ARQUETIPOS
El 29 de agosto de este año se cumplirán 25 años del estreno de Drácula, el musical, de Pepe Cibrián Campoy y Angel Mahler. El aniversario del chupasangre más famoso del teatro argentino y la literatura universal es excusa propicia para revisitar colmillos y cuellos de las vampiras, esas bellas atrocidades que supieron hincar el diente a niveles orgásmicos. Demoníacas y peligrosas, intrusas que desequilibran las políticas sexuales, las criaturas más eróticas y revulsivas de la galería del terror nunca le hicieron asco a nada. Atrapadas por la necesidad de calmar el hambre, sus placeres y celebraciones no vienen en envase genital, sólo acuden al reclamo urgente de sus cuerpos para gozar y perpetuar una inmortalidad sin aburrimiento.
› Por Roxana Sandá
No son adecuadamente bellas ni refinadas en los modos, aunque algunas denoten cierta aristocracia guarra, pero difieren del resto de las mujeres en la alevosía de sus acciones, ni más ni menos que manotazos de ahogadas por el resecamiento de las bocas abstinentes de sangre. Las vampiras, esos seres lado x de la monstruosidad masculina más célebre de la historia universal, encarnan el paradigma supremo de las femme fatales por pecadoras, demoníacas y sensuales, y sin embargo su peso específico radica en una conjugación arrebatada de poder, autonomía y creatividad (sí, creatividad; son mucho más divertidas que sus pares no-muertos a la hora de poseer a las víctimas) que la humanidad les viene expropiando con perversidad caníbal. Si a las brujas se las persiguió durante siglos para acallarlas hasta reducirlas a cenizas en los calderos populares, a las bellas más atroces se las mutilará con estacas y decapitaciones, y sus bocas serán rellenadas con flores de ajo, como para que ningún orificio siga exudando el mal. E aquí el secreto peor guardado de la civilidad, la sed insaciable como mera excusa para torturas y desmembramientos. Frente a la imposibilidad del disciplinamiento, el motivo central es la armada misógina contra esa pasión desmedida que les renueva el sueño de sus tumbas pero también desata la expresión plena de su sexualidad libre y cadavérica y, por ende, las eleva a leyenda.
La historiadora del arte y escritora Erika Bornay asegura que cuando el componente vampírico adopta la identidad femenina, en ella se encarnarán los miedos y temores de una cultura que percibe a la mujer como un ser empeñado en dominar, succionar y devorar al hombre. Dice la autora de Las hijas de Lilith, que esta mujer fatal, peligrosa y demoníaca en la que se conjuga Eros y Thanatos, deviene entonces vampiresa –paradigma del mal y del pecado-, forma y expresión de la misoginia y sexofobia que imperan a fines del siglo diecinueve. Antes fueron leyenda, retazos de tradición oral que indefectiblemente las relataba voraces y despiadadas, al fin esclavas de sus deseos, algo que la moral victoriana supo explotar en desmedro del deseo femenino y de cualquier atisbo de asomar la nariz en una sociedad en la que los gestos de autonomía podían ser enmascarados de histeria o enfermedades varias. La condesa húngara Erzsébet Vátory fue la única lujuriosa lésbica a la que se le perdonó por años, hasta su condena, el despilfarro de haberse cargado a unas 600 jovencitas de la aldea para torturarlas, coserles las bocas y asesinarlas con el único fin de bañarse en sangre nueva y procurar la eterna juventud.
