ENTREVISTA
No es la primera vez que Analía Couceyro reflexiona sobre la muerte desde arriba de un escenario, ya lo había hecho en El rastro, obra sobre un texto de Margo Glantz que ella misma adaptó; claro que esta vez, en Constanza muere, de Ariel Farace, le presta el cuerpo a esa espera, ese devenir inexorable que se advierte cuando el corazón late más lento, cuando todo en derredor habla de despedida. El personaje de Couceyro ha vivido suficiente y va a bailar con la muerte hasta abandonarse a sus brazos, aunque no sin pelea, no sin negociación, no sin mirar a la vida como quien mira a la propia infancia. Clase magistral de actuación sobre un texto bellamente poético, la actriz se anima a lo que nadie quiere: no sólo morir sino mirar, en el espejo de su composición, de qué se trata la vejez.
› Por Marina Yuszczuk
Empezó a actuar a los catorce y la improvisación ocupó los primeros años de su carrera, pero unos años después las películas se le empezaron a mezclar con los escenarios y mientras hacía de varón en una obra de Ricardo Bartís (El corte) o renovaba rituales tan antiguos como el de la tragedia griega (con Medea o Ifigenia en Aulide), trabajaba bajo la dirección de Pompeyo Audivert o Alejandro Tantanian y dirigía sus propios proyectos, fue una cantante de tango en El sur de una pasión (2001), le prestó el cuerpo a Albertina Carri en Los rubios (2003) para demostrar que la ficción también participaba en la investigación de una directora de cine sobre sus padres desaparecidos, se desnudó para el mucho y muy salvaje sexo que atraviesa La rabia (2008),también de Albertina Carri, y fue la obsesiva y descontrolada ex de Gael García Bernal en El pasado (2007), la película de Héctor Babenco basada en la novela homónima de Alan Pauls, por nombrar solamente una parte de una carrera intensa que lleva más de veinte años.
La televisión también la sedujo esporádicamente para participar en A sangre fría (2004), la tira donde interpretaba a un personaje fantasmal con la cara quemada y de la que recuerda las largas horas de maquillaje y espera para hacer sus escenas en noches heladas de Villa La Angostura, o en 23 pares (2012), donde era una mujer policía que estaba en pareja con Erica Rivas cuando no paraba para darle la teta a su bebé de tres meses. En la ficción fue lesbiana, varón, madre, loca y varias cosas más, pero lo único que no había hecho hasta el momento es eso mismo que nadie quiere hacer hasta que no le queda otra: envejecer. Y, como una consecuencia natural, morirse. Todo eso es lo que trajo la participación en Constanza muere, la obra de Ariel Farace que ahora interpreta dos veces por semana en El portón de Sánchez, y Analía está encantada.
La obra es simple, pero con un tipo de simpleza que anuda poéticamente algunos de los temas más fundamentales en el espacio de una hora y algunos minutos: Constanza es una mujer muy mayor que está sola en la casa pasando el domingo, poniendo el agua para hacer un té y con la perspectiva de acompañarlo con masas que ella anuncia entusiasmada aunque terminen siendo un humilde paquete de galletitas de agua. La casa de Constanza está resumida en la mesa de la cocina con tres sillas, un piano abandonado en un rincón, un sofá, una planta que ella va a regar con empuje cada vez que se acuerde mientras la alienta a crecer y tomar fuerza, y una cantidad de objetos que atraviesan la escena y resumen ese sinfín de cosas que acumulamos con el tiempo y sostienen la familiaridad de la vida cotidiana. Pero Constanza no está tan sola como parece. La muerte con guadaña y todo (Matías Vértiz) recorre la escena acompañada de una chica de identidad difusa (Florencia Sgandurra) que en su vestimenta de muñeca crecida con botas y vincha en el pelo convoca desde imágenes de la niñez, de Alicia en el País de las Maravillas y muñecas para jugar, hasta esas otras muñecas más terroríficas que causan pavor cuando translucen en la oscuridad de un cuarto.
Los espectadores saben desde el primer minuto que Constanza está por morir, como lo anuncia el título de la obra, pero no saben cuándo ni de qué modo. Ese mínimo suspenso, esa incomodidad que traen la certeza y la incertidumbre simultáneas respecto de la muerte, hacen que estar en el teatro para acompañar las últimas horas de una vida tenga algo de gesto amoroso, porque el afecto por esa mujer que ríe y tiene miedo, que necesita llenar de alguna forma el tiempo que le queda y que podría ser nuestra abuela, madre, o nosotros mismos, según la edad del que mire, es inmediato. Ese tiempo intensificado en que transcurre la obra también propone algo que está a contrapelo de la relación que hace rato tiene nuestra cultura con la muerte. Cuesta imaginar que hasta hace unas décadas tantas personas nacían y morían en la intimidad de una casa rodeados de familiares y seres queridos, que los cuerpos de los que acababan de dejar la vida eran vestidos y preparados por manos conocidas y velados en una pieza o un living. O que la muerte se recibía y dejaba su marca en el espacio cotidiano, una idea que hoy produce más rechazo que otra cosa. Es que el impulso de delegar a otros esas últimas tareas, o de cerrar los ojos y darle la espalda a la realidad más dura, es demasiado fuerte. Y por eso la obra de Ariel Farace, al tiempo que nos instala en lo más difícil, elige transitar esos momentos al calor de la literatura, con lecturas de Mario Bellatín, Borges o Sylvia Plath, que Constanza y la muerte comparten y discuten como si se tratara de encontrar en ellas algo de lo que agarrarse fuerte.
