VIOLENCIAS
Las denuncias por abuso sexual se enfrentan con una cadena de impunidad que se revela sistemática en el sistema judicial argentino. Las madres denuncian, pero si el acusado de abuso es padre y de clase media o alta, la condena es improbable. La Justicia pone en duda la palabra de niños y niñas, alega que las madres les llenan la cabeza, cuestionan la intervención de psicólogas y la validez de cámaras Gesell. No se trata de casos aislados, ni de excepciones. Y la impunidad penal tiene su lado más filoso en la orden de revincular a lxs hijxs que se animaron a denunciar a sus progenitores con las personas a quienes más les temen. En esta nota, 28 madres protectoras y sobrevivientes jóvenes y adultos de abuso sexual se juntaron en Tribunales, en representación de muchos más del resto del país y de quienes tienen miedo de represalias aun con sus ojos tapados, para denunciar que la Justicia no escucha ni mira a las víctimas de violencia sexual.
› Por Luciana Peker
Las botas son negras y altas. Acompañan el paso hasta las rodillas. Se quedan en el primer escalón. Acomodan al cuerpo firme. Apenas un golpe de aire más arriba las zapatillas están desatadas y los cordones dejan ver su lengüeta afuera como si la burla también fuera parte de la rabia. Otro escalón y las manos se afirman a la cintura. Los botines se tiñen de un color descascarado por trajines. Las zapatillas siguientes se ahogan entre un jean que quiere tapar los pasos sin brújula y combina con las que conocen sus mismos pasos aunque no parezcan compatibles. Pero también asoman blancas entre el gris del pantalón de gimnasia que le da respiro al cuerpo sin respiro de pedir justicia. Las botas negras se repiten, entonces, sin importar entre las cabelleras rubias o morochas, las pieles alisadas o arrugadas de fruncirse entre el miedo y la furia y los cuerpos desgarbados o erguidos entre la marcha sin rumbo que impone el poder judicial como segunda condena ante un abuso sexual. Los botines beige casi se alistan frente a la columna de Tribunales que sostiene casi todo el sistema judicial y que no pudo sostener ni el duelo y la muerte de una hija, ni la distancia con una nieta con la que se quiere deslizar por la nieve pero solo se transita el vacío. Las zapatillas con cordones rosas cortan el negro y empujan a mirar hacía arriba una cuesta de impunidad que no puede continuar con una práctica sistemática de descrédito a la palabra de los chicos y chicas que se animan a denunciar abuso sexual y, sin embargo, son desoídos en expedientes que dan giros como una calesita pero que terminan otorgando, en la mayoría de los casos, la sortija en las manos de los acusados por maltrato infantil. El blanco irrumpe en un arco iris que no encuentra matices entre los claroscuros cromáticos y saltea el tapado negro -para el viento que corre en una primavera descompuesta- y combina demodé con la venda en los ojos. No es que ellas no vean. Es que no las ven a ellas. La justicia se tapa adrede para saltear los ojos de las madres denunciantes desesperados en lagrimas o secos de una desesperación nunca esperada –en ojos que siempre se vuelven a sus espaldas por lloronas histéricas e incontenibles de sensitibilidad extrema, desquiciadas de dolor y capaces de hacer cualquier cosa o por frías y calculadoras que ni siquiera lloran como haría toda madre para albergar a los pichones por los que no derraman ni una lágrima-. La justicia se tapa los oídos para no escuchar a sus hijos e hijas que piden ayuda para no seguir siendo abusados y una oportunidad de reparación y nuevos rumbos. No se trata de una casualidad permanente sino de un accionar casi idéntido en donde las declaraciones biensonantes que declaman “con los chicos no” cierran la puerta cuando, realmente, los chicos y chicas dicen no. Por eso, las madres con las vendas llegan hasta la puerta de Tribunales y se enlazan con sus brazos hermanados –entre sus pies que portan sus calzados que diferencias los lugares de partida pero conducen al mismo lugar de llegada- en alto. Tocan el portón de hierro cerrado. Y reclaman para que se las escuche. No son una, dos, tres. Ni siquiera son solo las veinte y ocho madres protectoras y adultos sobrevivientes de abuso sexual reunidos por Las12 –que son tantos que la gente se amontona para mirar la protesta de las madres de las vendas en Talcahuano 550- que llegaron desde San Pedro, Lomas de Zamora, La Plata, Glew, Chaco, Pilar y la Capital Federal para que su historia no se pierda como un globo que se suelta en el aire. Hay muchas otras por todo el país que no pueden viajar para que su expediente salga del polvo encajonado y muchas más las que no salen por miedo. Y hay nenas que juegan a las escondidas o corren por la plaza mientras también añoran una libertad que, a veces, por preservarlas no las deja defenderse con su propia palabra.
