Viernes, 7 de octubre de 2016 | Hoy
PANTALLA PLANA
Dos casos de abuso sexual en contextos de “fiesta” se narran en Audrie and Daisy, con víctimas hostigadas hasta el suicidio.
Seguro que les resulta familiar: fiestas alocadas en comedias estadounidenses donde se toma una casa por asalto en ausencia de los padres y el alcohol circula en vasos rojos, se bebe por deporte y hasta reventar. En el piso de abajo todxs bailan y corean al bebedor de turno, algunxs que quedaron fuera de juego están tirados en los sillones y en el piso de arriba de la cándida casa familiar devenida boliche y telo improvisado, algunas parejitas se recluyen para conocer el sexo. El cine tiene versiones más rosadas o más negras de este tipo de fiestas, pero como regla general, en la autoimagen idealizada y a la vez didáctica que la cultura del país del norte quiere darse a sí misma, el sexo siempre es consentido y los varones saben cuándo parar si notan que una chica está demasiado borracha.
Fuera de la ficción, para algunxs los límites son mucho más difusos, y de hecho la mayoría de las víctimas de violaciones y abusos sexuales en Estados Unidos son adolescentes (algo similar sucede en Argentina) según se explica al final de Audrie and Daisy (2016), el documental de Netflix que relata los pormenores de dos de los poquísimos casos de este tipo de abusos que salieron a la luz, los de Audrie Pott y Daisy Coleman. Audrie tenía 15 años cuando fue a una fiesta como la que se describe más arriba. Lxs otrxs invitadxs eran sus compañeros de colegio en Saratoga, California. Cuando la chica se fue a acostar en una habitación porque ya no podía estar en pie, tres chicos le sacaron la ropa, le escribieron el cuerpo con marcadores indelebles y la penetraron con los dedos; también le sacaron fotos y las compartieron con otrxs estudiantes del colegio. Uno de los entrevistados se refiere a todo el episodio como una “broma pesada”, pero las marcas en el cuerpo (frases como “John estuvo aquí” junto a los genitales, por ejemplo) son elocuentes con respecto a la idea de posesión y conquista. El caso de Audrie Pott se reconstruye en el documental a partir de testimonios de padres, amigas y de los propios acusados, porque la chica se ahorcó una semana después. Para Daisy Coleman las cosas no fueron más fáciles: invitada por dos amigos del hermano mayor, tenía catorce años cuando fue a la casa de ellos con una amiga, le dieron cantidades de alcohol que no estaba acostumbrada a digerir y, ya inconsciente, uno de los chicos la violó. A Daisy la dejaron tirada en la puerta de la casa, medio desnuda y con un grado de alcohol en la sangre que podía haberla dejado en coma. Pero ella sí puede hablar y elige dar la cara, junto con otras chicas que sufrieron ataques similares. Lo más impactante de Audrie and Daisy es el modo en que delinea, desde las voces de policías que investigaron el caso y hasta el alcalde de Maryville, la ciudad de la que Daisy tuvo que mudarse junto con su familia porque la comunidad no dejaba de hostigarla, la imagen de una sociedad que parece horrorizarse pero a la vez protegió a los agresores, al punto de que el mismo sheriff local pone en duda frente a la cámara que los varones hayan cometido algún tipo de delito.
Lo que se desprende de Audrie and Daisy es el lado B de la fiesta adolescente, esa donde parece que todos se divierten por igual pero son las mujeres las que –tironeadas por una sociedad que las moldea para gustar a los varones por sobre todas las cosas y a la vez les dice que si les pasa algo como lo que les pasó a estas chicas, es culpa de ellas y están arruinadas para siempre– se juegan el cuerpo y mucho más. En el 2015, el documental The hunting ground se ocupó de casos parecidos pero esa vez dentro de los campus universitarios, y junto con Audrie and Daisy da cuenta solo de la punta del iceberg de una cultura donde los rituales iniciáticos implican la caza y conquista para unos, y ser marcadas como putas para otras.
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