RESISTENCIAS
La segunda cooperativa integrada únicamente por taxistas mujeres en América latina se formó en Rosario, con objetivos que conciben comunes con sus compañeros. Quieren que las escuchen en las decisiones que las atañen, y entre cafés, cortados y risas van contando de la doble jornada, de las violencias más atávicas y cómo se sienten libres al mando del auto.
› Por Virginia Giacosa y Sonia Tessa
Son doce mujeres. Ocupan unas cinco mesas unidas de un bar frente al río Paraná. Podrían ser amigas, docentes jubiladas o ex compañeras de colegio que armaron un desayuno de reencuentro. Pero las edades son mezcladas -algunas rondan los 40, otras ya pasaron los 50 y entre todas asoma una veinteañera, que es la más pequeña del grupo- y eso se nota a simple vista aunque las risas y la complicidad acortan cualquier brecha. Fueron ellas las que eligieron un bar alejado del ruido del centro y cerca de la costa rosarina. ¿Por qué? Sencillamente porque pueden llegar en su propio auto, o mejor dicho en su propio taxi, y no dar ni una sola vuelta para estacionarlo. Son doce taxistas en una ciudad donde las tacheras suman 400 pero los tacheros varones siguen siendo una abrumadora mayoría. “Me encanta ser taxista, me siento libre, me gusta tratar con gente”, dice Sabrina, de 37 años. Y las demás se van acoplando a ese sentimiento. Formaron hace dos meses una cooperativa. La única del país y la segunda de Latinoamérica de mujeres taxistas. La primera experiencia similar tiene sede en el Distrito Federal de México.
Entre reivindicaciones, ganas de influir en las políticas municipales que les conciernen y proyectos para mejorar su vida, la charla viene mechada con anécdotas de la calle. Ahí se vuelven imparables. Ninguna cambiaría su trabajo, porque valoran “la libertad” que les da circular por la ciudad. “No me imagino haciendo otra cosa”, dice Roxana y todas asienten. Tienen sus quejas, claro. Pero no se instalan para nada en ellas. La mañana discurre plácida como el río Paraná, hasta que el sol aprieta y Marisa se levanta: “Tengo que ir a buscar a los chicos a la escuela”. En el taxi pasan 12 horas, la mitad del día, y cuando llegan a su casa, aunque sólo quisieran dormir, empieza otra jornada. Ante la pregunta sobre el deseo sexual después de tantas horas, son sinceras. Y con respuestas variadas. “Hasta la vida sexual te lleva”, dice Susana. “No te quedan ganas. Pero las mujeres tenemos que tener ganas para eso, para hacer los mandados, para planchar, para cocinar, para llegar y escuchar a nuestros hijos todas las novedades”, se sincera Claudia. A Marisa no le pasa lo mismo, y cuenta su secreto. Ella y su marido son taxistas, hacen el mismo turno, y se organizan para dedicarle tiempo al amor. Las demás la escuchan atentas. Es que a otras, justamente, se les complicó una relación porque el taxi las absorbe, y muchas veces no pueden prestarle la atención que la pareja requiere. Llegan tarde, dejan colgado un encuentro para cumplir un viaje, y la relación se resiente.
Aunque aseguran que el respeto es lo que predomina, admiten que sufren en carne propia la discriminación a la hora de conducir en la calle. “Andá a lavar los platos” es el grito más trillado y también el más utilizado para agredirlas. “Una vez le contesté a uno: cambiala que ya me aburrieron”, dice Andrea muerta de risa.
Cada una llegó a bordo de su taxi o como copilota de alguna compañera si es que esa mañana estaba de franco. Susana es la que lleva la voz cantante y tiene con qué. Alta, rubia platinada, con un piercing prendido a la lengua que hace jugar cuando habla y un escote exuberante es la que se planta. Desde el principio impulsó la iniciativa y fue reuniendo a las demás conductoras que esta mañana la rodean. No se define como jefa pero todas le responden como si lo fuera.
