RESCATES
Casi no es posible ver el cine de los sesenta y los setenta sin confundir la cara de Delphine Seyrig con la máscara más seria de la arrogancia. Esto no quiere decir que no haya habido precursoras en otras vidas del cine, pero esa lista presuntuosa esperará su turno. Volvamos ahora a Delphine, la actriz francesa que conoció la celebridad gracias a su primera actuación cinematográfica, El año pasado en Marienbad (Alain Resnais, 1961). En realidad fue la segunda, Delphine había participado dos años antes en el corto Pull My Daisy de Robert Frank y Alfred Leslie con guión de Kerouac.
Javier Marías recuerda haberle dedicado enamoradísimo su primera novela escrita a los quince años, un enamoramiento sofisticado de pantalla que compartía con un club de fans que crecía venerando la esplendidez glacial de la aspirante a heroína despiadada que filmó cincuenta películas o quizás más, Accident (Joseph Losey, 1967), Baisers volés (François Truffaut, 1968), La Vía Láctea (1969) y El discreto encanto de la burguesía (1972) de Luis Buñuel, por nombrar apenas cuatro, y que comenzó en el teatro. La lista de escenario (Chejov, Wilde, Shakespeare, Pinter, Plath) supera la veintena.
Pareció una constante en la carrera de esta niña de Beirut, que creció bajo la tutela obsesiva de una madre russoniana con apellido de reputación ilustre -Saussure-, ser atractiva sin perseverancia. Reguero estático, pero fugaz, recta y lerda comitiva de señuelos. Su cara llena de desfiladeros y asonancias se esconde en la oscuridad y se olvida rápidamente: no es posible que la hayamos visto antes, siempre la veremos después. A mediados de los años setenta la actriz de rostro impasible y melena intensa que confundía vértices –en el recuerdo quedaba aquel lacio de Marienbad pegado como piel oscura a su cabeza–, hablaba de militancia feminista mientras respondía las preguntas que le hacían sobre sus personajes, “La heterosexualidad es una máscara, en el cine comercial, esta heterosexualidad es básicamente anti femenina (...) El teatro y el cine están muy lejos de la consciencia de las mujeres sobre sí mismas”. Cuando las palabras de Delphine aún flotaban como notas desprendidas de un violoncelo –instrumento con el que solían comparar su voz– y cruzaban el aire rumoroso de las entrevistas ella ya se había ido a formar parte de “el Manifiesto de las 343 salopes”, estaba filmando con directoras, India Song de Marguerite Duras, Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles de Chantal Akerman (“mientras la mayoría de los directores siguen haciendo películas del siglo XIX Chantal es de su tiempo, la suya es una película del siglo XX”) o dirigiendo sus propios cortos como Sois belle et tais-toi, un documental en blanco y negro en el que varias actrices cuentan las consignas de belleza y silencio que exige la industria –una imperdible Jane Fonda habla en francés de narices inadecuadas y maquillajes.
En cada una de las películas, no olvidemos por favor Hijas de la oscuridad, (Harry Kümel, 1971) Delphine es una majestad distante, un torpe remedo de despedida que emprende con temblorosa lentitud la fuga. No importa con quien comparta la escena, es –razones de pleitesía visible quizá– casi siempre una intrusa del mundo de las apariencias y definitivamente espectral, una aparición, un esplendor fatigado.
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