CINE
Stephen Frears decidió filmar la historia de Florence Foster Jenkins, la soprano que empezó su carrera tardía y torpemente, de la mano de la genial Meryl Streep.
› Por Marina Yuszczuk
Otra de Meryl Streep. Está bien, estrictamente Florence es una película de Stephen Frears –director de películas generalmente sólidas y a veces buenísimas como Relaciones peligrosas (1988), Alta Fidelidad (2000) o Mary Reilly (1996)–, pero la verdad es que cada vez que Meryl aparece en un afiche, ir al cine se trata de ver qué hizo esta vez esa reina de la actuación que en los últimos años raramente aparece sin disfraz o peluca. Sin dudas es una especie de superhéroe de la reinvención y alguna vez dije que me encantaría que fuera mi mamá (porque puede divertirse al borde del ridículo o emocionar con recursos cuidados como nadie), pero como todas las mamás, esta vez se despachó con uno de esos personajes que a lxs hijxs lxs hacen mirar para abajo, taparse los ojos o directamente agarrarse la cabeza.
No es solo ella, sino toda la película. Con ese tono de comedia tan caricaturesco como británico que desde Monthy Python hasta Topsy-Turvy (1999), a veces da creaciones inolvidables –digamos, Jim Broadbent en Moulin Rouge (2001)– y otras veces insufribles –Jim Broadbent en tantas películas más–, Florence ofrece una galería de personajes festivamente grotescos que no dejan de retorcerse y gesticular como marionetas para hacernos reír. Bocas que se abren para mostrar los dientes a más no poder, cejas que se levantan hasta el punto máximo de la sorpresa, o la misma Meryl que da saltitos y mueve el cuello como un pájaro mientras canta: hay que reírse, sí o sí. Nada permitirá que se nos pase un chiste, cuando están señalados como con carteles luminosos y estirados al punto de su máxima evidencia.
Se comprende, de acuerdo, que la historia se presta para eso. Muchos estamos familiarizados con Florence Foster Jenkins desde el estreno de Marguerite (2015), que encaraba con más sobriedad y trasladándola a Francia la historia de la que fue posiblemente la peor soprano de la historia. Foster Jenkins tenía una voz limitadísima, no podía afinar ni tampoco era capaz de mantener el ritmo, pero eso no le impidió empezar a los sesenta años una carrera como cantante lírica que tuvo su punto máximo en una presentación en el Carnegie Hall cuando tenía setenta y seis. Es fascinante pensar qué clase de blindaje habrá tenido la cantante para interpretar las risas del público como picardías aisladas, pero también lo es el fervor que despertó en lxs que compraron sus discos y colmaron butacas en cada una de sus presentaciones, enamoradxs de lo malo.
De todo ese espectro posible de cuestiones, Stephen Frears elige ilustrar con aires de vaudeville lo pésima que era Florence y presentarla como una anciana infantilizada a la que un marido amante y comprensivo (Hugh Grant), que también carga una carrera de actor frustrada a cuestas, le crea un cerco protector para que nunca sepa lo que el mundo piensa de ella. La acompaña en el piano Cosme McMoon, interpretado por Simon Helberg, ese dibujo animado con cara de ardilla que es el amigo judío de la banda de The Big Bang Theory. Los tres abundan en morisquetas a más no poder, pero Frears, quizás temiendo que eso no fuera suficiente para sostener una película, agrega una lección conmovedora sobre lo importante que es disfrutar y ser felices, incluso cuando lo que hacemos es muy malo.
Quizás una posible piedra de toque para medir lo bajo que cae una comedia sea el hecho de que se incluyan, acá y allá, personajes que se rían –y en Florence se ríen muchísimo– de bromas de las que los espectadores deberíamos reírnos. Así pasa en la película de Frears con Simon Helberg en el ascensor, explotando forzadamente de risa después de la esperada escena que revela lo perfectamente mal que puede cantar Meryl, o con la rubia vulgar que durante un concierto se cae al piso de la risa y abandona la sala en cuatro patas, a carcajada limpia. De más está decirlo, no hacía falta arrastrarse tan literalmente.
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