Crunch” (la gran contracción). Andrei Linde, Renata Kallosh y un grupo de colegas de la Universidad de Stanford se anotan en este bando. Ellos reexaminaron algunas de las presunciones de los modelos cosmológicos actuales, hicieron sus propios cálculos y llegaron a la conclusión de que la “energía oscura” –que es una supuesta fuerza de repulsión, de acción opuesta a la gravedad– comenzaría a revertirse en forma gradual. Y que dentro de, quizás, tan “sólo” 10 mil millones de años, todo el universo terminaría colapsado a un punto tan fantásticamente caliente como denso. Si así fuera, el cosmos ya habría pasado la mitad de su vida. De todos modos, Linde y Kallosh dejan un generoso margen de duda que sólo será eliminado –en un sentido u otro– con más y mejores observaciones del espacio profundo.