Vie 23.09.2016
las12

RESCATES

La voz indigo

Karen Carpenter
1950-1983

› Por Marisa Avigliano

¿Es necesario estar muerta para ser rescatada? Karen Carpenter sueña el sueño de su voz perfecta, contrastada, remotamente insinuante. Necesaria. Habrá denominaciones técnicas apropiadas -que Alexander Theroux me asista-, aunque el color oscile -¿Indigo, morado, cárdeno? Sumo a las formas compositivas algo de ronroneo y algo de quejumbre sin resabios, música de peritoneo y amígdalas de suburbio. Antes de morir demasiado pronto Karen Carpenter ensaya agonías, disimula la indiferencia familiar y se casa con ese cazafortunas de la especie más bajuna (Tom Burris) que podía ponerse un sombrero Stetson y enamorar simultáneamente a ella y a su hermano Richard. La fiesta de bodas de la novia engañada puede verse, como tantas cosas, en internet. ¿Cómo quedará la casa - ese chalet opíparo con auto en la puerta, ruina anhelante de sueños aventajados- cada vez que el video de la boda termina?

Una música cercana se adhiere, es la radio involuntaria de los tempranos sesenta. En la costa, una especie de Lord Byron, un romántico que no sabe surfear pero puede cantarlo y que se llama Brian Wilson lidera, por decirlo de algún modo, una pandilla de hermanos con primo incluido cuando una mañana de primavera perfecta se presenta ante los Carpenters (que se habían mudado a California por decisión paterna para alentar los dones musicales de Richard) en puntas de pie. Richard subraya con el piano el ritmo que Karen marca en la batería (“soy una baterista que canta”, decía la jovencita de New Haven, Connecticut, mientras movía su pelo batido, aireado en la irregularidad del rebajado). Los hermanitos cargaban con los signos imprevisibles del teorema de amor. El amor por Richard, ese Ken corregido por Phil Spector que no podía en el amor sino provocar malentendidos, no era excesivo sino exclusivo, su mamá lo prefería y su papá también mientras Karen aprendía las cosas antes que su hermano mayor, sin ser precoz y tocaba cada vez mejor la batería.

Dicen que casi no hay mujeres que hayan compuesto sinfonías, las de Karen no exigían partituras. Ajenas, algunas, que le quedaban grandes, se adecuaban a esa invención del amor constante, el amor irrenunciable que su garganta hospeda gracias a unos buenos trucos de David y Bacharach. El amor irrenunciable, sí, el desinteresado, ese que espera y se agazapa. ¿Lo conoció Karen, lo cantó sin conocerlo? Los Carpenter fueron durante muchos años voces del Top Ten (Close to you, We’ve only just begun, Jambalaya, Top of the word, A song for you, Please Mr. postman y muchos otros más, vendieron millones de discos) y quizás lo hubieran sido un rato más si Karen no hubiera muerto joven después de padecer durante años anorexia. Aquel febrero de 1983 la voz índigo se convirtió en estigma nuevo de época nueva, en maniquí de espejos deformantes que niegan el cuerpo propio y esconden un jarabe vomitivo entre vestidos a la moda, velos, capelinas y canciones populares de sabor amargo, como Superstar, de Leon Russell, demasiado parecida a un bosquejo de autobiografía.

Salmos en equilibrio de la muerte que entra a los sorbos y un final a lo Nené de Boquitas. Sueños de costureras en un crepúsculo invadido por sombras que patrullan todos los desastres, incluido los pájaros que hasta se negarán, con avara clemencia, a cantar.

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