La mayoría de las madres protectoras no pueden o quieren mostrar su identidad, en principio, porque quieren preservar a sus hijos/as de revelar las marcas del abuso a quienes quieran y cuando quieran y no que se los identifique por portación de madre denunciante. Pero, además, porque la revancha de denunciar a abusadores sexuales e, incluso, el accionar judicial se pagan caros y cuando el precio son los hijos el miedo exacerba el encierro. Por eso, el cuerpo se hace presente y se protege como ellas se llaman protectoras con un trazo blanco sobre sus ojos.
Las madres se enlazan en abrazos y se cuentan las causas como un rompecabezas que siempre desemboca en la misma figura armada: impunidad. Sus letras solas no dicen nada, pero juntas conforman la palabra impunidad. Por eso, se convierten en las madres de las vendas para proteger sin esconderse. Dan la cara pero cuidan a sus hijos e hijas, no quieren hacer ningún duelo anticipado por una vida que sigue y tiene mucho más que revancha, pero necesitan denunciar que la impunidad sí entierra en miedo y desesperanza a quienes necesitan empezar de nuevo. Se cubren juntas los ojos que tienen bien abiertos para señalar que a ellas no las miran y se tapan sus oídos para denunciar que no las escuchan ni a ellas ni a sus hijos. Y que, en la mayoría de los casos, frente a las denuncias por abuso las denunciadas terminan siendo ellas acusadas de ser las instigadoras de las denuncias o de usar el falso Síndrome de Alienación Parental (SAP) que -en criollo- sería llenarle la cabeza a sus hijos, generalmente, contra su padre. La forma de demostrar que el relato de chicos y chicas es real son los peritajes, los dibujos, las cámaras Gesell que también suelen quedar desacreditados en un delito sin testigos –porque se produce entre cuatro paredes- y, mucho más, cuando las niñas son pequeñas (y se desacredita su memoria, su palabra o su lenguaje), la violencia no deja secuelas físicas (no hay rastros de semen o lesiones genitales porque el abuso es por manoseos o sexo oral o por el efecto del paso del tiempo) y también se persigue a las psicólogas que atienden o peritan a niños y niñas.
Los abusos sexuales suceden en todas las familias. Pero la diferencia de clase se siente frente a la justicia. No es lo mismo enfrentar a un agresor –acusado de un delito por el que sentirá la condena de cárcel y la condena en la propia cárcel de los otros presos- sin recursos que a un acusado forjado de dinero, relaciones, poder, amistades o familia dispuesto a defenderlo a capa, billetes y espada. Y, en ese sentido, las victimas profesionales o de sectores medios o altas forman un segmento especialmente vulnerable porque sus ex parejas tienen más recursos para no solo defenderse, sino, también, hostigarlas.
No se puede esperar a que las niñas que hoy denuncian se vuelvan grandes. Hay que escucharlas antes. Y en su nombre escuchar a las adultas que piden la imprescriptibilidad de los delitos de abuso sexual. Son sus propios pies plantados después de abusos que callaron durante toda una vida y que una vez deshechos de silencio se vuelven impunes por la prescripción de un delito que el cuerpo no prescribe y el olvido no desdibuja de la memoria latente. Por, eso todas –y todos- los que se vendaron los ojos para que la justicia se quite la venda explican por qué la justicia no las escucha.
R.A. tiene 41 años, vive en el Chaco y viene a Buenos Aires a comprar ropa para revender en su comercio. Los recuerdos del abuso sexual que sufrió por parte de un señor con poder en su provincia no lograron desvestirse en ninguna de sus noches, muy especialmente porque nunca pudo hacer la denuncia. Ni cuando tenía miedo y era chica ni cuando se decidió a hablar, en el 2013, porque la causa ya estaba prescripta y dormía el sueño injusto de un expediente cerrado en cualquier lado menos en sus pesadillas. “Quiero que deje de ser un delito prescriptible”, pide. Y anuncia: “Voy a hacer la denuncia igual, pero no se si me la van a aceptar”. El futuro está todavía en puntos suspensivos. Pero no está sola, sino más acompañada que nunca por su mamá, por su madrina y por un colectivo nacional que impulsa el proyecto de reforma legal en el Congreso Nacional.
