VISTO Y LEIDO
La vida doméstica y el devenir político-social del siglo XX se entrelazan en la prosa de Natalia Ginzburg, de quien se reedita Todos nuestros ayeres.
› Por Malena Rey
Las catástrofes políticas y sociales del siglo XX están completamente imbricadas en la vida y la obra de la gran escritora italiana Natalia Ginzburg (Palermo, 1916- Roma, 1991), como si no pudiera sustraerse al influjo de los acontecimientos y solo fuera una intérprete especializada, capaz de dotar de sentido y sensibilidad a los hechos y las personas. Más allá de su sufrida biografía (fueron desterrados por su actividad antifascista con su marido Leone, a quien asesinaron en la cárcel, y Natalia quedó viuda a los treinta años con tres hijos chiquitos), lo que llega hasta el siglo XXI es su magistral prosa. Transparente y profunda, tiene el don de trasladar por completo a sus lectoras a los escenarios y situaciones que narra como si esa destreza fuera habitual.
Un ejemplo de su sutileza como narradora es Todos nuestros ayeres, publicada originalmente en 1952, para muchxs su mejor novela, que acaba de reeditarse en el país. En ella, cuatro hermanxs -Anna, la protagonista, Concettina, Ippolito y Giustino- deben abrirse camino y crecer desamparados y huérfanos, sin ninguna guía, en el interior de una Italia dominada por Mussolini, en la que se declara la guerra. Insegurxs, jóvenes, con pocas herramientas para cambiar su entorno y con costumbres arraigadas en el pasado, Anna y sus hermanxs crecen, se reproducen o mueren, y se transforman de niños en adultos aunque, paradójicamente, al interior de la familia permanezcan iguales a sí mismos.
Lo doméstico es el campo en el que Ginzburg se mueve como pez en el agua: narra los esfuerzos de las mujeres para cuidar y mantener las casas, para procurar comida, para cuidar y educar a lxs más chicxs, con la misma virtud tratándose de una ficción como de sus escritos más autobiográficos -como Léxico familiar o Las tareas de la casa y otros ensayos. Ginzburg se apropia de ese mundo con sus códigos, con sus sufrimientos, para hacer de él un universo en el que sobrevuela la tragedia de forma inesperada e irremediable. En Todos nuestros ayeres, por ejemplo, la guerra es una irrupción violenta, pero también un murmullo asordinado que va transformando lentamente la vida de la gente de pueblo, hasta que ya es demasiado tarde. Como la guerra, en estas existencias nada estalla por completo, y a la vez los conflictos están permanentemente ahí, sin que como lectorxs podamos anticiparlos o verlos venir. Para ello es fundamental la presencia de una gran galería de personajes secundarios que Ginzburg hace entrar y salir de escena con toda naturalidad, y a los que describe con muy pocas y precisas pinceladas.
“La novela, como el hogar y como la propia vida, es una unión de materiales sensibles. Esta novela nos pide pudor, y nos exige discreción”, dice la poeta española Elena Medel en el prólogo que acompaña la nueva edición. Y es que Todos nuestros ayeres son varias novelas en una: la novela de aprendizaje de Anna, ingenua y frágil, llena de ideas que nunca podrá concretar; la novela social de las víctimas y victimarios de la Segunda Guerra, confundidos como estaban al interior de las pequeñas comunidades; la novela política de la formación subversiva de la resistencia encarnada en el genial personaje de Cenzo Rena; y también la novela emocional de los amores no correspondidos, de los finales nunca felices y los destinos truncos. Quizás su clave de lectura se encuentre en la palabra “nuestros” de su título. Porque si bien la narración está en una tercera persona omnisciente, es en ese plural en el que la autora se incluye en el pasado que recupera, se hace cargo de que también ese tiempo fue el suyo propio, y de que quizás comparte más de un rasgo con sus entrañables personajes. Ella está ahí con ellos, y de allí proviene la fuerza natural de su prosa.
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