Lo primero que aclara es que no quiere que las fotos se tomen en la parada de taxis de la Terminal de Omnibus Mariano Moreno para evitar “problemas con los varones que trabajan en esa esquina”. “Es que lo pueden tomar como una provocación”, advierte. “Yo creo que tenemos que hacer lo que se nos de la gana y que ellos lo tomen como quieran”, dispara otra de las mujeres del grupo. Todas se ríen del comentario pero la decisión colectiva es no generar un conflicto con los colegas.
Es que así son las decisiones en una cooperativa. Todo se discute, todo se propone, y al final se comparte. “Somos muy solidarias, muy compañeras. Para estar en una cooperativa tenés que serlo sino no sirve. Acá cuando una gana ganan todas, todo se reparte aunque por algo no hayas trabajado el día”, remarca.
En la ciudad de Rosario hay alrededor de 400 conductoras de taxis, pero siendo un oficio casi copado por los varones. Muchas de ellas no se sienten representadas. “Necesitábamos poder pedir cosas para nosotras y dar nuestra mirada de lo que nos pasa en el taxi y en la calle. Y en nuestro caso no es que pedimos cosas sólo para nosotras. Claro que reclamamos lo que queremos, pero si podemos conseguir cosas para nosotras y para los varones también, mejor aún”, cuenta Susana.
A Susana el oficio le llegó un poco heredado a partir de su ex marido. Víctima de violencia machista, estuvo casada 33 años con un tachero y cuando pudo ponerle final a la relación, se quedó con uno de los tres coches de alquiler que tenían. Al principio intentó ponerlo en la calle, pero no tuvo suerte y los apremios económicos la obligaron a venderlo. Con los años retomó el oficio, empezó a trabajar como chofer y no se bajó más.
Susana es cruda. El taxi fue, tal vez, el único empleo posible a su edad. “Cuando vos te separás y por algún motivo necesitás buscar trabajo siendo grande, es muy difícil encontrar. Yo tenía 50 y pico de años, y realmente a nadie le importa si sos idónea, porque de hecho, estudié en la Facultad, me faltaban cinco materias para recibirme de abogada. Y a nadie le importa eso. En cambio, en un taxi, si vos tenés los carnés, sos un poco más grande y demostrás que sos responsable, para cualquier mujer es una salida laboral, y no es mal retribuida”, cuenta de su experiencia, que cree común a muchas. “Si bien hay que trabajar muchas horas, porque son muchas de verdad. Yo ahora tengo aguinaldo y vacaciones, pero en general, no tienen aguinaldos, no tienen vacaciones, olvidate de que te paguen un día caído. Son todas cosas que se deberían ajustar en el gremio. Y si no trabajás, no cobrás. Si el auto está roto, no cobrás”, describe.
Así fue que Susana echó mano a esa memoria corporal o tal vez emotiva que le permitió encauzar el destino, volantear y sobrevivir ante una crisis. “Algo me hizo acordar que me gustaba estar arriba del taxi y entonces me decidí a retomar. Hoy manejo el de una compañera, no soy titular, soy chofer y me encanta”.
Silvia es taxista desde hace 10 años y desde hace uno es titular. “Nos hemos juntado con la necesidad de concretar cosas buenas para el gremio. Un gremio que está muy dividido”, asegura.
De las doce mujeres algunas están separadas, la mayoría tienen hijos y muchas son jefas de hogar, con lo cual paran la olla con lo que ganan en cada viaje.
Andrea es chofer titular hace 9 años, Marisa empezó hace 7 y ahora es socia de otra compañera, Sabrina tiene 37 y conduce un taxi desde hace un año y medio, Mónica tiene 52, hace dos que maneja y 7 que es titular, al principio tenía dos choferes y después por algunas diferencias con ellos decidió salir a manejar. Claudia es chofer hace un año y medio en el turno noche. Le gusta más que salir de día. Soledad tiene 26 años, es la más joven de todas, tanto que algunas la llaman la mascota del grupo. Estuvo desocupada un tiempo y sus hermanas le decían que armara un currículum y lo presentara en distintos lugares. Pero ella sabía que volvería a manejar un taxi. Y así fue: no dudó en sentarse de nuevo frente al volante. Para ella, como para muchas de sus compañeras, este oficio es sinónimo de libertad. El ir y venir, tratar con la gente, no quedarse nunca en un mismo sitio es lo que hace que disfrute. “No, no lo cambio por nada”, asegura.
