Vie 08.01.2016
las12

ENTREVISTA

Bailarina en la oscuridad

La bailarina Aurora Bosch nació en La Habana en 1942. La memoria de una abuela atrevida que le quitaba los libros y la ponía a bailar destella con la luz de un relámpago que ilumina sus ojos apenas la nombra. Es una de las cuatro bailarinas de ballet históricas en Cuba, una de “Las Cuatro Joyas”, que llegó a la más alta categoría del ballet cubano y brilló en París, donde recibió el premio Ana Pavlova. Además de doctora en Artes, es profesora de ballet, y a lo largo de su carrera realizó un trabajo docente con la fuerza de una vocación que dejó huellas en bailarinas y bailarines de compañías de todo el mundo.

› Por Laura Rosso

FOTO: CONSTANZA NISCOVOLOS

Aurora Bosch abre fácilmente las compuertas del afecto. Llega a la entrevista sonriente, los labios pintados y puntualidad de bailarina clásica. Se ocupa de tener algo para comer antes de empezar su clase de las dos de la tarde. “Para no ir en blanco”, dice y deja pendiente su pedido de empanadas que serán encargadas en la rotisería de la vuelta. Llegó a Buenos Aires invitada por la Fábrica de Arte, la escuela de baile de Maximiliano Guerra, donde durante tres semanas brindó clases a alumnxs y dictó el Encuentro Pedagógico para maestrxs que reunió a docentes de la propia escuela y de Rosario, Lanús, Córdoba y Neuquén. En su juventud, Aurora fue una de “Las Cuatro Joyas” del Ballet Nacional de Cuba, junto con Loipa Araujo, Josefina Méndez y Mirta Plá. Aún puede hacer gala de aquel apelativo, se la ve fuerte y brillante como una piedra preciosa. Se acerca a la barra en un amague para la foto y sus piernas dan cuenta de una memoria que desborda elasticidad. En su clase de hoy mostrará un clip con “momenticos” del homenaje que le hicieron por los cincuenta años de vida artística. Cuenta retazos de su vida con un cariño notable. En 1966, fue la revelación de las noches cubanas en París. Causó sensación en la ciudad de la luz, y de ella dijeron que era bella, sabia, sensible y altanera, y que su nombre estaba bien puesto porque nunca dejaba de iluminar el escenario. Ese mismo año en Francia, ganó el Premio Ana Pavlova, y la Asociación de Escritores y Críticos de la Danza le otorgó el Premio Especial, creado para Aurora por su interpretación de Myrtha, la Reina de las Willis, en Giselle.“¿Qué más podía esperar del ‘66?” plantea, nítida y aguda.

