ESCENAS
Lima Japón Bonsái es fantasía impetuosa de cuerpos jóvenes, aventura que se debe aprovechar sin medir los límites del realismo.
› Por Alejandra Varela
El imaginario adolescente se ofrece como un universo advenedizo, atolladero de un lenguaje peruano, de un español nacido de una serie traducida al limeño. El muchachito pobre se ve encomendado a una tarea que desafía sus fuerzas, vigilar a la hija del embajador de Japón. Su torpeza dulce anticipa la comedia. La trama es puro golpe de efecto, con un uso del sonido propio del cine. El chico secuestra a la adolescente enfundada en el uniforme del colegio y pretechada de una utilería disonante. De la mochila rosa se escapa un sable de samurai, como si el esteriotipo fuera el trazado de un Animé latinoamericano, desdibujado de los rasgos de origen.
Pero la escena que mueve a esta dramaturgia de género se relata desde el punto de vista adolescente, especialmente desde el tropel de lecturas japonesas que vuelca la chica tanto en la casita precaria como en el estudio fotográfico de Miraflores, locaciones amparadas por una pantalla de escenografía japonesa que asiste a ese armado de extranjería tan eficaz en las voces, en la actuación siempre díscola, desconcertante del chico y de la chica.
Pero es ella la que se apodera con sus bríos, con un deseo hacia ese muchachito de pueblo en un modo grotesco de ir hacia el amor desclasado del melodrama y convertirlo en la farsa de una historia que, muy al comienzo, lo tuvo a él como el impulsor de la trama. Él le propone una aventura y ella, lejos de sentirse víctima, la toma y multiplica, desarma a su secuestrador con sus destrezas histriónicas, con la decisión de no permitir que su drama se entregue a las fuerzas de lo real.
No hay simpleza en Lima Japón Bonsái, porque Yanina Gruden asume su personaje, sus lecturas, ese aprendizaje de cuentos de amantes suicidas, como podría hacerlo una adolescente verdadera. Todo aquello que el público entiende desde la risa, todo ese ideario de peripecias que no quieren atarse a otra lógica que no sea la de ese simulacro que lxs jóvenes construyen en un momento donde la urgencia política les acorta el espacio para su pequeño show de karaoke, Gruden lo interpreta como el momento definitivo de una chica que está protagonizando una de esas ficciones asiáticas propias de su sangre, de todas las leyendas de un Japón que no vivió pero que necesita conocer a partir del deletreo feroz de una épica que ella quiere toda para si.
El chico pobre que un día se entera que ha sido alistado en el movimiento revolucionario TupacAmarú, con esa impertinencia de una dramaturgia que no busca causalidades sino que atrae por lo arbitrario de las escenas que inserta como relámpagos en la imaginación de sus personajes, es la marioneta del teatro montado por su cautiva, la chica que hace de la representación algo tan posible, tan fácil de llevar a la práctica, que puede derrotar todos los recursos del orden.
La política es para un adolescente cualquier episodio que factible de ser vivido como irreversible, sin chances de sobrevivir al primer desencanto. Así es la chica que compone Gruden, alguien tan incapaz de desprenderse de su ilusión como esa Julieta que se decide por el suicidio. El texto de Mariano Tenconi Blanco captura referencias clásicas, se vale del dato político, pero hace hablar a los ingredientes de su escritura en un formato propio de la historieta. Lo descabellado surge de cierta saturación de los mundos ficcionales donde la chica entierra su cabeza de lectora, pero el autor descubre allí algo originario, ancestral, especialmente cuando Gruden se detiene a explicar la ejecución precisa del harakiri, el modo diverso en que hombres y mujeres se lastiman el cuerpo para morir.
Lima Japón Bonsái, escrita y dirigida por Mariano Tenconi Blanco, con las actuaciones de Yanina Gruden y Luciano Ricio se presenta los jueves a las 21 en el Centro Cultural Recoleta.
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