Sáb 17.01.2004
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NOVEDADES EN CIENCIA

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El abuelo de los tiburones

NATIONAL GEOGRAPHIC Un antiquísimo fósil ha vuelto a confirmar que los tiburones son una de las criaturas vivientes más veteranas del planeta. El descubrimiento ocurrió en Canadá, y marca un nuevo e impresionante record. En realidad, esta novedad tiene antecedentes que se remontan a 1997 cuando el paleontólogo Randall Miller y sus colegas del Museo de New Brunswick (Canadá) estaban realizando unas excavaciones en el pueblo canadiense de Atholville. Allí encontraron los restos, grabados en la piedra, de lo que parecía ser la cabeza y parte del tronco de un tiburón. Finalmente, y luego de un largo y cuidadoso trabajo de recuperación y estudio del fósil (imagen), Miller y los suyos dieron a conocer los detalles del hallazgo. Por empezar, la datación reveló que el animal vivió hace 409 millones de años. Y eso solo, de por sí, es un dato sensacional, porque se trataría del tiburón más antiguo jamás encontrado. Según estos investigadores, el Doliodus Problematicus, tal como ha sido bautizado, era un predador del fondo marino. Y su aspecto no era muy distinto al del tiburón ángel de la actualidad. Por otra parte, el fósil muestra un sorprendente detalle: un par de espinas huesudas –de 2,5 centímetros de largo– asomaban en el borde frontal de sus aletas, justo por detrás de la cabeza. Al parecer, esas espinas, nunca antes observadas en tiburón alguno, marcarían cierta transición evolutiva, porque son parecidas a las de los acantodianos, una familia de peces arcaicos que comúnmente son considerados parientes más cercanos de los peces óseos modernos, que de los tiburones actuales. Otro detalle muy llamativo del fósil son sus 60 filosos dientes, que, según Miller, les servían a los D. Problematicus para desgarrar la carne de los peces con armadura. Desde aquel lejano entonces, estas máquinas de matar, en todas sus variantes posteriores, han probado, con total contundencia, su indiscutible éxito evolutivo.

Burbujas de placer

Discover Ahora que los días de fiestas de fin de año pasaron, esta noticia puede parecer algo vieja. Pero, de cualquier modo, es bueno tenerla en cuenta para las celebraciones venideras: según Gérard Liger-Belair, químico de la Universidad de Reims Champagne-Ardenne (Francia), el secreto de un buen champagne no está en su precio, su etiqueta, ni en las uvas que se eligieron para hacerlo sino en la cantidad de sus burbujas. Y cuanto más pequeñas sean mejor. Para llegar a esa conclusión, Liger-Belair midió las concentraciones de dióxido de carbono en cantidades iguales de champagne, vino espumante, cerveza, gaseosas y agua con gas. Para su sorpresa, descubrió que, aunque el champagne y el vino espumante tenían la misma difusión de dióxido de carbono, sus burbujas eran muy diferentes.
Liger-Belair describió cómo al abrir una botella de champagne se genera un desequilibrio termodinámico en su interior y el dióxido de carbono debe escapar en forma de chorro en cuyo ascenso hace que las burbujas pequeñas recojan las moléculas del sabor y del aroma, transportándolas a la superficie para luego esparcirlas en el ambiente. Cuantas más numerosas y más pequeñas sean, más moléculas arrastran y mayor es el placer que produce.
Entre otros factores que desempeñan un rol importante en la formación de las burbujas (que ascienden a 50 millones en la botella promedio de champagne) están las sales, los carbohidratos, y los minerales disueltos.
La novedosa bebida, que tiene ya 300 años, prendió con rapidez en la corte francesa del siglo XVIII. Los dichos sobre esta bebida son muchos y variados. Pero los que se recuerdan más son los siguientes dos proferidos seguramente bajo sus efectos: “Es el único vino que hace a las mujeres más bellas después de beberlo” (Madame Pompadour); “Bebo champagne cuando estoy feliz y cuando estoy triste. A veces bebo cuando estoy sola. Cuando tengo compañía lo considero obligatorio. Y cuando tengo hambre pruebo un poco, y cuando no, también. Salvo eso, nunca lo toco, a menos que esté sedienta” (Madame Bollinger).

Un mundo acelerado

Discover El año 2004 comenzó a toda prisa. Y no sólo figurativamente hablando: según los “guardianes del tiempo” del National Institute of Standards and Technology (NIST) de Colorado (Estados Unidos), la Tierra gira cada vez más rápido. A contramano de la lenta desaceleración de la rotación del planeta que se viene produciendo desde el comienzo de la historia –1,5 milisegundos menos por siglo–, a partir de 1999 se aprecia una pequeña aceleración de la rotación de la Tierra sobre su eje. Por tal razón, el 31 de diciembre pasado se decidió romper con una tradición de 32 años: no agregar al Tiempo Universal (UTC, en sus siglas en inglés) una fracción de segundo de ajuste.
Desde 1972 (cuando se adoptaron los actuales relojes atómicos) a 1999, se sumaron un total de 22 fracciones de segundo al tiempo universal para coordinarlo con el tiempo astronómico. Pero, según parece, ya no hace falta. Las causas concretas se desconocen y los especialistas en el tema sólo especulan. Por ejemplo, Tom O’Brian, físico y director de la División de Tiempo y Frecuencia del NIST, sugiere que el movimiento del núcleo de la Tierra, el efecto de las mareas oceánicas y el clima, más los cambios en la forma de la Tierra, pueden estar afectando la rotación.
Hasta ahora, la tendencia era que la Tierra fuera disminuyendo la velocidad a la que daba vueltas. O’Brian agrega que “sólo en los últimos 50 años hemos tenido relojes lo suficientemente precisos como para medir cambios en el giro de la Tierra”. Como se ve, el vivir en un mundo de cambios constantes, acelerado y a toda prisa no es únicamente una sensación.

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