CINE
La última de Almódovar, Julieta, llega para reafirmar la carrera de un director tan sólida como genial, amante del universo femenino y sus pliegues imperfectos.
No debe ser nada fácil crear por encima de las expectativas, ni ser Almodóvar y tener casi cuarenta años de cine sobre las espaldas, con películas que construyeron un estilo verborrágico y chillón del que Almodóvar no tardó en correrse para convertirse, sin pudores, en un cineasta maduro. Cuando salí del cine después de ver Julieta alguien sentenció como en broma: “Película para viejos”, y a mí, que abandonaba una sala donde el promedio de edad era de setenta años, me pareció una maravilla. No hay muchas películas para viejos y cuando las hay, los subestiman. En ese sentido, Almodóvar está donde tiene que estar, no se tienta ni por un segundo con acudir a viejos trucos para complacer a los espectadores y está haciendo películas en las que la juventud (la de los personajes, la del cine, la de él mismo) no es un valor, sino todo lo contrario.
Quizás por eso demuestra una soberbia merecida. Cuando empieza Julieta, la pantalla se llena de rojo, se satura hasta los bordes de los pliegues rojos de una tela que parece formar, con un poco de imaginación, la forma de una concha textil, elegantísima. Sobre esa textura sensual se dibujan unas letras blancas que dicen “Un film de Almodóvar”, así, sin el “Pedro”, como si no se tratara de un nombre propio sino de una marca. Toda Julieta, desde el principio hasta el final, es una delicia para los sentidos que se podría disfrutar incluso si no se tratara de nada porque es deslumbrante: los cuerpos, la luz sobre los cuerpos, las poses, los sentimientos filmados como si fueran tramos de una historia policial, la música que recuerda a Hitchcock para desnaturalizar el melodrama y volverlo algo más parecido a un thriller donde la incógnita profunda, casi irresoluble, no tiene que ver con la identidad de un criminal o la locación exacta de un objeto robado sino con ese misterio, ese abismo que son las razones detrás de la conducta de los otros.
Julieta (Emma Suárez,y Adriana Ugarte en la juventud) es una mujer madura que está en pareja con Lorenzo (Darío Grandinetti), y se están por mudar juntos a Portugal. Lorenzo nunca se lo dijo, pero sabe que en su pareja hay un silencio, algo guardado, que a él le pone un límite. Pronto se sabrá que ese secreto tiene que ver con una hija (Blanca Parés) de la que Julieta nunca habla, y a la que no ve hace doce años. Podría ser bastante simple contar una vida, pero lo que Almodóvar cuenta de la vida de Julieta es la culpa, las recurrencias, simetrías, las causas puramente subjetivas que determinan elecciones inexplicables si se las mira desde afuera. En definitiva, todo aquello que puede hacer de la vida de una mujer un melodrama lleno de intrigas antes que un relato lineal, simple como lo suelen ser las biografías.
Lejos de eso, Julieta está en el centro de un rompecabezas que la película recorre circulando el tiempo, y retratándola no solo como mujer, sino desde el lugar que ocupa entre generaciones de mujeres: de un lado su madre, y lo que el padre hace con la vida compartida entre los dos; del otro su hija, y su posibilidad cada vez más escasa de ocupar ese lugar de hija. Además, Julieta es profesora de Literatura Clásica y la película no se priva de construirse sutilmente como una fábula mitológica en la que el mar tiene un papel tan importante como esa bruja, esa Parca o Erinia interpretada acá por Rossy de Palma y el primer plano de sus ojos desviados, que casi parecen estar dando una advertencia en su imposibilidad para enfocarse en una misma dirección. La película es fluida y perfecta cuando construye el relato de la vida de Julieta y la intriga en torno a la relación con su hija; quizás su punto más vulnerable –y esto genera una serie de revelaciones novelescas llegando al final– sea el personaje de la hija, forzadamente enigmático, cuyo silencio parece por momentos el McGuffin imprescindible para que el drama exista.
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