Vie 12.03.2004
las12

A MANO ALZADA

Los unos y los otros

(O algunas razones para ver Los Roldán sin culpas)

› Por María Moreno

Lo primero que se supo de Los Roldán era que le ganó en el rating a Los pensionados pero el éxito del teleteatro se jugó ya desde la trastienda como un anticipo del argumento que propondría. Miguel Angel Rodríguez dejó Pol-ka por Ideas del Sur, a Adrián Suar por Marcelo Tinelli. Es decir se pasó de familia artística. Los Roldán pone en escena dos familias enfrentadas, de diferentes clases sociales y donde, de entrada, hay amagos de pases amorosos. Unos, los Uriarte son oligarcas, trepadores y desean con fruición la muerte de su pariente riquísima con tal de heredarla. Los Roldán son de clase popular, más buenos que Dios y con una honra a prueba de balas. Puro cliché (Volvé Migré, que nos hacés falta) pero que funciona, funciona. El máximo zarpe fue la entrevista psicoanalítica de la perra Violet adonde el veterinario-terapeuta le explicaba pedagógicamente el corte de sesión lacaniano. Las actuaciones se apoyan en diferentes géneros teatrales. Chichita (Andrea Bonelli) se pega más al realismo que la recordada Mónica Helguera Paz. Gabriel Goity, en cambio utiliza recursos del teatro experimental y, si tiene que hacer de perro, elige hacerlo literalmente: muestra los dientes del costado de la boca, olisquea, gruñe, camina como si tuviera la cola entre las piernas (ya había hecho un perro genial en la obra El amor de Sergio Bizzio y Daniel Guebel, dirigido por Cristina Banegas). Miguel Angel Rodríguez apela al grotesco criollo pero hay que reconocer que tiene más sutilezas que un Juan Carlos Altavista –con quien está emparentado–. Aunque Roldán no se lo pida, podría alcanzar la dimensión trágica de Julio de Gracia o la ternura naïve del Sandrini que hacía Juan Globo. Claro que su exageración lleva los gritos del sainete, donde la representación de los inmigrantes se concentró en el cocoliche y el grito pelado, a tales decibeles que en casa de los Roldán no se escucha ni a unos ni a otros.
Mucho nos han hecho reír algunos bienintencionados personajes de ficción con la puesta en escena de su iniciación social. Minguito Tinguitella se fascinaba con los grandes artistas hasta perder el habla, pero su intención era tener acceso a lo que lo excluía como “mersa”, “bestia”, o “analfabeto crónico”. No dejaba de aspirar al vocablo difícil, a las maneras del periodismo televisivo, a un módico saber que le permitiera verduguear a otro en un escalón de saber inferior al de él. El Toto Paniagua quería las maneras de la mesa de un cortesano y para eso dignificaba el conocimiento chanta de su profesor. Pero Catita, de todos los personajes que hicieron de burros en radio o televisión, era la más revolucionaria. Ella podía meter en un búcaro de Lalique una planta de ruda macho, mandar a limpiar un espejo “manchado”, pedir que le rebajen el precio de una Venus de Milo –ella la llamaba “Venus del Mirlo”– por su falta de brazos o señalársela a su hermano Mingo en un museo como ejemplo de lo que le podría pasar si seguía metiéndose los dedos en la nariz o enjaular un canario embalsamado sólo para no tener que limpiar la jaula. Decir que Tito Roldán no le llega ni a los talones sería como comparar a Soledad Silveyra con Griselda Gambaro. Porque Miguel Angel Rodríguez es un actor y no un autor. Y ni siquiera es un autor que morcillea y cuando el Puma Goity le sopló un bocadillo, simplemente se lo olvidó. Pero Tito Roldán, como Catita, es ineducable, es decir que permanece de madera comoPinocho ante la voz del grillo de la conciencia cuando le dice que deje el bosque por el colegio. Podrá ponerse al tanto de la empresa moderna si las instrucciones vienen de la boquita de Andrea Frigerio, a la que en un episodio le arrancó un beso, pero sigue hablando furioso con los contestadores automáticos y no dejará de mirar a su celular como el primer indio miró el primer tren y con menos naturalidad con que los acampantes del Uritorco divisan platos voladores. Y eso le da encanto: nunca será un nuevo rico.
Uno de los argumentos convencionales de los teleteatros es la tensión pautada por capítulos en torno de un contacto de clases sociales antagónicas hacia la apoteosis del contacto carnal. Desde Rosa de lejos hasta Rolando Rivas taxista ésa fue la fija para el rating. Pero Los Roldán lo exagera hasta el extremo que plantea el entrevero amoroso en dos generaciones de familia. Entonces, ya desde el vamos, Los Roldán perfila el cruce de sangre entre conchetos y mersas, horror literario de los autores de la generación del ochenta, cuando el país mimetizaba a los hijos de inmigrantes en doctores como Pepe Ingenieros. Los puntos fuertes del módico suspenso de las nueve de la noche son ¿Se casarán todos contra todos? ¿El apellido Roldán se infiltrará en la familia Uriarte y el apellido Uriarte en la familia Roldán? Según el linaje teleteatral serían demasiados pases los que habría que hacer. Aunque una de las posibilidades de los guionistas es establecer algunos cruces –también exagerados–, por ejemplo que la Yoly (Claribel Medina) se meta con el hermano de Chichita (Andrea Bonelli).
Uno de los límites de cualquier género es cierta estructura inamovible que sólo admite variables insustanciales: El muchachito de western puede ser negro o mujer, en el policial los ladrones pueden no ser pescados por la policía. La variable de Los Roldán es Laisa, la hermana travesti de Tito (excelente comediante Florencia de la V.). Los Roldán no innova nada y si incorpora a una travesti es porque la figura de la travesti ya ha sido hiperexplotada en noticieros, programas cómicos y de actualidad. Claro que en el caso de Laisa, desprovista de cualquier sospecha de ser trabajadora sexual y mucho menos militante. Si los autores se jugarán podrían convertirla en militante de Alitt –Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual– y como tal escribirle una escena de escrache a Uriarte por corrupto y careta. Una escena lésbica entre Chichita y Laisa sería demasiado pedir. Y que la que se levante al turrito Facundo (Tomás Fonzi) fuera Hilda (Lola Berthet) la cumbiera nos llevaría al estilo del Parakultural de los años ochenta. Demasiado. Cualquiera de esos finales sería la apoteosis del recurso de Los Roldán: la exageración. Porque los estereotipos y las oposiciones de las dos familias se juegan deliberadamente sin ningún matiz. Los Uriarte son decididamente perversos, los Roldán un pan de Dios. La casa de los primeros parece una casa de velatorios, la de los segundos un local de alquiler para murgas. El rasta es rasta hasta cuando come, la nena de familia, también. No parece un error sino una estrategia para exasperar los clichés hasta denunciar el género. Entonces, paradójicamente Los Roldán propone la identificación sin mediaciones, la explosión sentimental, el suspenso inquieto por el final feliz, al mismo tiempo que permite la ilusión de que se pertenece a una “elite”: la que conoce un código a través del cual deconstruye el teleteatro, se burla de él, recordando que fue el opio de las mujeres pre feminismo. Y entonces se puede formar parte del club de admiradoras de Tito Roldán sin culpa.

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