Vie 14.10.2016
las12

XXXI ENM > DESTACADOS

QUE LO VEAN POR TV

› Por María Pía López

Foto: Majo Malvares

Hubo fiesta y trajín, discusiones y marchas, peleas y música. Hubo Encuentro. Se lo puede pensar como el mapa de heterogeneidades. Eso le da potencia y le resta nitidez. Por eso los partidos políticos y las organizaciones sociales pujan por parir su propia hegemonía, y la muestran en las calles con sus ropas y banderas, en los talleres con la inscripción insistente de sus oradoras, en aplausos y lugares. A su alrededor, múltiples grupos, pequeños colectivos, cofradías de amigas, mujeres sueltas, pueblan el encuentro. La fiesta callejera es de todas. Que van hilando los tonos de la rebeldía, distintos y a veces contradictorios. La marcha debía terminar con la fuerza de una multitud en el monumento a la bandera, conjurando su halo fascista y su énfasis en la patriótica unanimidad, para que la nación sea hospitalidad de lo diverso.

No podía ser. Antes se hizo evidente la amenaza que pende sobre nuestras cabezas: la de ser corridas por balas de goma y gases lacrimógenos, en el mejor de los casos. Amenaza que movilizan los policías agazapados en la Catedral y la puesta en escena que los antecede, la coreografía en la que es menos visible la voluntad militante que la disposición a despertar la batalla. Nuestra actualidad es la del régimen disciplinador. El conservadurismo actual, revanchista y osado, está más concentrado en producir una escena de represión vistosa para sus propios votantes que en evitarla. Porque necesitaban reprimir para un electorado airado ante tanta pintada, mujerío, conventillo y aquelarre, mostrar su vocación de orden y la verdad de su protocolo. Si no había desorden, había que inventarlo. No nos confundamos: no quieren ocultar su faz represiva, sino volverla espectáculo. Suprimir con ese espectáculo el profundo hecho que fue el Encuentro multitudinario, controversial, polifónico, cooperativo.

Una gobernabilidad basada en el cinismo -al que llaman sinceramiento- no esconde el uso de la fuerza, lo exhibe. Escudos y cascos se convierten en ropajes de los héroes que los sectores conservadores reclaman. Que se sientan custodiados y vengados ante tanto graffiteo y tanta ocupación de (su) espacio público. Bien lo saben los muchachos de Estado Islámico cuando filman sus ejecuciones para viralizarlas y también los asesinos cuando tejen una narración sobre los cuerpos de sus víctimas. Y mucho más las fuerzas de seguridad estatales, que mezclan el mostrarse y no mostrarse de modos precisos. En este caso, frente a tanta disrupción callejera y femenina, había que hacer carne de la amenaza con la represión. Diría: por eso apuntar directo al cuerpo de fotógrafos y periodistas. Ambivalentes: quieren que las imágenes circulen y a la vez castigar a los mensajeros. En algún momento la balacera se detiene para que el muchacho del delivery entre con el pedido a la Catedral y la escena se vuelve picaresca.

La coyuntura tiene el signo de la reposición del mando social. Por eso a la fiesta plebeya se la sustituye -mediáticamente- con el espectáculo de la represión. Con la aspiración máxima: decirnos a todas que es peligroso hacer lo que hacemos. Están en eso desde hace tiempo. Desde diciembre está encarcelada una mujer bajo un cúmulo de expedientes amañados, sin garantías procesales, por una justicia venal y un gobernador que declara “la tengo presa”. Es una militante que lidera un movimiento excepcional, confrontativo y fundador. Está presa después de un operativo de deslegitimación tramado entre programas de televisión, corrillos clasistas, sentido común conservador e instituciones linchadoras. A esa mujer no se la nombró en el documento inicial del Encuentro. Lo silenciado grita. Y el grito asfixia. Milagro, la no nombrada, es el nombre de todas.

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