“Creo que en La condesa sangrienta, de Valentine Penrose y traducida y releída por Alejandra Pizarnik hay una reflexión de lo que es el vampirismo que toca lo gótico desde lo literario. Es una especie de cinta de Moebius en la que la muerte tiene que ver con lo vampírico ligado a una cosa femenina de la belleza”, apunta Esther Cross, autora de La mujer que escribió Frankenstein. “Desde ahí linkeo la estética asociada a lo femenino y el vampirismo como tratamiento de belleza: Los personajes de Lucy y Mina, en el Drácula de Bram Stocker, se embellecen cuando son vampirizadas. Los baños de sangre no hablan de una juventud cualquiera en términos de fortaleza, de permanecer simplemente. Lucy y Mina se parecen en el plano vampírico porque son conscientes de lo inconsciente que las está emboscando, pero la primera es pasiva hasta convertirse en una depredadora feroz, y la segunda se manifiesta activa desde el viaje iniciático de leer al conde vampiro. De ella dirán como un halago que tiene la cabeza de un hombre y el corazón de una mujer.”
Es en esa zona de traspaso entre la vida y la muerte que a Lucy la acecha el otro peligro (¿mayor?) de su madre, un estereotipo de moral rígida que representa la salud, la sensatez y la responsabilidad, tres virtudes que en esa atmósfera tóxica complotan hasta desafiar al doctor Van Helsing deshaciéndose de las flores de ajo. La sobreprotectora entrega a su hija en una habitación de ventanales abiertos. “¡Le arruina la vida!”, ríe Cross. “Lucy será hija, muñeca, mujercita buena que se condena a sí misma antes de morir cuando grita que es impura. Una pincelada de lo ejemplar pero no como intención principal. Sí son marcas de lo gótico lo incestuoso, los lugares apartados, el desdibujamiento de límites.”
A esas mujeres, incluso a la madre de Lucy, las irán atrapando sofocones profundos anidados en sus pubis, terminarán inevitablemente enredadas entre la cordura y una locura romántica. Porque la naturaleza siempre estalla, poderosa y oscura, como un desorden reaccionario contra las ideas de la razón, y estos lastres con colmillos muy siglo diecinueve parecen el reverso de un mundo que nadie se atreve a mirar y con el que no se puede convivir. “De hecho, en casi todas las novelas góticas hay una suerte de cacería de las heroínas”, dirá la escritora María Negroni, hacedora de la trilogía negra La noche tiene mil ojos. Las mujeres son perseguidas, asesinadas, mutiladas, encerradas, humilladas, “y sin embargo el fervor persiste”. En la mansión gótica que describe Negroni, donde prevalece el nombre del padre, hay siempre oculta una mujer. “O bien un vampiro, a thing, un monstruo intoxicado de pasión que insiste en regresar del encierro/alejamiento para transgredir la frontera entre los sexos, entre vida y muerte, materia y espíritu, cuerpo y palabra. El fantasma no es otra cosa que eso. Una intrusión que trae el desequilibrio a la política sexual de lo simbólico.”
Y que se reconfirma en su ensayo “Los ´días degenerados´ de Ann Radcliffe”, incluido en La noche tiene mil ojos, cuando “los esqueletos que llenan los armarios, los cuadros animados tras un velo, las apariciones sobrenaturales, son apenas metonimias. Como la madre invertida en el personaje de Psicosis, autora del desenfreno y los crímenes del inconsciente en el motel de la “realidad”, como la mater/materia que colma los ataúdes y repone las energías del vampiro depredatorio, como las jóvenes muertas sobre las que se construían los castillos en la Hungría de la condesa Erszébet Bathory, las mujeres que saturan la sombra de estas historias encarnan siempre el papel fantasmal de la otredad que, en nuestra cultura, ha recaído siempre en el principio femenino, llámese éste finitud, naturaleza o mal”.
