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Lecciones en la esquina
Por María Laura del Franco*
Hace un año y medio que vivo en Almagro. Pero fue a partir de la noche del 19 de diciembre que empecé a ser vecina del barrio.
Una tarde de enero en que volvía de hacer compras en el supermercado, alguien me entregó un volante convocando a una asamblea vecinal. El encuentro en la esquina era muy movilizante: manos alzadas, voces que pedían que se vayan todos, miradas cómplices y sonrisas que en pocas semanas se convirtieron en las manos de Amanda, la voz de Miguel, la mirada de Susana, la sonrisa de Luis.
Nos cruzábamos en la calle, nos saludábamos, nos recordábamos la cita semanal en la que ya era nuestra esquina. Veíamos por televisión, leíamos en el diario y escuchábamos por radio que otros decían y analizaban este nuevo “fenómeno” para informarnos acerca de lo que pedíamos y discutíamos. Y por el contrario, en la asamblea prácticamente no se hablaba del “corralito”. Nos convocó la crisis y el hartazgo pero nos reunimos en la alegría que nos provocó estar mirando hacia el futuro desde aquella esquina de nuestro barrio.
En el principio fue la bronca: los cuerpos interrumpiendo la circulación del tránsito, reunidos en torno de un megáfono que iba de mano en mano, las voces de hombres y mujeres proponiéndose un cambio. Nos llamábamos pueblo, nación, compañeros, argentinos. Éramos todos vecinos. Comerciantes, docentes, jubilados, profesionales de la salud, periodistas, amas de casa, abogados, ex militantes, curiosos. Algunos hacían sonar sus cacerolas, otros aprovechaban para pasear al perro. Cantábamos, gritábamos, saltábamos y no se trataba precisamente de una fiesta.
Luego esos cuerpos se comprometieron en una acción conjunta: yo vi las manos de Lidia en la tierra soñando los zapallos de la huerta comunitaria, los ojos atentos de Oscar devorando nuestro periódico Almagro en asamblea, los oídos de Juan ávidos de debates sobre política y economía, los aplausos del barrio entero en el festival organizado por la comisión de jóvenes. Empezamos a ver que juntos podíamos. Pero que cada vez éramos menos. Dejamos de aparecer en las tapas de las revistas. Pero seguimos existiendo en las esquinas.
El dueño de la confitería frente a la cual nos reuníamos se quejaba constantemente ya que semejante escándalo ahuyentaba a los clientes, mientras que la fiambrería de al lado nos permitía enchufar un equipo de sonido para que pudiéramos escucharnos y debatir mejor. Los verdaderos escollos llegaron con las primeras diferencias: algunas alimentan esta construcción novedosa, otras aparecen como irreconciliables, producto de viejos vicios y rencores que datan de cuando se hacía política de otra manera.
Sabemos que estamos creciendo. Sabemos que ningún grupo de iluminados (o no) conoce el camino porque este camino lo estamos abriendo nosotros. Con todos los tropiezos que implica no saber adónde ir sino pensar hacia dónde queremos llegar. En medio del desaliento que a veces producen las votaciones entre apenas diez vecinos que resistieron al frío y a la discusión interminable. A pesar de la preocupación constante y desgastadora que es la subsistencia cotidiana.
Hubo muchos que se cansaron y se fueron. Otros que decidieron apartarse para conformar asociaciones vecinales, redes solidarias o grupos con necesidades y soluciones específicas. Lo cierto es que entre nosotros hay un antes y un después de la experiencia de las asambleas. Hemos abandonado el aislamiento, el aséptico y confortable lugar del consumidor neoliberal. Hemos hecho estallar el diálogo y producido el encuentro, nuevos proyectos, apuestas. Estamos haciendo política en un sentido que nunca deberíamos haber perdido: el de desear y elegir cómo vivir como comunidad. Es en ese sentido que me reconozco como vecina.
* Vecina de la asamblea de Castro Barros y Rivadavia.