VIOLENCIAS
Débora Sily
› Por Noe Gall
Cuando la tribuna de putas que había estado dentro de la sala de audiencias, con sus remeras estampadas con el rostro de su amiga Débora se levantó de sus sillas, el clima ya era tenso. Es que era insoportable escuchar esos alegatos. Ellas, que habían declarado ahí lo que sabían sobre el homicidio de su amiga, eran denigradas en la boca de las y los profesionales de la defensa del imputado por ser, igual que ella, trabajadoras sexuales. El argumento más repetido: seguramente estaban drogadas el día del asesinato. La indignación había crecido al mismo tiempo que la incertidumbre por el final del juicio. Y es que en la memoria de estas mujeres otros juicios están frescos, como aquel de 2003 en que otra compañera fue la víctima y el victimario quedó absuelto. Aquella vez, no se quedaron calladas ni siquiera frente a las fuerzas de seguridad; por eso a ninguna le sorprendió que a las puertas de la sala de audiencias, donde deberían esperar el veredicto, las fuerzas policiales se hubieran desplegado listas para el choque.
A Débora Sily la mataron el 26 de octubre de 2013 enfrente de su hija de 4 años. La mató su pareja, Luis Díaz: la apuñaló, la degolló. Sus compañeras lo sabían y se hicieron cargo de sostener esta denuncia desde el principio. Díaz quedó detenido, en parte también por esas voces que lo acusaron. Dos años tardó en llevarse a cabo el juicio oral y público. Desde la primera audiencia, él se había declarado culpable, pero dijo que lo había hecho en defensa propia. Dijo que él era víctima de violencia de género por ser la pareja de una trabajadora sexual.
Desde aquel momento, las audiencias fueron lo mismo que el paso a paso de la construcción de un monstruo como si así se pudiera justificar lo injustificable. Débora es una de las tantas víctimas de la violencia heteropatriarcal en su peor expresión, el crimen de odio. Pero con ella hubo una saña especial aun después de muerta. Era una mujer que había llegado de Tucumán hace algunos años ya, buscando una vida mejor, que tuvo la mala suerte de encontrarse en el camino con este infeliz, que fanfarroneaba con haber matado a más gente. Esto les dio a los abogados defensores mucho material para reproducir estereotipos que día a día se cobran vidas de muchas mujeres. Por ejemplo, la abogada Graciela Díaz llego a decir que Débora “era una mujer hecha en la calle y por lo tanto violenta”, “que Díaz hasta le perdonó un engaño por ende él era bueno”; “ella era la violenta con él, inclusive tenía el doble de contextura física”; “Débora no era ninguna carmelita descalza”. Estas frases textuales salieron de los alegatos donde se terminó pidiendo la absolución del asesino, alegando la figura de la legítima defensa.
Hubo que esperar una larga hora y media para que el Jurado Popular debatiera la sentencia. Fue interminable. Mientras el clima se caldeaba, llegó la infantería como sabiendo que con esas minas que llevaban orgullosas en el pecho la cara su compañera no se jode, no se van a quedar sentadas y calladas frente a una injusticia. Y si el femicidio de Débora quedaba impune iba a ser como matarlas a todas un poco.
Finalmente, volvieron a llamar para escuchar la sentencia, la tribuna de putas se acomodó temblando. Apenas cesaron los ruidos, resonó la sentencia: prisión perpetua para el asesino con el agravante por el vínculo. La Justicia determinó, por primera vez en la historia de Córdoba, que el asesinato de una trabajadora sexual también cuenta como violencia de género. El crimen de Débora ante los ojos de la Justicia fue un femicidio. Fue la primera vez que se experimentó una sensación tan extraña, tan ajena, tan lejana y tan desconocida como la Justicia. Se hizo justicia por Débora. Las amigas, familiares y compañeras se abrazaban, lloraban y agradecían con mucha firmeza a esas minas que son de fierro, que están siempre y que fueron las primeras y las únicas en salir a denunciar que no se puede matar a una mujer por ser trabajadora sexual, que sus cuerpos cuentan igual que sus decisiones. Las chicas de AMMAR Córdoba, allí presentes como hace ya quince años, lloraban de alegría por todas las que no están y para las que no hubo justicia: Andrea Rosa Machado, Sandra Figueroa, Susana Romero, por ellas, por las que no tienen nombres anotados en la memoria, por las que resisten hoy. Por ellas lloraron y se abrazaron; por las que se organizaron, festejaron. Por ellas, se hizo justicia.
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