La abuela de armas tomar

Hubo una abuela que tuvo mucho que ver con que Aurora comenzara a andar el camino de la danza. “Ella era muy atrevida”, se acuerda. “Y a mi madre también le encantaba bailar boleros, guarachas y danzas populares cubanas. Yo llegaba de la escuela, mi abuela me quitaba los libros de la mano, le cambiaba la estación de radio a mi abuelo, porque además era de armas tomar, y ponía un danzón. Yo era su partenaire. A mi madre le encantaba mirarnos. Bailábamos con gusto” cuenta. Su madre y su padre eran de Manzanillo, una ciudad de la parte más oriental de la isla, pero “por cosas de la vida se conocieron en La Habana, no en su provincia”. Allí vivió Aurora, en el centro de la capital de Cuba, en una casa de huéspedes que sus abuelxs tenían para alojar personas que por algún motivo debían trasladarse desde otras ciudades. Por eso siempre había gente en la casa y había que tener cuidado de no hacer ruido y no molestar. “Mi abuela tuvo tres hijos varones y una hembra. Enseguida se dio cuenta de que la hembra y el más pequeño de los hijos varones cantaban muy bonito. Había un programa en la radio, que se llamaba La corte suprema del arte, en el que hacían concursos. Entonces ella, sin contar con mi abuelo, que era muy parco y solamente miraba y hablaba muy poco, agarró a sus hijos y fue para el concurso. Ganaron el segundo lugar. Entonces yo pienso que de artista como tal, ella tenía alma.” Ese tío de Aurora que fue al concurso le enseñó a bailar en la casa. Mientras cursaba el nivel inicial en la Escuela República Argentina Nº 12, participaba del coro y de bailes populares latinoamericanos y campesinos. Corría el año 1950 y un día, la abuela de armas tomar, leyó en el periódico: “Treinta becas a niñas de escuelas públicas para estudiar en la Academia de Ballet Alicia Alonso”. No dudó en anotarla y de su mano fue a hacer la prueba, aunque jamás se había calzado un par de zapatillas de punta. “Las niñas tienen mucha fantasía de movimiento” –cuenta Aurora. “Yo me encerraba en un cuarto porque no me gustaba que me vieran, me miraba en el escaparate, que en el centro tenía una luna de espejo y me ponía a hacer cosas con lo primero que encontraba, una sábana o una toalla. En aquellos momentos apareció en Cuba la televisión y yo veía a Tongolele bailando con los platanicos colgando de la pollera. Pero de clásico, nada. Entonces mi abuela habló con mi mamá. A mi abuelo había que ocultárselo porque él era un hombre de pocas palabras que había dicho: ‘de artista, no’. Mi mamá estuvo de acuerdísimo con mi abuela y allá fuimos rumbo a la Academia de Alicia Alonso sin decirle nada al abuelo”. Con un pantaloncito corto y un vestidito arriba no pudo creer la cantidad de niñas que había haciendo fila, más de una cuadra de cola. “Y un solo niño cuyo tío trabajaba en un cabaret”, se acuerda. La compañía de Alicia Alonso se creó en 1948 y estaba formada por muy buenos intelectuales. “Escritores, gente de cine y de teatro, con un bagaje cultural tremendo e ideas muy avanzadas”. Aurora hace esa aclaración y continúa con el relato. “Después de dar los datos en la entrada, mi abuela saca del bolso unas zapatillas de punta negras y le dice a la señora: ‘Ella se puede parar en puntas’. Yo me quedé helada porque ni me había comentado nada, ni entendía cómo se estaba comprometiendo así. Nunca supe de dónde sacó esas zapatillas, lo cual hace pensar que ella quería parar a alguien de la familia en punta. Y se lo tenía escondido.” El día de la prueba había bastante gente mirando. “Me pararon ahí y me dijeron: ‘Baila’. Y yo respondí: ‘No sé bailar’. Había una pianista que iba a tocar una música y trataron de convencerme: ‘Tú te mueves por el salón’, me dijeron”. Aurora tenía ocho años y dice que se vio perdida. Creyó que ninguna beca sería para ella. La pianista empezó a tocar y ella dio vueltas y vueltas por salón. Dio su prueba y sorprendió la facilidad que tenía para estirar las piernas. A los quince días recibió la carta con la confirmación: había ganado. Una de las treinta becas sería para ella. “Yo tengo esa carta”, revela con cierta emoción. La mamá, que cosía para afuera, le hizo el trajecito de piqué blanco que todas las niñas becadas tenían que llevar el primer día. La maestra que seleccionaron para dar comienzo al curso era una bailarina de la compañía, Magda González Mora. Más tarde, tuvo como profesor a Fernando Alonso. Las asignaturas recorrían obras de Ballet clásico, de Danza española y Danza de carácter, Paso a dos, Anatomía aplicada a la danza, y Maquillaje y Pantomima. Desde sus inicios, bailó en roles secundarios en las funciones que ofrecía la compañía. Con doce años aún era bajita de estatura, por eso su debut escénico se produjo en 1954, como paje de la reina madre en el estreno de la versión completa de El lago de los cisnes. Dos años más tarde, pegó el estirón y eso le permitió su debut profesional con Las Sílfides. Fue en 1956, en el Teatro Sauto de Matanzas –“un teatro muy antiguo donde cantó el tenor italiano Enrico Caruso”, subraya Aurora-. “En Sílfides están las más altas y las más pequeñas, yo me estaba aprendiendo el papel de las pequeñas. Pero el problema fue que una de las altas no pudo hacer la función”. Era la última función de una gira que se llamó “De desagravio” porque el dictador Fulgencio Batista había quitado la subvención de la compañía para hacerla privada. Aurora no había cumplido quince años y tuvo que hacer ese reemplazo. “¿Tú te lo sabes?”, le preguntaron, y ella dijo: ¡Sí! La chispa que iluminaría los escenarios se había encendido.

