Viernes, 25 de septiembre de 2015 | Hoy
RESCATES
Maya Deren 1917-1961
Por Marisa Avigliano
Maya no siempre fue Maya, antes fue Eleonora aunque su mamá siempre la llamó en ruso Elinka. El nombre nuevo se lo dio Alexander (Sasha) Hammid, su segundo marido (el primero fue un joven trostskista al que conoció en la universidad cuando tenía 18 años) mientras recorría bibliotecas buscando un bautismo mitológico para su amada. Y fue Maya madre de Buda, Maya con letras de agua el nombre que saltó de las páginas para convertirse en el elegido. Pero la voz de un nombre no fue la única búsqueda, “fui poeta, una poeta muy pobre (solía decir) porque siempre pensé en términos de la imagen, lo que existe en mi mente es una experiencia puramente visual que la poesía me obliga a poner en palabras, recién cuando una cámara llegó a mis manos volví a casa.” La ucraniana de Kiev, la mujer exótica de tendidos ojos Lispector, fue coreógrafa, poeta, activista política, bailarina pero ante todo cineasta, amante del cine –ese era su modo favorito de presentarse– y madre de la coreo-cinematografía, ascendente directa de la videodanza. Dejando vocaciones siempre enumeradas como un ritual de cánones biográficos atrás, Maya es una sorpresa latente, un sobresalto sin tiempo, sin reloj. En los años cuarenta usaba el pelo suelto en alarmado frizz como sólo se atrevieron los sesenta y mostraba los hombros desnudos rodeados por el elástico de una blusa blanca como iban a hacerlo las revistas de moda varias décadas después. Maya estiraba la piel de sus años sin cirugías cuando apoyaba la cara sobre un vidrio, espejo Botticelli, y abría el juego de la experimentación como si un ventilador casero y glotón acaparara todos los efectos especiales y posibles de un set amateur. Era la secretaria de Katherine Dunham cuando los tambores movieron su cadera más allá de agendas y fechas ondeando a ritmo la ilusión de hacer una película para que fuera el mundo –y no sólo su cuerpo- el que bailara. Un primer ritual de iniciación quizás y a las puertas de un Hollywood de oro que gastaba en lápices de labio el mismo dinero que ella gastaba para filmar sus películas. “Hollywood no está fracasando. Ha fracasado” decía Cassavetes y pudo haber pensado antes Maya cuando acariciaba la cabeza de una de las mujeres que juegan al ajedrez en la playa en At Land (1944) mientras la imagen de una invisibilidad posible es capaz de convertir los movimientos en meditación. Dos de sus pasiones (el mar y el color azul se suman impetuosos a la lista) eran el vudú haitiano y los gatos, ambos convivían en Guede, su felino predilecto que se deja ver en una antología fotográfica imperdible. Tenía más de treinta cuando conoció a Teiji Ito, un chico de quince que iba a ser después su tercer marido y con quien vivió hasta que la desnutrición, la pobreza, un cóctel de anfetaminas y las recetas del por entonces famoso Dr. Jacobson, la dejaran morir en un hospital neoyorquino con un derrame cerebral como diagnóstico. Tenía 44 años. Sus cenizas cruzaron mundo y surcaron las cercanías del Monte Fuji. El asombro por descubrirla se hace surco mirando Meshes of the Afternoon (1943), The Witch’s cradle (con Marcel Duchamp 1943), A study in choreography for camera (1945), The Private Life of a Cat (1947) y Meditation on violence (1948), entre otras. Sí, hay que ver todos sus cortometrajes de cámara como si Nikki Grace / Sue Blue, la mujer en problemas de Imperio, nos lo ordenara en ruego fogoso. Cómo negarse.
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