Imposible, se advirtió ya, domesticar o pacificar a seres díscolos y acaparadores, víctimas de los propios anhelos de seducción y conquista, mujeres que se resisten al sentido común, cuerpos afiebrados y obsesionados con otros cuerpos estremecidos que se brindan sin saberlo desde su costado más oscuro, el del deseo teñido de miedo. “Me muero, y sin embargo viviré”, se evoca en Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu (1872), una de las mejores nouvelles clásicas de vampiros, según la periodista y escritora Mariana Enríquez. Muy anterior a Drácula, es la primera vampira literaria lesbiana que se debate entre sus pulsiones eróticas y amorosas. La narradora, Laura, su objeto de amor (“aprenderás el éxtasis de la crueldad, que es una forma del amor”, le murmuraba Carmilla), describe que “a veces, después de un largo período de indiferencia, mi extraña y bellísima amiga me cogía súbitamente la mano, estrechándomela con pasión. Se sonrojaba y me miraba con ojos ora lánguidos, ora de fuego. Su conducta era tan semejante a la de un enamorado, que me producía un intenso desasosiego. Deseaba evitarla, y al propio tiempo me dejaba dominar. Carmilla me cogía entre sus brazos, me miraba intensamente a los ojos, sus labios ardientes recorrían mis mejillas con mil besos y, con un susurro apenas audible, me decía: -Serás mía... debes ser mía... Tú y yo debemos ser una sola cosa, y para siempre”.
El vampiro y la vampira nacieron homoeróticos, monstruxs diversos por naturaleza no bien saltaron de la superstición popular a la literatura. “Lxs vampirxs viven su placer sensual cuando se alimentan –advierte Enríquez-. Y se alimentan de sangre caliente y para obtenerla eligen la arteria del cuello. Es la muerte y el éxtasis, la cercanía y la entrega. Se alimentan de hombres y mujeres: no hacen diferencia.”
La galería de criaturas monstruosas y sensuales siempre fue vasta y ajena a las represiones, licencia que el cine aprovecha a destajo, sobre todo cuando el terror asegura la experiencia casi orgásmica del escalofrío. Los cuerpos shockeados por los temblores, las pieles erizadas y el corazón en la boca sólo pueden remitir al instante primario de la cópula bien entendida. (Salvo la saga Crepúsculo, un pastiche vampírico de monstruxs adolescentes que hacen de la abstinencia un flojo pacto de sobrevida). “Pero la más prolífica raza de vampiros fue lésbica y se multiplicó hasta ser como la segunda representación más popular del erotismo y del sexo entre mujeres en la cultura cinematográfica del siglo veinte, después del porno heterosexual, con el que comparte bastante”, escribe Diego Trerotola en su nota “Monstruosas criaturas perfumadas”, del suplemento Soy. “Porque las vampiras lésbicas, a veces, parecen moldeadas por la mirada masculina, pero su presencia perturbadora no pareciera tener la misma domesticación para la mirada machista. La hija de Drácula (1936) de Lambert Hillyer, pionera con Gloria Holden en su rol de Condesa Zaleska, vamp bisexual, que igual, reduccionismo mediante, se transformó en un ícono del lesbianismo en la pantalla.”
Enríquez enumera con pasión lxs fenómenxs reinventados en personajes y títulos inequívocos, para abandonarse sin remilgos a la succión. “El príncipe Lestat (Entrevista con el vampiro, 1976) es una manera de reconocer la total vigencia del vampiro en una versión homoerótica del conde Drácula y de su creadora, la reina Anne Rice. En Only lovers left alive (2013), Jim Jarmusch recreó su propia historia de amor y rock con una pareja de amantes vampiros en Detroit; el sueco John Ajvide Lindqvist le dio un sacudón al género con Déjame entrar (2004), una novela de vampiros niños andróginos que habla de pedofilia, bullying y amores preadolescentes queer. El año pasado, la directora iraní-estadounidense Ana-Lily Amirpour introdujo a la primera vampira feminista en A girl walks home alone at night, con una chica en su burka negra que no perdona a maltratadores de mujeres.”