Con ese contexto político, cesó la compañía. Fue un momento de pausa. “Algunxs bailarines dejaron de bailar, otrxs se fueron para Estados Unidos y otrxs para cabaret. Yo formaba parte de un grupo que estaba por graduarse. Éramos casi profesionales. En nuestro salón grande de clases se alquilaban unas sillas plegables y se vendían entradas a veinticincos centavos. Entonces nos veían las personas a las que les gustaba el ballet. Se fue juntando un público copioso, que no era exactamente el que iba al teatro. Un público popular. Ahí bailábamos lo que quedaron y los que éramos más jóvenes.” En 1957, Alicia Alonso fue contratada con sus bailarines para bailar en Los Ángeles, Estados Unidos. Aurora tenía quince años, sus padres se habían separado y le firmaron un poder para que pudiera salir del país. Cuenta que fue de luto y bailó de negro por la muerte de su abuelo. Con el triunfo de la Revolución, la compañía pasó a llamarse Ballet Nacional de Cuba. En 1966, Aurora fue nombrada primera bailarina, la más alta categoría en el ballet cubano. Desde aquel debut a los catorce años, a sus setenta y dos actuales bailó un repertorio tradicional y contemporáneo en el que se destacan Coppelia, Lago de los Cisnes, Giselle, Bella Durmiente, La Fille Mal Gardée, Grand Pas de Quatre, Las Sílfides, Apollo y Tema y Variaciones, con coreografía de George Balanchine, sumado a otras obras de coreógrafxs cubanxs. Su actividad internacional se extendió a otras compañías como el Ballet Clásico de México, del cual fue directora y primera bailarina en 1969, y donde además fue maestra; el Ballet Nacional de España, los teatros de Ópera de Bucarest, Lasi y Cluj, en Rumanía; de Vilnius, de Odessa y Tashkent; y el Grupo Estatal de Ballet de Moscú, en la ex Unión Soviética. Fue Directora de la Escuela de Ballet de La Habana en 1972, se graduó de Licenciada en Historia del Arte en la Universidad de La Habana, en1978 y realizó el Doctorado en Ciencias sobre Arte, que lo concluyó en 1999. Como profesora de ballet tiene una vasta experiencia en Pedagogía de la Danza Clásica y fue invitada a dar clases en las compañías de ballet de Dinamarca, Zurich, Pittsburgh, México, Cali, Budapest, Londres, Sevilla, Barcelona y Madrid.

