RESCATES
Yolande Betbeze 1928-2016
› Por Marisa Avigliano
“Desde que la corona tocó mi cabeza solo tuve problemas” dijo Yolande recordando el día en el que la proclamaron bella. La sureña de Alabama, la hija del carnicero del puerto de Mobile, cantaba muda In questa reggia mientras una banda más áspera que la que su imaginación supuso lacraba un Miss América 1951 sobre su cuerpo. Había llegado ahí para cumplir sus sueños de cantante, ¡New York está más cerca! pensaba blandiendo la varita bastón mientras la piel nívea de la capa amenazaba con un estornudo catastrófico. Aquel día sonrió todo lo que debía y suspiró sus deseos líricos pero cuando le dijeron que tenían que recorrer los cincuenta estados en traje de baño la sonrisa se borró. “Soy cantante de ópera no modelo pin up” le dijo la Miss desafiante a los directivos de Catalina, la marca que auspiciaba el concurso. Los señores de traje y canas idearon una demanda que pronto olvidaron cuando sin despeinarse rompieron el contrato con Miss América y lucieron sus diseños en los cuerpos de las otras mises, las mises de la competencia (Universo y Estados Unidos). El no de Yolande hizo eco en los concursos de belleza y en su vida. La amotinada de los trajes de baño, la Miss rebelde ganaba a diario fama (mucha más que cualquiera de las reinas anteriores) y admiradores cuando además argumentaba sus críticas: “de qué Miss América me hablan si no es un concurso abierto a todos los estadounidenses, ¿dónde está representada la diversidad étnica? Esto es solo un desfile perpetuo de actitudes sexistas.” Pocos años después la reina de la piernas cubiertas y los labios delineados aparecía en manifestaciones callejeras, formaba parte de la vigilia de Sing Sing protestando por la inminente ejecución de Julius y Ethel Rosenberg, era una más en los piquetes a favor de los derechos civiles de los afroamericanos y de los estudiantes sureños y sumaba moda a las marchas que exigían el desarme nuclear. Aquel concurso nunca la subió al escenario del Metropolitan ni la convirtió en la Callas que soñó ser, aquel concurso la descubrió sediciosa. La sureña educada en escuela católica que llegó rica a Broadway (se casó con el dueño de la Universal Fox) era ahora una elegante activista social, tan elegante y citadina como para mudarse a Washington y comprar la casa que había sido de Jackie O. La cadencia del desfile dejaba huella en sus pasos incluso cuando la pasarela era una calle abierta y los carteles escritos a mano, el cetro brillante.
Fue tal vez el fantasma lírico de la diva que imaginaba ser el que impidió que aquella banda incómoda le arrancase el ímpetu de la diferencia, ese ímpetu que su madre le dio cuando la nombró Yolande esperando que un mapa medieval le marcara el rumbo de viandante sagrada.
Cuando se abrazaban las últimas moralidades de los cincuenta Yolande no dejó que el desayuno en el que se enteró de su periplo patrio en bikini (fue en la mañana siguiente a la coronación) ahogara el día, había que ponerse optimista, había que contraponerse al peso de los ciclos que suelen comenzar con horas de descomposición, caducidad e indiferencia, un Tom Verlaine day, decía Tina Weymouth. Aquella mañana la fama de Yolande llegó sin los riesgos que su Alabama siempre precipita y que suelen quedarse grabados en siluetas de tubo de vidrio, naturalezas muertas hogareñas, decorando vitrinas. Aquella mañana tuvo en su no, su aria gloriosa.
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