M.B.D es docente y, como R.A, de Chaco y, como ella, victima del mismo abusador. Pero M.B.D tiene 34 años. Y eso es apenas una muestra de como si un caso no se frena el abuso se reproduce. “Yo tenía apenas tres años y él era una persona de mucho poder político y privaba el miedo de lo que podía hacerme a mí o a mi familia que no hizo la denuncia”, relata la causa del silencio. Sola es difícil. Juntas es posible. El miedo primo hasta que M.D.B se encontró con R.A. Pero más juntas las sobrevivientes de abuso sexual se convierten en la voz adulta que defiende de las desacreditaciones a las niñas a las que se las juzga porque si relatan a la justicia que fueron obligadas a practicar sexo oral a los tres años mienten. “Me encerró en el baño y me pidió que le besara al pene”, recuerda 31 años después R.A y también que se lo contó a su maestra de jardín de infantes. Hace tres décadas la sociedad era más sorda. Ahora solo es sordo quien no quiere oír. K.P está al lado de R.A y escucha su historia hilvanada también por el pedido de auxilio en el jardín de infantes. No hay distancia entre el sur del conurbano bonaerense y Chaco para el mundo de turbulencias de las niñas. “Mi hija se lo contó a una maestra. Pero creo que es más fácil creer que una niña puede inventar o una madre puede ser mentirosa que pensar que un padre puede abusar”, señala K.P.
M.M es una mamá denunciante y analista de sistemas que también se convirtió en experta en analizar un sistema perverso: “La justicia no escuchó a mi hija porque su progenitor se la pasa diciendo que estoy loca. No solo no me creen a mí sino al relato de mi hija de cinco años”, dictamina. ¿Si la justicia cree que las madres que están locas no debería escuchar a las niñas y niños? ¿Si la justicia cree que los niños y niñas son pequeños para recordar o inconsistentes o sobreadaptados para relatar no debería confiar en las psicólogas que peritan o escuchan en consultorio a los niños y niñas? Las vendas judiciales se extienden a lo largo de quienes pueden acreditar la palabra de las victimas. “Mi hija contó todo en cámara Gesell, pero igual sobreseyeron (al agresor) y a la psicóloga de mi hija la allanaron. No les importan las pruebas”, dice B.A. La historia se parece a las otras historias que esperan en las escalinatas a que la palabra gire hasta que los dobles discursos con respecto al abuso sexual infantil no aturdan.
P.W. es economista e impulsora de la reflexión colectiva frente al abuso sexual, contra viento, marea y un final mal pensado: “La denuncia es inevitable, pero ni bien denuncias perdiste el caso. Todos parten del mito urbano de la mina que miente y está loca. Todas las causas son copiadas y pegadas, estes en Córdoba o Chubut. De eso no se habla y si hablas pagas con tu vida o la de tus hijos. Pero juntas estamos empezando a lograr lo que buscamos, no justicia, pero sí protección para nuestros hijos y que no haya más madres que paguen con sus vidas como Marcela Fillol o la perdida de la tenencia como Andrea Vázquez”.
A veces las pruebas son difíciles porque se trata de un delito cometido en un baño o un dormitorio sin testigos. La prueba es la palabra infantil o no hay pruebas. Pero, a veces, tampoco las pruebas más tajantes alcanzan. “El padre de mis tres hijos de 13, 10 y 6 años abuso de los tres en diferentes momentos. Cuatro años después que la más grande dijo que el papá la violaba le pidieron un examen físico en donde se evidenciaron las lesiones por himen desflorado de larga data. Tengo la suerte que el fiscal cree en la palabra de mis hijos. Pero la jueza obliga a una revinculación aduciendo Síndrome de Alienación Parental (SAP) y mis hijos están siendo desoídos”, subraya M.J.M, una médica de Capital Federal que revela el peor tramo de la impunidad. No se discute solo una pena privativa de la libertad, sino si los niños y niñas denunciantes tienen que volver a verse con los progenitores a los que acusan. En muchos casos se imponen visitas pero no a solas. No es suficiente, según M.J.M para que el abuso no continúe. “La asistente social decía que el nene había comido remolacha cuando venía sangrando”, detalla. M.S.M es abogada y funcionaria judicial. Conoce los vericuetos de los tribunales de La Plata sin necesitar GPS. Pero saber no la defiende. “Están acreditadas las lesiones anales del nene que ahora tiene 12 y el papá lo violaba desde los 4 hasta los 10 años. Pero el fiscal pide la revinculación porque dice que el nene es frío y distante. Y mi hijo no quiere verlo ni a él ni a la abuela paterna. Pero el papá es hijo de un juez y cada vez que entro a tribunales me miran como la fabuladora y la loca”, dice por primera vez, aunque la historia se repite. Y, a veces, aniquila.