Los ricos nervios

“Tener bravura en el escenario, no tenerle miedo. Ser arriesgada. Esas son cosas importantes en una bailarina. Yo era muy introvertida de niña, viví circunstancias que hicieron mi personalidad, pero a partir de que entré en el ballet, el ballet me satisfizo de una manera increíble. Bailando yo me olvidaba del mundo todas las horas que estaba bailando. Dejé de bailar y extrañé mucho”. Hoy sigue siendo maravilloso para Aurora dar clases. “Como maestra, soy exigente y meticulosa”, desliza. Su carrera como bailarina primero y maestra de ballet después, también la llevó a Londres, Dinamarca, México (donde conoció a su marido, el cubano Rafael Mirabal) y Estados Unidos. Repasa esos destinos en los que fue feliz porque bailó y enseñó, y vuelve a su Cuba natal donde continúa su trabajo de formación de nuevas generaciones de bailarines y maestrxs. “La labor de la escuela de Alicia y Fernando Alonso en La Habana fue impresionante. Ellos empezaron en los años ’30 a tomar clases de ballet en una sociedad que se llamaba Pro Arte Musical de La Habana. Al frente de ese curso estaba el bailarín ruso Nicolás Yavorky quien los formó y tanto Alicia como Fernando se convirtieron en pilares del ballet cubano”. Aurora aprendió a darle importancia a todos los roles que interpretó. Siempre con esos “nervios ricos” y la disciplina como “comportamiento ético”. “Me enseñaron a observar y a no rechazar lo que no conozco. Como bailarina trabajé mucho la interpretación. Hacíamos trabajo de mesa con la actriz Berta Martínez sobre el personaje de Odette, por ejemplo. Yo salía de la Academia y estudiaba con ella hasta pasadas las doce de la noche. Me acuerdo del murmullo que había atrás y a los costados de escenario cuando al personaje de Odette le tocaba la salida. A mí eso me molestaba mucho, perdía la concentración. Berta me decía que me concentrara así: ‘Vas a sentir que está cayendo una lluvia muy fuerte, ¿has oído caer la lluvia fuerte? ¿Ese ruido tan especial?’ Yo lo conocía porque los aguaceros en Cuba son fuertísimos. ‘Bueno’, decía Berta, ‘en el lago está cayendo lluvia también y tú estás llegando convertida en princesa. Piensa en eso.”

Las anécdotas siguen y Aurora sabe entregarlas con sensibilidad. Cuenta que cuando bailó El cisne negro para el III Concurso Internacional de Ballet, se equivocaron con las luces y pusieron las del segundo acto. Ella tenía que hacer un giro en el centro del escenario, y con las pocas palabras que sabía en ruso gritaba: “Siev, siev, las luces, las luces”, para que las corrigieran. Sin embargo, se dio cuenta de que no las iban a cambiar. Entonces pensó: “Yo estoy aquí en el escenario y las luces no las van a cambiar”. Se preparó para girar, fijó sus ojos en la presidenta del jurado e hizo los cinco giros. Así ganó la medalla de oro en Varna, Bulgaria, también en el ‘66, año que marcó su vida como bailarina. La gente de la compañía la comparó con el avión ruso T.U.114. “Una bailarina tiene que ser guerrera y luchadora, porque hay adversidades pero hay que saber levantarse”, ilustra Aurora.

En los ’70, Aurora estuvo casi dos años sin poder bailar por sus lesiones de rodilla. Hasta pensó en retirarse. “Tuve una lesión que me hizo bailar con unas limitaciones tremendas”. Pero decidió operarse. Tiene cinco operaciones una rodilla. “Como no estaba haciendo las cosas correctamente por bailar, el fémur se me fue yendo para adentro. Había que enderezar ese fémur, y eso fue lo que hicieron, me alinearon la pierna con una prótesis de titanio y quedé divina. Una androida”, se ríe. “Ahí empecé a dar clases. Pero Fernando me engatusó y volví poco a poco hasta que hice el preludio de Sílfides que nunca había hecho. Volví a bailar. Tuve que pedir permiso en algunos roles para no arrodillarme y cosas así, pero bailé con cuarenta y cuatro años El cisne negro, el día de la Gala Homenaje por mis treinta años de vida artística.”

¿Con qué roles iba más tu personalidad?

-Los fuertes. Bernarda, de La casa de Bernarda Alba, por ejemplo. También hice a Gertrudis en Hamlet, y a Écuba, un solo de quince minutos de La reina de Troya, que se suicida en escena. Yo sola en el escenario. Me tiraba del proscenio para el foso de la orquesta donde unos muchachos con unos colchones estaban esperándome. No había peligro alguno. Pero era yo que me metía tanto en el personaje… Llegaba cuatro horas antes al teatro para practicarlo, me daba un salto en el estómago que me quería morir. Sólo esa sensación de caer al vacío, toda despeinada bailando en el escenario era muy diferente de lo clásico. Fue una experiencia muy bonita. Estoy feliz de la época que viví.

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