Jue 31.12.2015
las12

INTOXICADA

Silencio cómplice

El periodista de La Nación Antonio de Turris asesinó a su esposa de 62 puñaladas en la madrugada de la Nochebuena. Los medios en general hacen poco eco de la noticia y justifican al femicida por su condición de enfermo terminal. Los nuevos artilugios para hablar del “exceso de pasión” y la necesidad de reafirmar el compromiso de Ni Una Menos de cara al 2016.

› Por Sonia Tessa

Madrugada del 24 de diciembre. Un hombre de 67 años asesina de 62 puñaladas a su pareja, una mujer de 62 años en la casa que comparten. Se llama femicidio y, en el año de Ni Una Menos, es una noticia de impacto. En días festivos, cuando productores y redactores rascan el fondo de la olla en busca de noticias, lo previsible era que corrieran los móviles en vivo a apostarse en la puerta de la casa de Baliña al 1100, en Banfield, para llenar horas y horas de televisión. Pero claro, el femicida es un periodista de La Nación –aunque todos los medios hayan hablado de ex periodista– y la víctima, entonces, después de muerta, vuelve a desaparecer: apenas una noticia perdida en la vorágine de otras, la invisibilidad se convierte en otra forma de violencia. El espiral se hace aún más bochornoso por la justificación: el asesino estaba “deprimido” porque tenía un tumor cerebral descubierto hace pocos meses.

El nombre propio tiene acá mucho, muchísimo que ver: Antonio de Turris es presentado como “ex” periodista de La Nación, pero hasta el 7 de septiembre pasado firmaba notas en el diario fundado por Bartolomé Mitre. Mientras tanto, seguía siendo docente del máster de periodismo que el mismo diario tiene junto a la Universidad Torcuato Di Tella. Y hasta pocos meses antes del femicidio condujo el programa Dominó, en la televisión por cable, junto al periodista de Clarín Ismael Bermúdez. Es decir que si alguien es un femicida, violento, capaz de asestar 8 puñaladas en el pecho y en la espalda a su mujer, pero es también un periodista con trayectoria, que llegó a ser secretario de Redacción del diario más tradicional del país, su crimen será suavizado, puesto en suspenso, bajo la excusa de una enfermedad terminal que habría causado una depresión en el victimario. “Pobre Antoñito, se habrá vuelto loco”, llegó a decir Mauro Viale en su programa de América.

Porque aunque hoy sea ya políticamente incorrecto hablar de crimen pasional, se usan otros artilugios: “Tenían una relación muy mala desde que le habían diagnosticado la enfermedad”, consigna una de las pocas notas sobre el tema. Se llama violencia machista. No puede llamarse de otro modo si termina con una mujer muerta en manos de su marido. Desfigurada, relató alguien que pudo ver las fotos.

Al “prestigioso periodista” no le va a ser fácil escudarse en la emoción violenta. Apenas empezó a escuchar los gritos, la hija del hombre, una mujer de 30 años con retraso madurativo, corrió a la casa de enfrente a buscar a su tía, la cuñada del femicida. La vecina le gritó a Claudia: “Corré, corré” para que escapara. Ella lo intentó, pero se resbaló. Allí aprovechó él para asestar las puñaladas, y de paso, mientras la mataba, lastimar el rostro de una mujer que hacía de la imagen su herramienta de trabajo.

Ella tenía un nombre, una profesión. Asesora de imagen, con su propia consultora, era también periodista, colaboradora asidua de los medios de comunicación, como columnista y como entrevistada. Claudia Servino escribía en la revista Susana, en publicaciones de editorial Perfil y en Oh la la. Justamente, fue en La Nación donde conoció a su verdugo. Durante años convivieron. Las personas allegadas a Claudia sabían que las cosas estaban mal en los últimos tiempos. “Ella estaba preocupada, lo cuidaba, lo protegía”, cuenta una allegada sobre la relación de Claudia con su asesino tras el diagnóstico de su tumor cerebral, que en principio se pensó que era un ACV. Nunca supo de un episodio de violencia, ni la Fiscalía tiene consignadas denuncias anteriores. Pero sí que Claudia había llegado a pedirle a una familiar si podía ir a vivir a su casa por un tiempo. “Nadie pensó que hubiera un peligro tan inminente”, dijo Ignacio Molina, el hijo de una de las amigas más cercanas de Claudia. Que la violencia machista está impregnada en cada una de las acciones cotidianas es algo que por mucho que se diga, habrá que seguir machacando para desmontar costumbres como la justificación. Porque aparece de la manera más impensada: “¿Qué le habrá pasado (al asesino)?” Es una pregunta que muchos se habilitan ante el horror de un cuerpo destrozado a puñaladas.

También es sabido que los medios son una caja de resonancia de esa violencia, en la reproducción de estereotipos y algo más: la amenaza, la disciplina, el ejemplo, formas de una violencia expresiva que llama al orden a las díscolas cuando se atreven a cuestionar el orden establecido, la propiedad privada sobre sus cuerpos.

Claudia Servino no ocupó los centímetros de diarios ni los minutos de televisión que sí se dedicaron a la adolescente Angeles Rawson o a Claudia Schaefer, asesinada por su marido en el country de Martindale. En algún punto, tanto el exceso como el defecto pueden ser funcionales a borrar aquello estructurante que tiene el patriarcado. Cuando sobran las imágenes, las palabras, las especulaciones, se habilita la vía del morbo, que es también una especie de llamado a la acción para el machismo imperante. Porque siempre la pregunta que queda flotando en los medios –en la mayoría de ellos– es qué habrá hecho ella para que él reaccione así.

En Claudia, en cambio, lo que hace más ominoso este crimen es el silencio, apenas roto por alguna noticia al pasar, por unos pocos centímetros en los principales diarios del sábado, como si el objetivo fuera que la cuestión se olvide rápido. Que todo vuelva a la normalidad de las buenas conciencias. Eso les pesa a quienes quisieron a Claudia, a quienes saben que ya no volverá, pero no se resignan a ver victimizado a su asesino. “Queremos que haya justicia. Si es cierto que es tan terminal el estado de salud del asesino, que sea condenado antes de morir”, pidió Molina.

La fiscal que tiene a su cargo el caso, Fabiola Juanatey, lo caratuló como “homicidio agravado por el vínculo”, según el inciso 1 del artículo 80 de Código Penal, que impone prisión perpetua. Ante lo irreparable, el hermano de Claudia viajó desde Río Cuarto (Córdoba), donde vive, para presentarse como querellante en la causa.

Conocido el final de esta historia, parecen aún más llamativas las notas firmadas por el asesino en el diario La Nación, donde se erguía en guardián de las instituciones de la patria. No llamarían la atención por su originalidad, pero sí porque a la luz de lo ocurrido, esas instituciones, esas leyes en las que se amparaba para pedir alternancia, no le importaban tanto como parecía. “La Argentina está como está no precisamente porque su clase política haya derrochado capacidad de gestión, vocación de servicio y honestidad. ¿Por qué no probar con una alternancia mayor, que, al fin y al cabo, es la esencia de la democracia? En el país hay democracia, pero no hay república”, dice en el artículo firmado el 7 de septiembre, en vísperas del primer debate de los candidatos a presidente. Como las feministas decimos desde los años 60, lo personal es político. Es la paradoja que mana de semejante manifiesto en la pluma de una persona capaz de ensañarse con su pareja hasta matarla de 62 puñaladas.

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