El proyecto de la cooperativa empezó hace rato, pero como dice Susana ahora, casi con el comienzo de la primavera, terminó de florecer. “Es lo que veníamos gestando desde hace un tiempo” dice y agrega: “Si bien siempre quisimos unirnos las mujeres, es muy difícil en verdad en este gremio unirse. En un principio habíamos formado grupos pero no había unidad de criterios. A través de varios años fuimos conformando este grupo. Fuimos reuniendo a las chicas y más que nada lo que buscamos era que a todas les interesara ser solidarias, íntegras y lo principal, honestas”.
No hablan de sororidad, ese sostén amoroso que va un poco más allá de la solidaridad entre mujeres, pero en el hacer cotidiano la praxis sobrepasa cualquier teoría. Quizás ni siquiera conocen la palabra pero en el día a día tejen la red que las incluye y las contiene a todas por igual. “Lo que pasa es que si no sos solidaria no podes tener una cooperativa, acá es un grupo que trabaja para todo el resto”, sostiene Susana y abunda: “Si bien la Municipalidad nos instruye, nos ayuda, nos apoya, nos guía, esto es una cooperativa. Es conseguir cosas para nosotras y mejorar nuestras condiciones laborales. Todas tenemos que apuntar a lo mismo. Sí no estamos unidas, si no trabajamos para el resto, no sirve. ¿Me entendés? El Yo acá no va, es nosotras”.
En la jerga del oficio Claudia es la nochera, porque su turno de trabajo comienza cuando cae el sol. “La noche para mí es más tranquila, la calle está vacía y te desplazas con mayor laxitud”, cuenta. Y aunque muchas de sus compañeras trabajan de día coinciden en que es el horario nocturno donde se sienten más cuidadas y respetadas por sus pares.
Es que en la jungla diurna asoman las avivadas, los taxistas les roban viajes, los demás conductores las insultan y las bocinas se multiplican cuando se ve una mujer a bordo de un auto negro y amarillo.
Que nunca encuentran la parada vacía, que los demás conductores las miran mal, que algunos taxistas les roban los viajes, que aún sigue siendo raro que una mujer maneje un taxi en Rosario, son algunos de los obstáculos que se encuentran en el camino. “El choque entre el hombre y la mujer durante el día es mucho más fuerte”, sostiene Claudia.
Otra recuerda que una vez a la salida del casino una pareja quiso subirse y cuando el varón la vio al volante dijo: “Mejor no”. “Su mujer le preguntó por qué no subían y él le contestó: ‘¿No viste que era una mujer?’”, relató.
Claro que lo más común, ahora, es todo lo contrario. Apenas suben las pasajeras, les piden el celular para agendarlo para nuevos recorridos o directamente les proponen traer y llevar a sus hijas al trabajo o a la escuela porque les genera más seguridad que sean mujeres.
La mayor dificultad, que en Rosario es un clima de época, son los robos que sufren con frecuencia a bordo del taxi. Es, aseguran, la amenaza más frecuente y a su vez más difícil de contrarrestar. “Si vienen con intenciones de robar, al ver que sos mina, no lo dudan”, dice Susana. Ellas saben con certeza que su condición de mujer en la calle es para muchos varones el sinónimo de vía libre para que ese asalto se concrete.
Aunque se cuidan de reproducir los estereotipos femeninos, destacan que cuando de limpieza se trata se llevan la mejor parte. No sólo porque en el ránking de multas del municipio no registran sanciones por falta de limpieza en sus automóviles. Por eso, también, se llevan los halagos de más de un pasajero. “Qué lindo olor a perfume”, les dicen. Y ellas hacen gala de esa diferencia como un buen plus. “En verano no se siente olor a transpiración”, remarcan. Aunque dedican un rato a cuestionar a sus compañeros que tienen el auto con olor a cigarrillo, o sin aseo, también reconocen que hay muchos varones que llevan su coche impecable. Todo entre risas, tejiendo esa complicidad que convirtió a ese grupo de compañeras que se cruzaban en la calle, en una cooperativa para mejorar sus vidas.
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