Vie 25.09.2015
las12

PERFILES > PATTY HEARST

Enemiga pública

› Por Roxana Sandá

¿Qué niña o niño en 1974 esperaba ver por TV abierta las imágenes –verídicas, se decía en aquel momento– del robo a un banco en San Francisco, protagonizadas por una chica con peluca, cazadora, pantalones Oxford y ametralladora? Había que ser muy dispuesta para abandonar el Topo Gigio de goma y pedir a los adultos que por favor no giraran la perilla de los canales, porque de repente el noticiero se había convertido en un todo para los ojos infantiles. En blanco y negro, una guerrillera made in Estados Unidos seguida en perspectiva de altura por las cámaras de seguridad del banco, entraba a los gritos y a los tiros intimidando clientela y empleados. Patty Hearst estaba allí: la nieta del magnate de la prensa amarilla William Randolph Hearst, la que había sido secuestrada a rastras de la casa de su novio, Steven Weed, por el Ejército Simbionés de Liberación (SLA en inglés), un grupo armado de inspiración marxista cuyo objetivo era derrocar a Richard Nixon, resurgía del cautiverio anonadando a un mundo que la imaginaba muerta o masacrada. Si ya les había sucedido cinco años antes a Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, y a un grupo de amigos en la mansión del matrimonio en Cielo Drive, California, cuando se los cargó a puñaladas el Clan Manson, otra secta más cercana a las drogas psicodélicas que al llamado de las armas. El caso es que Patty profanó en clave de zurdaje, como diría Mirta, una institución bancaria en los setenta, con lo que eso implicaba. Entonces las entidades financieras, hospitales y ni hablar de tribunales semejaban tótems occidentales. “Conmocionante: la joven heredera del clan Hearst robando en nombre de una causa armada”, anunció Mónica Mihanovich (años después Cahen D’anvers), seguramente en Telenoche. Lxs jóvenes les hacían arder la piel al resto de la sociedad. Precisamente el 1° de mayo de 1974, un mes después del espectacular atraco, el discurso de Perón desde el balcón de la Rosada marcaba otro punto de no retorno con la juventud maravillosa. Claro que lo de Patty fue una película muy diferente. La noche del 4 de febrero de 1974, una mujer y dos hombres del SLA tocaron timbre en la casa de Weeds, lo molieron a palos hasta dejarlo inconsciente y se llevaron a la chica de entonces 19 años y estudiante de la Universidad de Berkeley, porque consideraban que los Hearst pertenecían “a la clase dirigente superfascista”. Ella era una pieza de cambio para la liberación de dos miembros del grupo que cumplían pena en San Quintín por haber asesinado con balas de cianuro a un inspector escolar, y para cobrar el pago millonario de un rescate accidentado, por la resistencia familiar de los Hearst. Después de 60 días de misterio, apareció una foto de Patty posando con arma larga, camisa de fajina, boina y el nombre de Tania en honor a Tamara Bunke, la guerrillera argentina que murió combatiendo en Bolivia bajo las órdenes del Che Guevara. Detrás, una bandera con la cobra de las siete cabezas, símbolo de la orga. Una grabación con su voz aniñada pronunciaba “Yo elegí quedarme y pelear”. De aquel banco se llevaron 100.000 dólares. Un mes después intentaron asaltar una tienda en Los Angeles y ella le dejó su impronta con una ráfaga de ametralladora. La detuvo el FBI el 18 de septiembre de 1974, con 19 cargos encima, declarada “enemiga pública número 1” y a esa altura una celebridad planetaria. En los recreos, las niñas jugaban a ser Patty Hearst, apuntándose unas a otras con los pulgares y los índices de sus manos. Ignoraban las sesiones de lavado de cerebro, siquiera imaginaban el significado del síndrome de Estocolmo y mucho menos los abusos sexuales y el maltrato físico a los que fue sometida y relató en un juicio con condena a siete años de prisión. Jimmy Carter le conmutó la sentencia y la liberaron en 1979. Otro demócrata, Bill Clinton, la indultó en 2001. Para entonces ya se había casado con su guardaespaldas, Bernard Shaw; él la alentó a que escribiera y reavivara su pasión por la cría de perros para exposiciones. Hoy, la sexagenaria señora Patricia Hearst, viuda de Shaw, heredera de una empresa de mil millones de dólares, suele pasear con Rocket, un ejemplar de shih tzu ganador de varios premios, sus trajecitos de dos piezas y un rubio de peluquería con acabado brushing, por supuesto.

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