Sáb 31.07.2004
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LA LLAMADA
No lo tiene que decir una canción para saber que la soledad desespera. Durante bastante más de dos milenios, el ser humano, de acá y de allá también, miró con bravura el cielo preguntándose si tal vez ahí arriba había alguien haciéndose las mismas preguntas que lo acuciaban a la hora de sellar los ojos y perderse en aquel país paralelo de los sueños. La cuestión es que ante la ausencia de respuesta a los llamados librados al aire desde hace más 40 años, lo único que resta es aguardar sentados y de vez en cuando lanzar una hipótesis de cuándo el tan esperado “hola” extraterrestre resonará por los parlantes y antenas del planeta. La última predicción la lanzó el estadounidense Seth Shostak, astrónomo en jefe del Search for Extraterrestrial Intelligence Institute (SETI) en Mountain View, California, quien basándose en el gradual incremento del alcance de los radiotelescopios y del poder de procesamiento de las computadoras, auguró que en tan sólo 20 años supuestamente tendríamos noticias de los ETs de algún rincón de nuestra galaxia.
Podría decirse que Shostak sacó el número de la galera; pero no fue tan así. Lo primero de lo que se encargó el científico fue de poner a punto la famosa fórmula ideada en 1961 por el astrónomo Frank Drake y estimar –con ella en mano– el número de civilizaciones extraterrestres que podrían estar en estos momentos transmitiendo señales de radio en la Vía Láctea: a saber, entre diez mil y un millón de radioaficionados extraterrestres. El número, obviamente, es interesante, pero con eso no se hace nada si no se sabe (desde la Tierra) en qué trozo del espacio se debe poner la oreja y escuchar atentamente si alguien dice algo. Después, Shostak asumió que, como dice la ley de Moore, el poder de procesamiento de las computadoras seguirá doblándose cada 18 meses hasta 2015, como lo ha hecho durante los pasados 40 años. Para entonces, suficientes emisiones de radio podrán ser analizadas a fin de hallar en ese pajar la aguja de la primera civilización alienígena.
Shostak admite que a su predicción la rodean miles de incertidumbres; pero no le importan. Tan solo quiere que alguien le asegure que antes de morir el teléfono sonará y que él estará allí para responder la llamada.

LOS ENEMAS DE NAPOLEON
Nadie sabe muy bien por qué el nombre “Napoleón” (o “Napoleona”) no es muy famoso en los registros civiles del mundo. Tal vez lo fuera a comienzos del siglo XIX, pero hoy ni siquiera tiene la gracia de asomar dentro del top 100 nominal. Lo mismo podría decirse de “Bernardino” (Rivadavia) o “Cornelio” (Saavedra).
El pequeño gran hombre (de 1,68 metro de estatura) hizo mucho para merecer una mejor posición en el ranking. A fin de cuentas, tuvo durante mucho tiempo bajo su suela a Europa entera y bajo su cabeza, la corona del Imperio que supo conquistar. Quizá la mala fama se la ganó con dos episodios que habría querido olvidar: su exilio en la colonia inglesa de Santa Helena luego de su derrota en la batalla de Waterloo y sus múltiples sesiones de enemas al día que, según dice ahora el patólogo forense Steven Karch (del Departamento de Examen Médico de San Francisco, Estados Unidos), le habría causado la muerte el 5 de mayo de 1821, a los 51 años.
La flamante teoría de Karch choca con dos hipótesis que hasta el momento los historiadores barajaban para explicar el ocaso del emperador francés:por un lado, la que cuenta que Napoleón habría muerto a causa de cáncer de estómago (veredicto de la autopsia realizada por su médico personal, Francesco Antommarchi), y por el otro, la que desliza que habría sido finamente envenenado por su mano derecha, el conde Charles de Montholon, un oficial de la armada, a cambio de recibir una buena suma por parte de los realistas franceses preocupados de que l’empereur llegase a tocar nuevamente suelo galo.
“Cada día sus médicos le aplicaban un enema a Napoleón para liberarlo de sus síntomas –explicó Karch–. Pero lo hacían con instrumentos muy grandes y desagradables, lo cual combinado con dosis de antimonio de potasio para hacerlo vomitar vaciaban su cuerpo de minerales que pudieron haber alterado su ritmo cardíaco y la irrigación de sangre al cerebro (lo que se conoce como condición de torsades de pointes).” Impericia o ignorancia: lo cierto es que lo hicieron para el traste.

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