RESCATES
› Por Marisa Avigliano
Marie dibujó la verdad del océano. Con los pies en la tierra (a las mujeres no se les permitía ser tripulación en barcos oceanográficos) reveló las terrazas altas sumergidas en la obstinada oscuridad del mundo profundo. La geografía ondulante que desafiaba al soporífero suelo liso que las creencias repetían, aparecieron por primera vez en los mapas de Marie. Su plano de agua puso cabeza abajo -o patas arriba- al fondo del abismo desenmascarando volcanes, montañas y cañones, dorsales oceánicas que envuelven todo el movimiento de la tierra. Marie sabía muy bien qué era moverse, lo había hecho toda la infancia cuando la familia iba detrás del padre (era agrimensor del departamento de Agricultura de los Estados Unidos) y ella perdía la cuenta de los colegios y cuartos propios que dejaba atrás. Después llegó la universidad -música, inglés- y los bancos vacíos en geología del petróleo en los que la Segunda Guerra le permitió sentarse por escasez de alumnos varones. Estudiar sí pero hacer trabajo de campo, no. Las experiencias pródigas a las que las alumnas accedían se hacían entre cuatro paredes y sin olor a oro negro. Cuando conoció a Bruce Heezen (geólogo 1924-1977) se convirtió en su colaboradora y juntos trabajaron durante 30 años. él iba al océano para recolectar datos -quizás hasta alguna vez durante los primeros años logró subirla camuflada a bordo- y ella descifraba desde la oficina del laboratorio o desde su casa lo que el sonar cantaba. El sonido bajo el agua ganaba cuerpo en manos de Marie, los datos sismológicos eran trazos nuevos que solo sus lápices delineaban y que el arte de Heinrich Berann luego coloreaba. El suelo marino era un cuadro nuevo que no todos estaban dispuestos a colgar. Hubo de todo, gomas ladinas que borraron el trabajo de semanas infinitas, robo (algunos de sus mapeos aparecieron sin su nombre) y destierro (la despidieron del laboratorio pero siguió trabajando en su casa). El ojo exacto de su mapa científico recién fue reconocido cuando los satélites espaciales fotografiaron el fondo del océano. Aquellas fotos revelaron lo que Marie había dibujado décadas atrás. El suelo liso, la planicie sin accidentes no existía. El frenesí de los que nunca conocieron el lenguaje del mar profundo había inventado una tabula rasa que recuperó su relieve en los dedos de Marie. El océano, enemigo de lo frugal, enemigo de la sobriedad, creó a un Quirón acuático que recorrió como vigía anfitrión rodeado de ictiosaurios verdinegros las imprecisiones de sus formas y se reconoció en el espejo extendido de la cartógrafa de Ypsilanti, Michigan. Un mapa fisiográfico del Atlántico Norte en 1957 y otro del suelo oceánico en 1977 despuntaron camino hacia las teorías de la tectónica de placas y la deriva continental que muchos -incluido Heezen- consideraban absurdas y tontas, tan tontas como la idea de un valle deprimido entre la cordillera submarina que habitaba el centro del océano Atlántico y que con obstinada sabiduría Marie dibujó en 1953. Soportó que los hombres detuvieran por ignorantes y misóginos su trabajo de investigación y sus anhelos, esperó que la ciencia resople y se levante y hasta imaginó para entretenerse -o para soportar el tiempo perdido- que una tripulación en silencio y en orden penetraba la masa oceánica con uniformes oscuros de senescales mientras la fanfarria botinera de los bandeirantes anunciaban en cubierta la llegada feliz del capitán Nemo.
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