Sucede que la cercanía con la muerte pone a Constanza en un estado de productividad intenso, casi febril, como si tuviera la intuición de que lo único que no puede hacer es quedarse quieta, elegir el silencio. Entonces, Constanza reflexiona, recuerda su vida, piensa en los objetos que va a dejar tras de sí, atiende a sus visitas como cualquier señora, canta, baila tanto como le permiten sus achaques, relata la primera vez que siendo nena entendió que las cosas se morían. Analía Couceyro, bajo una enorme peluca blanca, le pone el cuerpo y se agita, afirma sus verdades a los gritos o susurra cuando la gana la melancolía, un poco como lo hace durante esta charla a media voz que tuvo lugar una mañana nublada en la confitería Las Violetas. El lugar fue elegido aparentemente al azar, era más probable que la Constanza de la ficción lo eligiera, pero la ubicación se llenó de sentido cuando Analía se dio vuelta para conversar brevemente con una señora que tendría unos ochenta años y volvió a mirar al frente con una sonrisa de complicidad: la actriz lleva a Constanza adentro y está enternecida, mira como señalando a las señoras y por un momento cree que es una más entre esas mujeres mayores que vienen a Las Violetas a acompañarse la vejez, aunque en lugar de cadenitas de oro lleve en la muñeca una pulsera de cuero con tachas.
Hace dos años lo llamaron a él para un ciclo de relectura de las novelas ejemplares de Cervantes, le encargaron que hiciera La ilustre fregona y ahí me convocó. Hicimos una primerísima versión de Constanza de la que no quedó mucho, muy libremente inspirada en la obra de Cervantes donde el personaje se llama Constanza pero no habla. La idea de él fue ponerle voz a ese personaje, y ahí apareció el tema de la muerte que es recurrente en él. Ya estaban los tres personajes que hay ahora, y había música en el piano. Pero era totalmente distinto, una mujer joven que filosofaba sobre diferentes temas. A medida que ensayamos fue apareciendo la situación más teatral y más concreta de la convivencia con la muerte, que claramente pasó a ser el personaje de Matías. Ensayamos bastante, durante dos años, abriendo muchísimo el imaginario y probando un montón de cosas, y empezó a suceder que ella se envejecía mucho en un momento de la obra, el personaje se debilitaba y se volvía como vieja. Había algo de lo que pensaba que la envejecía, la opacaba. Así surgió la idea de que fuera una vieja, parecía que eso le daba mucho más sentido a toda la obra, por lo que se podía permitir desde ese lugar. Una persona joven hablando de la muerte tiene algo impostado en un punto, en cambio la vejez tiene cierta naturalidad con el tema, está dentro del universo más cercano. Por ejemplo Margo Glanz, la autora de El rastro que fue mi obra anterior, tiene 85 y una vitalidad feroz, vino a Buenos Aires por el estreno de El rastro y volvió este año a la Feria del Libro, se la pasa viajando y escribiendo, pero cada vez que me la encuentro en algún momento dice “Bueno, todo llega, incluso la muerte”. Aunque sea desde un lugar muy vital y muy jovial, hay cierta certeza…su último libro se llama “Yo también me acuerdo”, es una autobiografía que de alguna manera está inspirada en otros libros de memorias, y en un momento dice “Bueno, esto seguramente puede servir como epitafio también”.
Sí, también mi personaje dice que es consciente de que convive con la muerte desde niña, hay algo de saber de esa convivencia, de saber que es el momento, y por otra parte de querer hacer tiempo, vivir un poquito más. También algo fundamental en la obra tiene que ver con la imposibilidad de vivir la muerte de uno. Una de las bases con que trabajamos tuvo que ver con la ficción de la muerte: uno sólo se puede imaginar la muerte propia, puede haber vivido la muerte de gente cercana, de seres queridos, pero la propia se la puede imaginar uno nada más, es como una ficción.
La forma de trabajo fue muy particular, es la primera vez que trabajo así. En general participé en obras de creación colectiva como las que hice con Bartís, donde se improvisa muchísimo y después aparece el texto, o en obras donde está el texto desde el primer día del ensayo y después lo que se hace es retocar. En este caso fue distinto porque Ariel escribe mucho y muy poéticamente, y él había escrito esta primera versión de Constanza… que leímos en el Cervantes de la que quedaron tres textos nada más. Nosotros empezamos a ensayar fragmentos de la obra escrita y según lo que pasara en el ensayo, Ariel la traía reescrita. No fue ni improvisación, ni poner en escena un texto que estaba desde el principio, se fue trabajando en pa ralelo. También por supuesto hay mucho que quedó afuera; en este tipo de trabajos, como pasa con las creaciones colectivas, hay mucho material y en algún momento eso se simplifica, en este caso con el eje puesto en esta mujer que convive con la muerte, y con este otro personaje que podría ser la vida, la música, o ella misma de joven, que tiene algo más vital claramente.