M.T. es la mamá de Marcela Fillol, una mamá que murió en Bariloche, sin ni siquiera poder despedirse de su hija de 7 años, de la que estaba separada por un fallo judicial. El progenitor no obedeció una orden para que madre e hija pudieran despedirse y llegó después de su muerte. “Mi chica se murió por una recaída de la leucemia por tristeza. Ella se levantaba todos los días esperando a su hija y él recién la llevo a ver el cajón cuatro horas después que se murió. No quiero que le pase lo mismo a otras chicas”, pide M.T. Ella pudo reencontrarse con su nieta que reconocía su perfume con el olor a la misma flor blanca que lleva su nombre, juntarla con sus primos, dejarla correr y pasear entre animales. Sin embargo, ahora el padre volvió a alejarla de la niña. “Soy su segunda mamá y quiero cuidarla, llevarla de vacaciones y dejarla que recuerde a su madre”, reclama M.T.
Si cuesta leer hay que imaginarse vivirlo. J.C. denunció ante la justicia el abuso sexual por parte del papá de su hijo que hoy está sobreseído. Una palabra que se repite y que complica la denuncia judicial y mediática de los abusos. J.C. se indigna con el sobreseimiento: “Mi hijo de 5 años cuenta como la madre del progenitor le hacia chupar los pies, las piernas y la vagina sin pantalón y sin bombacha. También relata como su padre mientras los bañaba le enseñaba a lamer su propio cuerpo para luego direccionar el juego al cuerpo del abusador. Le enseño a chupar el pito (propio) con ayuda de él y un amigo suyo. Y lo he escuchado hasta contarle a algún amiguito que no veía a su papá porque le hizo mucho daño”. Ella apeló con solo tres días de plazo y contra la postura de la fiscal. Pero no se trata de un diario de un horror subterráneo sino de un discurso que pasa de boca en boca mientras la noche llega y las escaleras de tribunales no se despueblan de palabras amalgamadas por experiencias gemelas.
F.B enfrenta un proceso frente al cual tiene la palabra sobreseído en el expediente en el que ella acusa de abuso sexual al progenitor de sus hijas. El proceso sigue después de un juicio oral que favoreció al imputado. Pero la mirada judicial no solo es ciega, sino que mira hacía donde quiere mirar. “Todo el debate estuvo dirigida a indagar en mi vida privada, en mi estructura de personalidad y en mis supuestas preferencias e historial sexual, en lugar de indagar en los hechos de abuso sexual que sufrió mi hija y en la responsabilidad del imputado. Se basaron en rumores y calificaciones expresadas por amigos y familiares del denunciado, sin prueba objetiva que las respaldara. En la sentencia fui personificada como una mujer fría, inductora, instrumental, mendaz, mentirosa, manipuladora, revanchista, enfermizamente celosa, promiscua y con particulares prácticas sexuales. El resultado de esta representación fue el descrédito de las afirmaciones de mi hija (a la cual me señalan como inductora a “recordar falsamente”). De esta manera, es mucho más lo que se ha dicho sobre mi que sobre el imputado y los abusos cometidos respecto de mi hija”.
