ESCENAS
Por cinco únicas funciones vuelve Cariño, una pieza exquisita de danza-teatro de Mayra Bonard.
› Por Alejandra Varela
No hay que dejarse engañar por ese césped donde descansan, sin dejar de estar al acecho, tres figuras encantadas, brillantes porque ni bien la chica comienza su relato sobre una niña que amaba a sus gallinas toda esa pulcritud artificiosa se da vuelta, muestra los dientes y la oscuridad deviene espasmo. Aquí lo bello es la otra cara de la violencia.
Existe una noción de montaje, una aspereza en los contrastes que cimienta la estructura de Cariño. El amor es una posesión nerviosa, una gallina devorada por su dueña, una pertenencia loca a la que Mayra Bonard narra desde una estética de choques, desde una abstracción un tanto salvaje que hace del cuerpo y de la danza un territorio al que los personajes se acercan para cuestionarlo. Del mismo modo que convierten a la sensualidad, al contacto físico, en una zona donde se describe el conflicto. Hay algo roto, algo que siempre termina en un efecto mecánico, inconexo como si el vínculo fuera una turba exótica que ellxs no terminan de delimitar, un mundo desconocido al que se acercan como bestias.
El texto provoca pequeñas escenas, casi en un formato poético que no se propone desarrollar las situaciones. Los actores se precipitan ante los hechos como si buscaran espantarlos, como si fueran apariciones a las que maltratan con sus caprichos de seres incansables, codiciosxs, desencantadxs porque nada es lo que ellxs imaginaron.
Pero no deja de existir en esa palabra una impronta teatral que logra instalar una tensión. Qué es lo que esa otra persona quiere, qué deseamos de ese ser al que creemos amar, hay algo exasperante en esa desavenencia que el cruce de texturas escénicas permite mostrar con desfachatez. Un exceso, algo que nunca alcanza, almas demandantes que quieren capturarlo todo de ese afuera insondable.
Las imágenes, la música cuando se vuelve preciosa, cuando la voz acompaña de un modo radiante, construyen ese soporte espectacular que se quiebra cuando lo que está detrás son seres que han perdido toda ternura, máquinas perfectas que parecen no entender muy bien de qué se trata el afecto. Entonces desvarían, como la chica que se deleita en la enumeración de animales masacrados. Comerse al otro es lo único que queda.
Hay algo apocalíptico en Cariño, una sonoridad siempre rabiosa, como ese canto llevado a la dimensión abstracta del grito, casi anterior al lenguaje, como si cierto primitivismo lxs hubiera aprisionado, y se vuelve demasiado inevitable manosearse o hacer pis bajo el sol.
La libertad es aquí algo horrible, el campo propicio para perder ese límite sensible frente al otro. Como si Bonard mostrara en esa simultaneidad de escenas, en esos pasajes arbitrarios que se recrean en un concepto, casi un ensayo que se articula en mil variantes para asimilar a su mar de ideas, que los sujetos están heridxs de un modo irremediable, que actúan por reflejos, como si los comportamientos fueran trazos débiles, imposibles de continuar ,que se desploman en berrinches.
Si Bob Fosse hizo del musical una narrativa capaz de brindar elementos más complejos para apresar los grandes temas bajo el formato de un show, Bonard bebe en esa escuela al asumir que la música y la danza pueden habitar esos dolores incapturables, eso que se intuye pero que nunca llega a ser visible, materia de sensaciones que se vuelven ilustrativas si se las asume desde una lógica dramática clásica. En Bonard opera una voluntad de sostenerse en esa incomprensión, en esa desventura que se presiente, se huele pero no consigue asumir un nombre.
Cariño con idea y dirección de Mayra Bonard y las interpretaciones de Rocío Mercado, Federico Fontán y Damián Malvacio, se presenta los viernes a las 21 hs en el Galpón de Guevara.
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