Vie 05.08.2016
las12

URBANIDADES

Basura

› Por Marta Dillon

Si somos o no somos las mujeres de la bolsa, si decir Ni Una Menos es una apelación imposible a un continuo vital que ni siquiera elegiríamos; que no queremos ser víctimas, no solamente víctimas, que no vamos a suplicar que no nos maten, que vamos a oponer nuestra voluntad, nuestra militancia, nuestra fragilidad y nuestra fortaleza, nuestra rebeldía, nuestra imaginación para no estar esquivando a la muerte si no para hacer de la vida eso que queremos, eso que elegimos, eso que todavía no conocemos. De esto discutimos, sobre estos supuestos nos encontramos, desde este piso nos levantamos y nos damos aire para respirar juntas en rondas de debate, en escuelas secundarias, en universidades, en las plazas, en ámbitos sindicales, a la vez que acariciamos el pelo de la amiga que hunde la cabeza en nuestro hombro, mientras la convencemos de que ya basta, cuando nos encontramos con las propias pupilas en el espejo y nos decimos que ya basta. Y sí, decimos basta. Pero Gabriela, que tenía 18 años, aparece envuelta en bolsas negras, bolsas de residuo, ella convertida en resto por el breve tiempo en que la corrupción se detenga dentro de una heladera forense. Otra vez la puesta en acto de la vida descartada/descartable que no conformó al tipo que la ejecutó , el mismo tipo con el que ahora se la muestra en fotos robadas a su intimidad, formando un corazón con las manos de él y de ella, hilando sin ninguna ingenuidad el romance y la violencia, alentando los comentarios que se leen bajo las notas, violencia sobre violencia, hablando de los diez años que separaban a la joven de su asesino, de los lazos familiares que ella no respetó, de la pena de muerte como salida, de la apelación racista e insistente: son negros, son negros, así actúa la negrada. Y al costado de la pantalla, no en un medio si no en varios que no son para nada marginales, o tal vez más abajo y sugiriendo interés de quien entró a leer sobre la suerte de Gabriela, la joven encontrada en Lugano, la historia de amor trunca entre un conductor de televisión y su novia, un embarazo ilustre que no fue, otro que se supone, los detalles de otro crimen, la descripción de una víctima de violencia machista titulada como “calvario”. Todo en la misma zona marginal, las esquinas de las noticias donde se acumula la basura. No somos las mujeres de la bolsa. Pero ahí están las bolsas con sus bocas abiertas cagándose de risa, enmascaradas en rosa chicle de amor romántico, días de enamoradas, casamientos de ensueño, fidelidad para siempre. No somos las mujeres de la bolsa. Pero el nylon negro se agita como un mar de fondo en los cuentos de princesas, en los seis meses que faltan para que se aplique un plan integral para proteger a “las mujeres” y nada más que a las mujeres, que las trans y las travestis están todavía un poco más escondidas entre la basura que se acumula en las esquinas de las historias que importan, las que llegan a tapa, las que embellecen el aire y pintan de rosa la ciudad con parejitas bien formadas por dos nenitas o dos nenitos en los semáforos; que eso se puede, eso brilla y encandila al mundo, eso nos hace amigables. Mientras, la basura a la bolsa. A la vez que no nos quedamos quietas, que pensamos protocolos que puedan hacernos sentir un poco más seguras en los lugares y las comunidades que habitamos para sentir que podemos enfrentar colectivamente lo que antes ni siquiera tenía entidad, lo que antes se callaba y ahora se grita a viva voz y busca no sólo escucha si no también alguna respuesta, una línea divisoria que no se queda quieta, que nos ponga a salvo y que nos permita bucear más allá de la pena, el castigo, el escarnio sabiendo que “a salvo” es una construcción permanente, una apuesta colectiva, una revisión constante de las prácticas y los juicios que nos dañan. No somos las mujeres de la bolsa. Vivas nos queremos. Pero mientras, en el mientras tanto, una joven de 18 envuelta en bolsas de residuo y cierta naturalización del episodio que no encuentra palabras ni estrategias más que para describir esta manera azorada de ser testigo de una violencia ritualizada que se acumula en los márgenes, como basura.

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