Confiar en la vieja que fue toda una decisión. Yo le propuse a Ariel que fuera vieja todo el tiempo, hacer un trabajo de composición, y al principio él dudó pero una vez que apareció el personaje y empezamos a probarlo Ariel me decía “¡Más, más vieja!”. Yo como espectadora agradezco mucho cuando veo composición en la actuación, me gusta ver a los actores haciendo personajes donde se nota mucho que es otra voz, otro cuerpo. Una vez que confirmamos esa idea, encontrar la voz fue algo que se dio paralelamente al proceso de fijar el texto. Y para mí el vestuario es fundamental siempre. Acá la vestuarista es Gabriela Fernández, que me parece excelente. Yo venía ensayando con un jogging de siré de los años ochenta, sabíamos que había algo deportivo, y en un momento apareció como referencia la abuela Yetta. Algo de estar cómoda pero arreglada: se pinta las uñas, usa anillos, va a la peluquería. Cuando empezó a trabajar con nosotros Gabriela enseguida le encontró cosas como la peluca, que me parece un hallazgo y es muy definitoria del personaje, ese vestuario, ese color. También sumó muchísimo el vestuario de Flor, que la ayudó a definir esa cosa de cuentos de hadas, medio lúgubre, antigua, medio aniñada.
Sí, y lo importante es que ella sabe que se va a morir. Además es domingo y está sola, probablemente ya hubieron otros domingos en que sintió esta presencia y pensó que era su hora. Una podría pensar que es como tiempo real de los últimos momentos de ella, o que son fragmentos de distintos momentos concentrados. Y después hay algo que tiene que ver con lo que va a quedar, algo de los objetos que empieza a tener mucho dramatismo. Cualquier persona que tuvo que desarmar una casa o guardar cosas de alguien que se murió sabe que es medio obsceno también. Hace poco leí un cuento muy largo de Samanta Schweblin del último libro que se llama La respiración cavernaria, es sobre una viejita que vive con su marido y hace cajas todo el tiempo para que cuando ella se muera, esté todo en cajas.
Esta obra en particular tiene algo muy fuerte por lo que pasa físicamente, quedo muy cansada. Siempre es fuerte actuar, y más en una obra que a uno le gusta mucho. A mí Constanza muere me encanta y hace mucho que no tenía un personaje con un grado de composición tan alto que es como si tuviera vida propia, eso es un amparo muy grande. Y me doy cuenta de que el público la quiere a Constanza, eso es hermoso, muy fortalecedor. Ser actriz tiene algo de droga, en el sentido de la avidez que te produce, y también algo de espera de que llegue ese momento, como de ritual. Estoy esperando que llegue ese día y que llegue el momento de morirse. Es una forma de exorcizarlo también. Hace mucho hacía una obra sobre textos de Clarice Lispector y ella en un libro que se llama La hora de la estrella dice que el momento de la muerte es el más brillante para una persona. En esa novela el personaje es muy opaco, con una vida muy gris, y en el instante en que se muere, atropellada por un auto, de una manera muy poco lírica, se transforma en una estrella de cine. Es el momento de más brillo. Actuar una muerte siempre es divertido, tiene algo extremo. Por otro lado la obra es pura ficción y eso está buenísimo, desde ese lugar una se conecta con un montón de cosas. Conectarse con la muerte también implica conectarse con lo que una imagina de la muerte propia, con la propia vejez, con los muertos que una tiene en su vida. Pero al mismo tiempo hacerlo desde una vieja que tiene la voz así, que es graciosa, que tiene ese pelo, asustándose por un joven con cara de burro. Ese juego le da un plus, hace que una se emocione más todavía. La ficción nos ampara.
Sí, creo que hay algo muy femenino en Constanza. En general si me tengo que imaginar un viejo muriéndose pienso en La última cinta magnética de Beckett, donde el personaje tiene algo como más refunfuñón. Parece que hay algo de lo femenino que tiene que ver con alimentar, creo que se ve en el cuidado que le dedica ella a la planta, en el entusiasmo con las masas.
Ahora relaciono mucho lo que me está pasando con Constanza con la primera obra profesional que hice cuando tenía veintiuno, la dirigió Bartís en el Cervantes y se llamaba El corte. Fue una obra que me marcó mucho, primero porque yo venía estudiando con él, un director muy particular que tiene una forma de trabajar muy única. En la obra yo hacía de varón, la relaciono con Constanza por el grado de composición del personaje. Lo gracioso es que en esa época la gente en general no me conocía mucho, entonces había algo muy sorprendente cuando se daban cuenta de que yo era una mujer, es algo parecido a lo que pasa en Constanza muere cuando aparece mi voz, es como revelar el truco. Al mismo tiempo uno tiene un nivel de cotidianeidad y de intensidad enorme con el personaje y después eso se termina, hay una despedida. Me va a costar muchísimo dejar a Constanza.
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