ESCENAS
Una puesta vigorosa que exhibe sobre todo el deseo de narrar un duelo y una superposición frente a la ausencia de una esposa, de una madre.
› Por Alejandra Varela
La noche les borra el cuerpo mientras una vela pequeña les dibuja la cara. Recortados en esa casa como dos esferas que se relamen a insultos, comienzan su pequeño duelo de padre e hijo (¿hija?).
La agonía está en esa acción que prefieren eludir, dejar en la palabra mientras se entregan a la muerte. El padre con la amenaza de colgarse de esa soga que recuerda a Samuel Beckett y a la pereza de Vladimir y Estragón por concretar un final que los sacaría del absurdo en Esperando a Godot. La hija con el giro frenético y fanático, ese que la estimula a vestirse como su madre, a asumir su nombre y llevar el duelo del padre a un realismo tan áspero como ese infierno de Sicilia donde la música no alcanza para tapar la voz hueca de los vecinos .
Travestirse implica darle piel a un fantasma. Si el padre evoca a la mujer que lo dejó como en un tango donde la imaginación quiere derruir ese presente que aparece actuado en Salvatore como un varieté, versión grotesca de la novela de su vida, la hija travesti lleva ese pasado a la corporización de una realidad que la empuja a imitar a la madre, a ser ella y no desear su aparición sino reemplazarla en un gesto que al padre le repugna por esa proximidad física, por los guisos que le prepara, por todas las veces que le limpia el culo, porque ese muchacho de la calle, ese miché lo mantiene, vive de su levante en la plaza Sant ‘ Oliva al extremo de hacer de ese vínculo algo ambiguo, tan deforme como la permanencia entre familiares que se detestan.
Entonces la luz asume una palidez triste de azulejo y el nombre de Mishelle en el tubo azul de algún cabaret deshabitado muestra a dos sobrevivientes. Mientras el padre cuenta y hace de su palabra una afrenta que funciona casi como su propia réplica, la hija invoca las canciones de Rita Pavone y lo increpa apenas en un desvío porque su voz se escapa del drama costumbrista para entrar en un music hall de maricas viejas.
La dramaturgia de Emma Dante prefiere dejarlos en una poética más distante que profundizar en un crisis de caracteres. La obra avanza en la acumulación de una cotidianidad no demasiado convencida del volumen del agravio que cada quien propone. Padre e hija están en su mundo y la autora italiana parece interesada en mostrar a una familia que mira la tragedia pasar por la ventana cada día aunque solo le queda su sombra.
La historia pide mayor tensión y aumentar la dedicación en el desarrollo del conflicto. La escritura de Dante es más fuerte en el trazado de la idea que en su recorrido. Pero Alfredo Straffolani salva algunas debilidades de la trama con una puesta vigorosa, con un deseo de narrar que no se conforma con la anécdota. Allí están los clamores del padre y del hijo como imágenes que se pegan una sobre la otra en una pared.
El acto que estructura la obra es la partida de la madre. Como si fuera un hombre, les deja a ellos la obligación de feminizarse. El cambio de género que realiza Dante funda la leyenda de Mishelle como primera bailarina del Olympia de Paris pero en la representación, Mishelle comienza a parecerse demasiado a esa trascripción parodiada por drag queens, casi como una invención de ambos.
La iluminación de Magalí Acha acompaña la transformación del espacio en un montaje entre el interior y la calle, en el pasaje del discurso del padre a la rotura que hace el hijo -¿la hija?- cuando lo real aparece sin dilema, como una frase que no implicará consecuencias en el plano de los hechos pero que desmarca a la obra de ese influjo beckettiano al que Emma Dante se asoma mientras lo sitúa en un campo de referencias identificables desde el realismo, donde se sospecha un desenlace que los personajes todavía no están dispuestos a llevar a cabo.
Mishelle Di Sant’ Oliva de Emma Dante, dirigida por Alfredo Straffolani, con las actuaciones de José Luis Arias y Juan Ignacio Bianco se presenta los viernes a las 21 horas en el Teatro del Abasto.
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