La propia Carmilla (Mircalla Karnstein, su nombre original, descendiente de una familia austríaca maldita) protagoniza tres películas de vampiras lesbianas. Dos pertenecen a la llamada “Trilogía Karnstein” de la productora Hammer Films, un par de tanques del gore porno chic. En The vampire lovers (1970) fue interpretada por la actriz polaca Ingrid Pitt, que durante las noches adoptaba la forma de gato para visitar a sus jóvenes amantes y morderlas en el pecho. En Twins of evil (1971) Carmilla aparece para convertir a su descendiente en vampiro. La tercera película es La cripta e l´incubo (1964), gótico italiano con los Karnstein protagonistas y Laura, la hija, poseída por el espíritu de Carmilla. Otra pionera del género es Domingo negro (1960), de Mario Bava, con Barbara Steele en clave de vamp esquizo, debatiéndose entre los ataques sanguinolentos y la represión que le impone un crucifijo que lleva en el pecho.
Vaya un tributo al dios mutante David Bowie, “un genio con tiempo para ser amable”, como lo definió la actriz Jennifer Connelly, su compañera en la película Laberinto, y a El ansia, de Tony Scott. Una de las mejores películas de vampiros posmodernos jamás filmada, con las actuaciones del mesías pop, Catherine Deneuve y Susan Sarandon. Para alguna crítica, Scott explotó hasta el empalago la escena lésbica que jugaron Deneuve-Sarandon. Más sesuda, la activista, escritora y académica feminista estadounidense Elaine Showalter, tradujo que El ansia “arroja vampirismo en términos bisexuales, basándose en la tradición de la vampiresa lesbiana, contemporánea y elegante, que también es inquietante en su sugerencia de que los hombres y las mujeres en la década de 1980 tienen los mismos deseos, los mismos apetitos y las mismas necesidades de poder, dinero y sexo”.
¿Desde cuándo vampiras, lamias, estriges, empusas y demás monstruosidades de dientes como agujas son encorsetadas en las categorías queer? ¿Qué magnetismos y repulsiones obran en sus conductas para sumergir en un desorden bíblico a una sociedad que sigue definiéndose por parámetros de normalidad arbitrarios y cero empáticos? Es acaso el rechazo hacia lo que se retrata como diferente, la fuerza terrorista que viene a alterar fronteras. “El teórico Jack Halberstam en su libro Skin shows: gothic horror and the technology of monsters, caracteriza al monstruo como una categoría que pone en crisis el orden de la belleza, la normalidad, la humanidad y la identidad”, explica Fermín Acosta, investigador del equipo Micropolíticas de la desobediencia sexual en el arte, de la Universidad de La Plata. “Lo que l*s vampir*s trafican, de una forma sumamente erótica que deja satisfechos por igual a la muerte y al placer.”
Según la teórica feminista cinematográfica Barbara Creed, la figura de lo monstruoso que envuelve el mito de la vampira es, de alguna manera, la del monstruo menstrual, una corporeización de la otredad que articula el mito de la sangre como rito de pasaje: el universo de la primera menstruación, la iniciación sexual y la muchacha virginal, el peligro de la penetración. “Todo remite a un miedo primario trazado alrededor del lugar que ocupa la sangre entre los temores diseminados por la cultura heterocispatriarcal”, agrega Lucas Morgan Disalvo, docente y realizador audiovisual que también integra el equipo de Micropolíticas. “Además, el vampirismo de las mujeres articula un doble temor perverso de lo abyecto que emerge: por un lado, el ya mencionado universo de la sangre y por otro, la persuasión sexual de una mujer sobre otra a ingresar al mundo subterráneo del lesbianismo.”
Vampiros o vampiras, es ese estado liminar entre lo vivo y lo muerto, el poder de cambiar de forma a deseo y voluntad compartiendo muerte, inmortalidad y amor eterno con la sola condición de rasgar la carne, apenas cárcel del alma. Si Winona Ryder y Gary Oldman son efectivos y voluptuosos en el Drácula de Francis Ford Coppola es porque lograron entender como pocos la alteración de las fronteras en cada beso de sangre. Fueron, sin saberlo, los mejores traficantes de erotismo sobrenatural de los noventa. Una década impiadosa para los rituales íntimos y colectivos, sin espejos donde mirarse: condición elemental de la democracia vampírica, esa posibilidad inagotable de circular a través de otros y otras.
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