A.M.V viene desde el norte bonaerense y sus rodillas le piden clemencia frente a las horas parada en tribunales. Todavía tiene las secuelas del 2001 cuando su ex pareja la arrastró cinco cuadras en moto y del ACV que le marca su rostro doblegado por el secuestro de su hijo desde que tenía un año hasta que cumplió cinco. El tiempo se siente en el cuerpo. Y en el reclamo multiplicado. La peor pesadilla de las madres protectoras es que sus hijos tengan que volver a ver a los agresores o que les saquen a sus hijos. El caso de A.V., separada de sus tres hijos por la justicia de Lomas de Zamora, después de denunciar violencia familiar no es el único. P.A. es una docente de Glew que está separada de sus dos hijos de 10 y 16 años. Y M.A.B una psicóloga de Wilde que no quiere cumplir la orden judicial que no escuché lo que ella sí escucha de su hijo: “Me imponen una revinculación que si no cumplo me multan. Pero yo no puedo llevar a mi hijo a que siga sufriendo abuso. Estoy pidiendo ayuda”, exclama con una desesperación en la que no entra ni la –falsa- tensa calma.
El abuso sexual sucede en todas las clases sociales, pero las herramientas de los acusados de abuso sexual para defenderse –legítimamente- o entorpecer la investigación son mucho mayores. “Esto no pasa solamente en hogares de bajos recursos o de gente sin estudio, como muchas veces dicen. Muchas de nosotras tenemos estudio y muchos de los abusadores también, pueden ser jueces, diputados, abogados, contadores o, como en mi caso, una persona con un cargo importante en el sector de tecnología de un banco que tiene personal a cargo”, destaca D.A. Otro problema de la falta de acceso a la justicia de las victimas y del acceso privilegiado de los acusados con dinero es la posibilidad de profesionales que puedan venderse al mejor postor y terminan favoreciendo a los acusados. “El (agresor) tiene una condena que firme yo, engañada por mi abogado, para que haga una probation a través de tareas comunitarias”, dice L.P.C.
Las victimas son diversas, pero son mujeres. Y los acusados más difíciles de acusar también tienen un rasgo claro. P.W es docente universitaria y enmarca: “La justicia no me escucha porque soy mujer. Podes tener plata, estudios y representación privada, pero si el abusador es progenitor va a ser sobreseído. Hagas lo que hagas la justicia no toca al padre y no hay prueba o cámara Gesell que mueva esa ideología patriarcal. Todo testimonio de la madre o el niño se interpreta como una fabulación contra el padre. Si es el vecino o el verdulero puede ser, pero al padre no se lo toca. Y en esa impunidad de los padres el aparato judicial actúa en red con jardines de infantes, escuelas y médicos que no se fija cuando los chicos son lastimados”. Y el efecto de las mujeres es devastador para ellas y desalentador para que otras denuncien: “Las madres quedamos sin un mango, con temores, insomnio, el sofocamiento de la palabra y el temor a la revinculación de nuestros hijos”.
Las madres de las vendas no solo se juntaron para una imagen que demuestre que cada una es un mosaico de un paredón que rebota las denuncias por abuso sexual. Desarmar la soledad de las causas individuales también hace nacer una nueva causa colectiva: la lucha contra la impunidad en el maltrato infantil y la violencia sexual. M.H concluye: “Sabia de la lucha de muchas mamás, pero fue muy fuerte vernos juntxs personalmente. Es muy importante sabernos juntxs ya que toda mi lucha fue prácticamente en soledad y creía que lo que me pasaba era solo a mi. Viví todo con mucha angustia como todxs pero ahora con la esperanza que juntos podemos hacer mas”.
S.P. es madre protectora y sobreviviente. Ella apela al consenso colectivo, pero prefiere una futura foto con globos de colores para que las personas que sufrieron abuso sexual no crean que sus vidas ya están marcadas con una lápida de por vida. “No al silencio y al miedo”, apela con una sonrisa serena y el pelo rubio despejado por el fin de semana. Y la esperanza como emblema. “Si salís a decir lo que te paso encontras empatía y solidaridad”, empoderar. S.C. es el único varón entre las 27 mujeres de las vendas en tribunales. Su caso de abuso en un colegio religioso es emblemático y representa a muchos otros varones victimas. Pero él sí consiguió una sentencia. “Si queres como excepción de esta regla de impunidad a las madres protectoras yo encaro a la justicia siendo varón, blanco y adulto. Igualmente a mí me paso a los 10 años y recién pude encarar el sistema de justicia como mayor de edad. Me puse al hombro la causa con gran esfuerzo, pero el juicio oral y público fue bastante reparatorio. Y ahora apuesto a la militancia colectiva”.
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